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Kevin Turner, último vestigio de la era Ballmer en la cúspide de Microsoft, deja la compañía; el anuncio se ha hecho 48 horas antes del comienzo en Toronto de la Worldwide Partner Conference (WWPC) evento que cada año era su momento estelar. Notoriamente, Turner no ha sido precisamente popular dentro de Microsoft: como prueba, el aluvión de mensajes (anónimos, casi todos) de alborozo en los chats que dan testimonio del ambiente que se respira en el campus de Redmond.
Llegó a Microsoft en 2005, procedente de Walmart – posiblemente la empresa estadounidense con peor reputación en relaciones laborales – donde hizo carrera hasta dirigir el departamento de sistemas. Casi de inmediato, Importó de Walmart el sistema de scoring que aplicó concienzudamente para mantener a la tropa de Microsoft en permanente estado de revista.
En su nuevo empleo, fue investido como chief operating officer, ejecutor de la estrategia de ventas diseñada por Ballmer, que cinco años antes había sido promovido a CEO. Aunque este sobrellevaba una imagen pública mejorable, era reverenciado internamente; por su lado, Turner asumió con naturalidad el papel de malo de la película, y se encargó de imponer disciplina. A la postre, como máximo responsable del negocio, ha sido el artífice de los resultados durante estos años.
Su responsabilidad, que inicialmente abarcaba las ventas y el marketing, se extendió a la relación con los partners, las funciones de soporte y la política de licencias de productos. Durante 11 años fue de hecho el número dos de la compañía, pero cuando a mediados de 2014 Ballmer anunció su retirada, el consejo no lo consideró como una alternativa real. El elegido resultó ser Satya Nadella, que pese a las diferencias de carácter lo mantuvo en el puesto otro año y medio.
KT, como se le conocía internamente, era un ejecutivo de la vieja escuela, con dificultades para entender que el negocio de Microsoft debía transformarse para sobrevivir. Al alimón con Ballmer defendió a capa y espada, contra toda evidencia, que Windows Vista era el mejor sistema operativo en la historia de la compañía. Repetía su guión una y otra vez cuando le tocaba salir a escena: 1) machacar a los competidores, 2) motivar a los vendedores y 3) alinear a los partners; estaba genuinamente convencido de que con estos componentes aseguraría la pervivencia de un modelo de negocio siempre atado a los ciclos de actualización del software, el gran invento de la casa.
De modo que Linux y open source eran para él heterónimos de Belcebú, con el que no había que transigir. Por supuesto, no fue un creyente del cloud, la devoción de Nadella. La gran obsesión de KT fue Google: se recuerda que en la WWPC de 2014 creyó encender los ánimos de la audiencia con este grito de combate: «no vamos a permitir que esos tíos coman de nuestro plato».
Nadella, sólo tres años más joven, representa otra visión del mundo y de cómo funcionan las empresas. Es tan competitivo como el que más, pero ha sabido reconciliarse con los adversarios a los que Turner no podía menos que aborrecer. Cuidando de no romper la vajilla de la casa Gates, Nadella se ha distanciado de la línea Ballmer/Turner.
Siempre hay motivos para temer que Microsoft anuncie próximamente otro recorte de plantilla, pero esto no tendría que ver con el anuncio de esta semana. La caída de Turner, esperada, ha sido en solitario.
El puesto de COO desaparece con la salida de Kevin Turner, y sus responsabilidades serán repartidas entre cinco altos directivos, entre los que a priori no parece posible establecer un orden de prelación, si no fuera porque Jean-Philippe Courtois – antiguo responsable de Microsoft Europa – será vicepresidente a cargo de las ventas globales y con esos galones se incorpora al comité ejecutivo.
