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A menos que sea un caso de confusión general, Amazon presentará hoy jueves su propio smartphone. Aun antes de saber de qué se trata, lo normal es preguntarse por qué el anuncio y por qué ahora, ya que se trata de una tecnología que no tiene misterio. Un smartphone vendría a ser el eslabón perdido en la estrategia de Amazon: sus otras piezas de hardware han estado subordinadas al objetivo de vender contenidos – por consiguiente subsidiadas – y el nuevo miembro de la familia no será una excepción.
En principio, estaría basado en una versión propia de Android, que excluye los servicios de Google pero está al servicio de los de Amazon. Es lo que hace la tableta Kindle Fire, y la maniobra ha dado resultado. No tiene mucho sentido discutir qué impacto puede tener como rival de Apple, Samsung y otras marcas, porque Amazon no pretende ser un actor relevante de ese mercado. Véase lo ocurrido con sus tabletas: según IDC, despachó 1 millón de unidades en el primer trimestre, una cuota de mercado de sólo el 1,8%, pero no hay duda de que le han sido útiles para extender el alcance de su negocio principal de comercio electrónico.
El Kindle original era un e-reader que hizo despegar las ventas online de e-books; las tabletas Kindle Fire lanzaron la tienda de aplicaciones de Amazon, el Kindle Fire TV ha sido diseñado para sacar el streaming de video y la descarga a través de Prime. Ahora llega el smartphone [¿otra variante de Kindle?]
El mercado de smartphones es mucho más grande que el de tabletas [este año se despacharán 1.200 millones frente a 245 millones, según IDC], por lo que ofrece un espacio enorme para quien, como la empresa de Jeff Bezos, no busca ganar dinero con el hardware sino con lo que el usuario haga con él. Si sólo consiguiera hacerse con el 1% de cuota, serian 12 millones de smartphones, una base instalada a la que podría sacarle beneficio por otras vías. El precio es un misterio, pero hay que contar con una subvención importante.
La idea subyacente es simple: cualquier dispositivo que Amazon vende con su marca es un instrumento para entablar una relación digital con sus clientes. Tanto mejor si la interacción se produce por iniciativa del usuario decenas de veces al día (en un smartphone) en lugar de docenas de veces por semana (en una tableta).
Entre las supuestas especificaciones, me ha interesado una: llevaría incorporada una cierta tecnología 3D, aparentemente asociada a un interfaz de control y navegación, y consistiría en la confluencia de cuatro cámaras infrarrojas situadas en cada ángulo frontal del aparato. De lo que se deduce que el objetivo no sería desplegar contenidos tridimensionales en la pantalla. Jeff Bezos no ignora que la 3D ha fracasado como argumento para vender televisores y que HTC y LG intentaron en vano aplicarla a sus smartphones durante la efímera moda de 2011. Si Samsung, que domina esa tecnología, no la ha incorporado a sus móviles, por algo será. Más plausible, pero potencialmente enojosa, es la hipótesis de que el usuario podría captar la imagen de un producto en una tienda y, mediante un clic, comprarlo más barato instantáneamente en Amazon.
Otros trucos comerciales son previsibles, como estimular la adopción del dispositivo con promociones de entrega gratuita o cupones de descuento para la compra de libros o música en la tienda online. Pero un smartphone es también un dispositivo multimedia, por lo que los consumidores podrían apuntarse a la oferta de Amazon, que compite con Apple y, recientemente, con Netflix o Spotify.
Es probable que Amazon use la novedad como incentivo para retener y adquirir suscriptores al servicio Prime, que es su gran apuesta para transformar 250 millones de clientes de sus tiendas en suscriptores de pago. El número real es un secreto bien guardado, pero Bezos dijo en diciembre que se cuentan por «decenas de millones de miembros en todo el mundo». Una masa de clientes que sólo puede crecer.
Es un lugar común que en las recientes elecciones europeas los ciudadanos han optado por ajustar cuentas políticas nacionales, sin prestar mayor atención a los proyectos (o carencia de) sobre qué hacer con Europa. Una pena, pero así ha sido. Un parlamento extremadamente fragmentado, sin mayoría y cacofónico, será más propicio a la demagogia y la inacción, cuando sobran los asuntos pendientes. Sin ir más lejos, y sin pretender que sean los más urgentes, los que afectan a la regulación de las telecomunicaciones
La Comisión Europea, ahora en funciones, dejará en herencia un proyecto legislativo pomposamente denominado ´Connected Continent: Building a Telecoms Market´. El juicio que el paquete merece a James Allen, de la consultora Analysys Mason, es tan rotundo que no necesita traducción: «Good politics, bad economics«. Según el analista, «los precios bajos son siempre populares a corto plazo, pero cuando son ineficientes provocan un repliegue de la inversión, y a largo plazo acaban siendo malos para los consumidores». Un punto de vista que no es precisamente nuevo, pero que vuelve a expresarse en un contexto de incertidumbre.