El accidente mortal de un recién estrenado Tesla S que circulaba con piloto automático ha sido portada durante varios días, y puede haber enfriado el entusiasmo de algunos frikis, pero el futuro del coche autónomo es un objetivo inamovible para la industria de automoción y la electrónica. No les desanima la desdichada coincidencia: BMW, en alianza con Intel y Mobileye han anunciado su plan para desarrollar «una plataforma» de coche totalmente autónomo, cuyo fruto sería un modelo, de momento bautizado iNext, en 2021. Otros acuerdos del mismo corte han proliferado en esta primera mitad del año, de modo que es razonable apostar que se materializarán en la primera mitad de la próxima década. Leer más
La noticia de Bloomberg según la cual Hewlett-Packard Enterprise estaría en una fase preliminar de venta – total o parcial, no queda claro – de su división de software, es una sorpresa muy relativa. En la conferencia de mayo con analistas, Meg Whitman insinuó que «mantenemos la disposición a optimizar el conjunto de activos que tenemos actualmente». La mejor prueba fue el anuncio de que cederá la atribulada división Enterprise Services a CSC. La transacción achicará el perímetro de HPE, pero reportará 8.500 millones de dólares a los accionistas.
Un mes después, durante una sesión del evento Discover, Robert Yougjohns, VP a cargo de la división de software, se mostró extremadamente cauto al ser presionado con preguntas sobre la perspectiva de su negociado que – dijo ante la extrañeza de los presentes – se encuentra todavía en una fase temprana de su desarrollo.
Desprenderse total o parcialmente de sus activos de software tendría una lógica para Whitman, siempre atenta a las reacciones de los inversores. La división que dirige Youngjohns no está precisamente en la infancia: es un agregado de adquisiciones a lo largo de los años: Mercury Interactive [por la que HP pagó 4.500 millones de dólares en 2006], Vertica [350 millones en 2011] y Autonomy [10.300 millones, también en 2011]. Esta última ha sido la más problemática: una de las primeras medidas que tomó Whitman fue amortizar de un tajo 8.500 millones e iniciar acciones judiciales contra el fundador de la compañía británica, Mike Lynch, acusándole de irregularidades para falsear su valor real [el pleito sigue en los tribunales].
Y Meg Whitman sigue con su discurso: HP centra su estrategia en aquellos mercados donde pueda ser el número uno o el número dos. No es, ni de lejos, el caso del software en ninguno de sus segmentos. La división de software es la más pequeña de HPE: sus ingresos equivalen al 6% del total de la compañía; lo peor es que en los dos trimestres del corriente año fiscal, han caído un 12% mientras los de HPE se mantenían planos. Su aportación es prescindible: apenas aporta 300 millones de beneficios antes de impuestos. Para insuflarle vida, sería necesario acometer una adquisición, pero en el mundo del software no quedan chollos, y Meg Whitman sabe que tendría problemas para justificar ante los accionistas una compra cara.
En cambio, las razones para vender pueden ser convincentes. Los fondos de inversión andan muy activos en la captación de empresas de software: en la primera mitad de 2016 se han firmado 928 adquisiciones en el sector sólo en Estados Unidos. A este ritmo, se superará el récord de 2015. El valor de esas transacciones ha sido, según Dealogic, de 97.300 millones [la cifra tiene truco: incluye la compra de LinkedIn por Microsoft, que no sé si encaja en la definición de software].
Lo que quiere decir que HPE podría encontrar fácilmente comprador entre esos fondos, y hasta podría cerrar un acuerdo de cooperación plurianual que le permitiera seguir vendiendo e integrando en su oferta el software que ahora le causa tantos disgustos.
Como suele suceder, la noticia de Bloomberg se atribuye a «fuentes conocedoras de la situación», pero los portavoces de HPE han declinado comentarla. No obstante, los analistas la consideran plausible, ¿por qué no creerles?
Alvin Toffler murió a finales de junio a los 87 años. Su obra más conocida, El shock del futuro, se publicó en 1970 y le valió la incómoda etiqueta de «futurista». Escribió muchos otros libros – entre ellos La tercera ola – a medias con su esposa, con la misma facilidad adquirida en sus años de periodista, pero desde hace tiempo ha desaparecido del radar de los ´algoritmos de recomendación` que condicionan nuestros patrones de lectura. Su espacio ha sido ocupado por una legión de oportunistas subidos al carro de aquella socorrida frase de Gibson «el futuro ya está aquí», tan malbaratada por titulares facilones cada vez que aparece una innovación invariablemente perecedera [les ahorro la lista].