James Allen es también autor de un estudio elaborado por Analysys Mason que recoge un aspecto regulatorio de notorio interés para su patrocinador, Vodafone: las condiciones de acceso de los operadores móviles a la infraestructura de fibra de retorno (backhaul). La opinión de Allen no es menos contundente que la cita anterior: «en el plazo de tres a cinco años, los consumidores europeos se verán severamente afectados por el deterioro de la competencia en el mercado móvil, a menos que los operadores competitivos puedan acceder, a precios razonables, a la infraestructura de los dominantes».
No se trata aquí del despliegue de fibra para prestar servicio al usuario final, en la que Vodafone ha dado un salto competitivo tras la adquisición de Ono, sino de algo distinto. Todo operador móvil necesita conectar sus estaciones base con la electrónica de su red core, y para ello tiene – o debería tener – tres opciones: desplegar sus propios enlaces de microondas, alquilar infraestructura ajena si estuviera disponible, o usar en régimen mayorista regulado la del operador ´incumbente`. En lo que se refiere a los enlaces de fibra, «no siempre están disponibles en las condiciones deseables de interfaces, calidad, velocidad y/o precio», explica Allen, antes de añadir que «la necesidad se agudiza con el crecimiento de tráfico 4G/LTE, en línea con la demanda de los consumidores que reclaman servicios de alta velocidad, que a su vez presionan sobre la estabilidad de las infraestructuras».
Obviamente, el punto de vista de Allen es compartido por Vodafone. El acceso a la fibra de los ´incumbentes` es una de las cuestiones de calado que se espera resuelva la próxima Comisión Europea, respondió el CEO del grupo Vodafone, Vittorio Colao, en reciente visita a Madrid: hacer realidad una auténtica Europa Digital exige anticiparse a eventuales cuellos de botella en la infraestructura y prevenir distorsiones en la competencia, vino a decir.
¿Qué ocurre en la práctica? En la lista de mercados relevantes que la CE ha sometido a consulta previa a ser incluídos en las recomendaciones de las que tendría que surgir una regulación ex ante, no aparece el acceso mayorista a la banda ancha. El analista Allen escribe que «la situación se exacerba por el hecho de que la tecnología de microondas que usan muchos operadores móviles para el transporte de su tráfico requiere actualizaciones regulares y el acceso a espectro adicional en las bandas existentes o nuevas para responder a la demanda. Por otro lado, duplicar los ductos fijos y la infraestructura de fibra sería económicamente inviable e ineficiente». Dudo mucho que alguien en Bruselas esté pensado ahora mismo en esta cuestión.
Computex 2014. Taipei. La feria más trascendente para esta industria no es de cinco estrellas como el CES de Las Vegas. Pero en Taiwan, y en el sur de China, se fabrican (y se diseñan) la mayor parte de los dispositivos y componentes que en los meses siguientes se venderán en todo el mundo. Esto es lo que le da carácter. En cambio, muchos prototipos que se han visto en el CES de enero, nunca llegarán al mercado. La edición 2014 se puede resumir diciendo que el PC no está condenado, que ha aprendido a cortejar a la tableta, su presunta némesis, sin dejar de mirar de reojo a otras figuras con las que tendrá que coexistir en un mercado que ya no encaja en las visiones maniqueas. Leer más
Los wearables sigue buscando un modelo de negocio idóneo para cumplir con las altas expectativas despertadas por la categoria. La etiqueta designa dispositivos dispares, pero hasta ahora su uso dominante es bastante elemental, como auxiliares para el seguimiento de la actividad física. Según un informe de NPD Group, el año pasado generaron ingresos por 330 millones de dólares, y el 97% de la cifra se lo repartieron tres marcas de pulseras deportivas (Fitbit, Jawbone y Fuelband/Nike) más las aplicaciones para smartphone, encargadas de recoger los datos y transformarlos en gráficos personales.
No es mucho dinero ni tampoco un gran volumen: según Canalys, este año se venderán 17 millones de unidades, que en 2017 serán 45 millones. No van a cambiar la economía de la electrónica de consumo, necesitada de revulsivos. Sin embargo, ningún fabricante quiere quedarse al margen: el crecimiento de la demanda de smartphones depende de los países emergentes, mientras que en los desarrollados roza la saturación. El marketing hace lo que puede para convencer a los consumidores de que sustituyan un modelo por el siguiente – con un chip más potente, una memoria superior, una pantalla más grande y de mejor resolución – a ser posible sin cambiar de marca. Estos argumentos son relativos. Es un axioma que el valor de un smartphone se ha desplazado al software; pero a) los márgenes del software son más estrechos que los del hardware, a menos que se venda masivamente, y b) no hay tanta inventiva para imaginar aplicaciones que se vendan masivamente.
¿Cuál es la alternativa? En la jerga de los vendedores, «una superior experiencia de usuario». Ha de ser atractiva y tener impacto real en la vida del consumidor. La respuesta a la pregunta está llevando a reorientar el propósito de los wearables; reconvertirla de la monitorizacion de fitness a la monitorización de la salud personal. En rigor, la idea se remonta a 2008, sólo que entonces se hablaba de PHR (personal health record) para describir sendos almacenes de informes médicos personales: Google Health (cancelado en 2012) y Healthvault, al que Microsoft no ha renunciado formalmente pero del que no ha vuelto a saberse.
El primer fabricante de smartphones que intuyó este potencial fue Samsung, que equipó su modelo Galaxy S4 (marzo de 2013) con una cantidad de sensores biométricos y una aplicación llamada S Health. Cumplia con el primer requisito (ser atractiva) pero no tuvo impacto real por no estar asociado a un servicio que le diera valor. En el Galaxy S5, redujo el número de sensores embebidos, pero la marca coreana ha seguido proclamando la salud personal como un eje de su familia de dispositivos móviles. El ´reloj inteligente` Galaxy Gear 2 persevera en esa línea, aunque no sea su característica principal.
El paso más reciente lo ha dado Apple, que en su conferencia WWDC anunció HealthKit, software integrado en su nuevo sistema operativo iOS 8 para que partners y desarrolladores puedan explotar las posibilidades de recoger, almacenar y visualizar información de salud personal a partir de sensores específicos y aplicaciones creadas al efecto. Si será una función del futuro iPhone 6 o del supuesto iWatch, no se ha aclarado todavía, pero la plataformas HealthKit arranca con dos partners de importancia en Estados Unidos: la Clinica Mayo y Epic Systems.
Google no podia quedarse sin responder. La semana pasada trascendía que en su próxima conferencia I/O, a finales de este mes, va a rescatar y readaptar su idea del 2008 para rebautizarla Google Fit; será, al parecer, un servicio de registro y acopio de parámetros personales de salud, que estaría basado en Android Ware, la versión de su sistema operativo para wearables, que ha puesto a disposición de varios fabricantes afines. Es poco probable que Samsung se encuentre entre ellos, ya que últimamente tiende a dar preferencia a su propio sistema operativo Tizen, marcando distancias con Android.
Gemma me ha pedido que explique por qué Apple ha aplicado una heterodoxa división de sus acciones. Allá voy. Según la leyenda que lo acompaña, el 7 es un número cabalístico, pero no ha sido por eso que Apple lo ha elegido como patrón del split a razón de 7 x 1. Es habitual que las compañías cotizadas se inclinen por un split de 2 x 1, procedimiento que duplica el número de títulos en manos de los accionistas y divide el precio por dos. En teoría, no debería afectar – al menos inmediatamente – el valor de la compañía. Pero si se hace con frecuencia por algo será. He leído un análisis según el cual «especialmente en el sector tecnológico, algunas compañías han comprendido que la alta cotización de sus acciones es un obstáculo para la democratización de su propiedad».
En abril, cuando Tim Cook, CEO de Apple, anunció la medida que se materializó este lunes, dijo que el único motivo era poner las acciones de la compañía al alcance de más gente, pero en febrero de 2012 se había negado a hacerlo con el argumento contrario. La diferencia tal vez resida en que el difunto Steve Jobs siempre sostuvo que los accionistas deberían sentirse remunerados con el aumento de la cotización, sin pretender recompensas a cargo de la tesorería de la compañía, reduciendo así su capacidad de invertir en innovación. Tim Cook ha endulzado el dogma.
Se han esbozado tesis psicológicas al respecto. Una dice que un split envía al mercado el mensaje de que el timón de la empresa está en buenas manos: ningún consejo lo aprobaría si no viera una perspectiva de crecimiento. Desde luego, invertir en bolsa será más fácil para quienes no tienen un gran capital que arriesgar, pero no por ser aparentemente más baratas, los que tienen (o gestionan) grandes capitales, van a dejar de acumular acciones que prometen buen rendimiento. Por tanto, la explicación tiene que ser más compleja.
Desde 2010, 57 de las 500 cotizadas más grandes de Wall Street han hecho un split. En general, en los primeros meses no pasó nada apreciable, pero luego sus acciones se valorizaron muy por encima de la media. Vale. Pero hay otro movimiento común, que es la recompra de acciones propias para formar autocartera, con lo que de hecho se «seca» la oferta de títulos disponibles, con el resultado de sostener la cotización. Es una fórmula de rendimiento que, por ejemplo, practica sistemáticamente IBM [un guasón ha calculado que, a este paso, en 2031 no habrá más acciones de IBM que comprar, porque todas serán propiedad de IBM].
Un split puede tener la virtud de aliviar la presión que los fondos institucionales y los inversores ´buitre` pueden ejercer, y de hecho ejercen, para que los equipos directivos adopten sus estrategias de valor bursátil. Este parece ser el caso de Apple: algunos de esos ´activistas` inspiran las campañas de ciertos blogs empeñados en sostener que Apple ha dejado de innovar y, por tanto, sus ´fundamentales` están frenados.
Al decir de algunos analistas, Cook tendría en mente una segunda derivada: dentro de un tiempo, Apple – la empresa con mayor capitalización en bolsa, supuestamente la más deseable – solicitaría ser parte del índice Dow Jones Industrial Average, limitado a 30 compañías. Para esa intención, el alto precio de la acción sería un obstáculo, al limitar el volumen de negociación.
No sólo Apple ha procedido a un split últimamente. Google lo ha hecho a su manera, creando una nueva estructura accionarial que refuerza el poder de voto los dos fundadores, de manera que ningún grupo de accionistas podrá dictarles lo que han de hacer con la compañía.
Apple ha pasado por tres splits en su historia: 1987, 2000 y 2005. Quien comprara acciones de Apple el 28/2/2005, hoy tendría un capital quince veces superior. Yendo más atrás en el tiempo, una acción original valdría hoy 5.164 dólares, en lugar de los 645,57 del viernes pasado. No es un caso aislado: Amazon ha hecho tres splits, y su valor teórico sería ahora de 4.000 dólares por acción; Microsoft, que ha hecho nueve a lo largo de su vida, valdría unos 12.000 dólares.
Eso está muy bien, pensará Gemma, pero ¿por qué 7 x 1? La hipótesis es la siguiente: desde hace meses se consideraba que 700 dólares era un precio al alcance [de hecho, la acción subió un 23% desde que se anunció el split]. Si se ajustara según su punto más alto [705,07 dólares el día de lanzamiento del iPhone 5 en 2012] la división daría 100,72. En la práctica, en un fin de semana ha pasado de 645,57 a 93,14. Pero hay quien está al acecho del punto más bajo para sacar partido de una subida, pero a este precio le acción podría ser más volátil.
Dura vida la de los videojugadores: arrostrar un cierto estigma que les tacha de solitarios, antisociales y frikis en general. Esta imagen, como la de los pioneros del móvil, tiene los días contados: los videojuegos inundan los anuncios en prensa y televisión, surgen de diferentes formatos y para todo tipo de plataformas, alcanzan audiencias multitudinarias y, sobre todo, su disfrute en público no provoca los recelos de antaño. Irrumpe un ´lugar común` con crecientes intereses económicos y aceptación social en auge. Se espera que el mercado español del videojuego aumente su facturación un 130% acumulado hasta 2017, y para entenderlo bastará con leer el análisis del Consumer Lab de Ericsson. Leer más
Los que están en el ajo niegan categóricamente que sea una burbuja, pero tal vez estarían dispuestos a aceptar que es bastante gaseoso que una empresa como Uber – ya saben: junto con Airbnb es el emblema de la llamada sharing economy – pueda ser valorada (sobre el papel) en 17.000 millones de dólares. Uno tras otro, experimentados inversores corren a apuntarse a sucesivas rondas de financiación, y la ruleta sigue girando. Una historia alucinante, verán.
En 2011, Benchmark Capital invirtió 11 millones de dólares, que le dieron derecho al 18% de Uber, fundada un año antes por Travis Kalanick. Si hoy pudiera enajenar sus acciones de serie A – no puede, claro – valdrían 3.000 millones, 280 veces su aportación inicial. En 2013, Menlo Ventures lideró una ronda de 37,5 millones que elevó la valoración teórica a 300 millones. Poco después, otro empujoncito de 258 millones invertidos por Google Ventures la elevó a 3.500 millones. Hay pastel para todos: el pasado mayo otra ronda dirigida por Fidelity Investments recaudó 1.200 millones. Aritméticamente, 17.000 millones de dólares. Sobre el papel, insisto.
Entre los inversores que acudieron a esta última llamada se encuentra Kleiner Perkins Caufield & Byers [KPCB], que tiene entre sus partners a la ilustre analista Mary Meeker [antes en Morgan Stanley]. Si nombro a Meeker es porque se trata de una tenaz negacionista de la burbuja. En su reciente informe sobre el estado de Internet, sostiene que el valor de mercado de las compañías tecnológicas es actualmente el 19% de las que componen el índice S&P 500, por contraste con el 35% que representaban el 10 de marzo de 2000, pico de la burbuja que reventaría días después. Su conclusión es que están lejos de recrearse las condiciones de aquel fiasco. O que hay margen para seguir inflando una burbuja inexistente.
Veamos. ¿Qué hace Uber para merecer tanta atención? Representa un nuevo modelo de negocio centrado en una aplicación que permite a los usuarios compartir su vehículo propio con otros usuarios, en este caso pasajeros, para hacer un viaje en común. Una idea simpática, ecológica y práctica, por la que Uber recauda una comisión. Funciona en 128 ciudades de 37 países, y su fundador ya maneja experimentos del mismo corte: una red logística compartida para el transporte de mercancías, un servicio de courier en Nueva York. Imaginación no le falta, y dinero tampoco.
Kalanick no tiene por qué publicar las cuentas de Uber, que es una empresa privada, pero sin duda las habrá mostrado a los inversores que lo apadrinan. Escapa a la lógica suponer que los ingresos (y no digamos los beneficios, si los hubiera) justifiquen el valor teórico alcanzado. Para medir la escalada, considérese que Hertz, que explota una vasta flota mundial de vehículos de alquiler, tiene una capitalización bursátil de 12.400 millones de dólares, y su rival Avis supera por poco los 6.000 millones.
De todo ello se deduce que la clave no está tanto en las cualidades de Uber, que las tiene, cuanto en la ingente liquidez que manejan los fondos de capital riesgo: parece como si a los inversores les quemara el dinero en las manos. Durante el primer trimestre de este año, según cálculos de Dow Jones, en Estados Unidos se han invertido 10.700 millones de dólares en rondas de financiación de startups que, sin lugar a dudas, sueñan con un futuro como el de Uber, o con una salida a bolsa espectacular, o con ser protagonistas de un acontecimiento sensacional como la compra de What´sApp por Facebook.
Kalanick ya no sueña con eso. En su blog fabula con la misión que el destino ha puesto en sus manos: «cambiar la vida en las ciudades», «transformar el transporte de superficie en un servicio sin límites», «hacer que un coche en propiedad deje de ser un requisito de la vida cotidiana». ¿Que Uber se el centro de las iras de quienes se ganan la vida transportando personas y mercancías? Bah, siempre habrá un economista de Berkeley (o un editorialista de pesebre), para predicar que son intereses corporativos, resabios del pasado.
Gadgets de electrónica de consumo y automóviles híbridos o eléctricos tienen en común la apremiante necesidad de una nueva generación de baterías. Es uno de los retos tecnológicos del momento: las dos industrias piden baterías más baratas y más compactas, de igual potencia y superior duración, lo que no sólo significaría superar las tecnologías existentes, pero la solución aceptable se hace esperar. Esta es la premisa para entender por qué Panasonic, conocida como marca de electrónica de consumo en retroceso, y Tesla Motors, fabricante del coche de moda, discuten desde hace meses los términos de un matrimonio que se las promete felices pero encuentra dificultades para consumarse. Leer más
Vodafone ha sido el primer operador de telecomunicaciones en admitir que sus redes han sido «pinchadas» por servicios de inteligencia en al menos seis de los 29 países en los que presta sus servicios. Otros podrían decir lo mismo, pero no lo han hecho, y puede que lo hagan en las próximas semanas y meses.
A diferencia de las grandes empresas de Internet, que han reconocido su condición de víctimas o instrumentos involuntarios del espionaje de la NSA, y han reaccionado en defensa de su reputación, Vodafone no acusa a ningún organismo ni gobierno en concreto. Algún tuitero que yo me sé ha llegado a la rapidísima conclusión de que «todos son iguales», pero no es lo que yo he leído en el exhaustivo Disclosure Report de Vodafone. El documento identifica a Albania, Egipto, Hungría, Irlanda, Qatar y Turquía como países en los que «no hemos recibido ninguna demanda de intercepción legal, pero las autoridades tienen acceso directo a las comunicaciones de los usuarios». Acerca de otros países, se señalan ambigüedades de la legislación; por cierto, en la página 76 se explica que en España se requiere expresamente autorización judicial para acceder a las comunicaciones de los usuarios.
Con este gesto inusual, Vodafone ha marcado distancias con respecto a ciertos episodios en los que se ha visto envuelta (como en Egipto, durante la revuelta de Tahir), pero sobre todo ha tomado la iniciativa de propiciar un debate acerca de los límites entre privacidad y seguridad: por primera vez, un operador reconoce que forma parte de su responsabilidad social el reconocer la existencia de un problema que hasta ahora sólo parecía inquietar a organizaciones y activistas de los derechos civiles.
La ola levantada – hace justamente un año – por la publicación en The Guardian de las primeras revelaciones de Edward Snowden, ha reventado los parapetos, y todavía se sospecha que puede haber un goteo de nuevas sorpresas. Los vínculos diplomáticos entre Estados Unidos y Europa se han debilitado [en Alemania, una encuesta ha desvelado que sólo el 35% de los ciudadanos creen que el aliado transatlántico es de fiar], por no hablar de las relaciones con China y Rusia. En esta situación endiablada han quedado atrapadas las compañías de TIC.
Por un lado, aquellas que viven de la confianza que millones de usuarios en todo el mundo depositan en Internet, han reaccionado para advertir a Washington que su credibilidad está en el aire, y han desvelado el número de peticiones recibidas para dar información sobre usuarios de sus servicios. Por otro, una compañía tan notoria como Cisco ha escrito una carta al presidente Obama para pedirle contención y transparencia, tras la publicación de fotos [desmentidas por la NSA] en las que se veía la instalación clandestina de dispositivos espía en algunos de sus equipos de exportación. Al presentar sus resultados trimestrales, la compañía atribuyó a este factor la caída de sus ventas en los mercados emergentes, específicamente el chino.
China, en concreto, se ha convertido en la madre de todas las controversias. Durante años, en EEUU se han aireado sospechas de espionaje sobre Huawei, para vetar sus negociaciones con los operadores norteamericanos. El rebote de esas acusaciones puede ser dañino: las autoridades de Pekin han hecho saber que están «revisando» los ordenadores de IBM instalados en los grandes bancos del país, y estudiando la posibilidad de recomendar su reemplazo por suministradores alternativos. Que se sepa, no han tomado ninguna medida, pero la prensa oficial insinuaba que los sistemas de IBM podrían contener «puertas traseras». Días después, se publicaba la noticia de un presunto veto al uso de Windows 8 en los organismos y empresas públicas, sin dar motivos para medida tan extrema.
Bryan Wang, analista de Forrester, ha escrito en su blog que «compañías locales como Huawei, Lenovo e Inspur están sacando ventaja del caso Snowden, y ganando cuota como proveedores de servidores, equipos de almacenamiento y de networking«. Parece improbable que China pueda reemplazar por completo y a corto plazo la tecnología que adquiere en Occidente, pero para las empresas estadounidenses el golpe puede ser duro. A lo largo de años han invertido en ese país, convencidas de que el crecimiento prometido compensaría la decadencia de otros mercados. Y a la inversa: la semana pasada se ha sabido que Lenovo e IBM han pedido al CFIUS (comité que supervisa las inversiones extranjeras en EEUU) más tiempo para presentar documentación adicional sobre la operación pactada en enero, por la que la empresa china compraría activos de la división de servidores de la americana. Se puede suponer que ambas han querido evitarse un disgusto que hace pocas semanas descartaban [vean el viernes próximo mi entrevista con Gerry Smith].