No he visto (todavía) en la prensa española, tan inquieta por seducir a las nuevas generaciones de lectores con crónicas sobre apps prodigiosas, un obituario como el que Toffler hubiera merecido. Lo que últimamente se lleva entre nosotros es dar púlpito a unos cantamañanas californianos que giran bajo la razón social Singularity University porque Stanford sabe a poco. Tengo edad suficiente para opinar que el futuro ha dejado de ser un tema de pensamiento y de planificación, para reciclarse como materia del marketing más adocenado.
La etiqueta de «futurista» no ha sido justa con Toffler, porque no practicó la ciencia ficción a la manera de Clarke o Asimov ni adoptó el postureo que solemos llamar [admirativa o desdeñosamente, esto va por barrios] «un gurú». Desde luego, tuvo aciertos [la clonación, los ordenadores personales,…] y desaciertos en sus predicciones. Para mi gusto, dio en el clavo con un diagnóstico, «la sobrecarga de información» y las consecuencias que tendría sobre la psicología colectiva.
La tesis de aquella obra iniciática, que leí con un cuarto de siglo de retraso, estaba presente en sus primeras líneas de introducción: «este es un libro sobre lo que le pasa a la gente cuando se siente abrumada por el cambio. Trata de nuestros modos de adaptarnos al futuro, o de no adaptarnos. Se ha escrito mucho sobre el futuro, pero la mayoría de los libros sobre el mundo venidero suenan con un áspero tono metálico. Estas páginas, por contraste, se ocupan del lado humano del mañana, de los pasos que estamos dando para alcanzar ese mañana».
Léase esta premonición: «el jefe de empresa que quiere reorganizar un departamento, el profesor que quiere introducir un nuevo método de enseñanza, el alcalde que quiere conseguir una pacífica integración racial en su ciudad, todos ellos tropiezan, en un momento dado, con la ciega resistencia. Sin embargo, sabemos poco sobre sus orígenes […] ¿Por qué algunos anhelan febrilmente el cambio y hacen lo posible para que se produzca, mientras otros huyen de él?». Sin una teoría adecuada de la adaptación al cambio, anticipaba, sería improbable hallar la respuesta.
La prosa de Toffler halló la palabra precisa para definir el mundo de hoy: desorientación. Provocada, advirtió, por la llegada prematura del futuro: «[…] millones de seres humanos se encontrarán desorientados, se sentirán fatalmente incompetentes para relacionarse racionalmente con su entorno».
Más de 40 años después, en vez de someterse al ritual mediático que predica la disrupción como algo inefable, el colega Farhad Manjoo escribía la semana pasada en The New York Times que Toffler se quedó corto, a la vista de las crisis locales y globales «que son el resultado de nuestra incapacidad colectiva para hacer frente a la velocidad del cambio». Su muerte ha venido a coincidir con unas semanas en las que el mundo parece haber Trump, Brexit, ISIS, Dallas,… mientras preferimos ver sólo los progresos de la inteligencia artificial y los coches autónomos, sin mirar su cara oscura, que la tienen.
«A nuestro alrededor – constata el autor del homenaje – la tecnología ha alterado profundamente el mundo: por ejemplo, los medios sociales han subsumido al periodismo, la política y hasta a las organizaciones terroristas. La desigualdad, provocada en parte por una globalización de raíces tecnológicas, ha extendido el pánico en gran parte del mundo occidental. Los gobiernos nacionales, lentos para reaccionar, no saben cómo tratar con las corporaciones más poderosas que jamás se hayan visto, muchas de las cuales son, precisamente, compañías tecnológicas». En consecuencia, apostilla, las instituciones políticas han fracasado en la tarea de modelar el futuro, dejándolo en manos de esas corporaciones «guiadas por la implacable lógica de la hipereficiencia».
Sé que algún lector se extrañará – o discrepará – sobre el asunto de este newsletter, pero los asiduos saben cuánto me complace agitar la reflexión sobre nociones que tendemos a dar por adquiridas. Como colofón, citaré otra vez a Manjoo, un excelente columnista sobre tecnología. «El futurismo [de nuestros días] ha adoptado aires de profecía autocumplida; los que se llaman a sí mismos futurólogos, construyen sus predicciones como mercancía de consumo rápido. Para ellos y por ellos se han creado circuitos especializados, como las conferencias TED o el foro mundial de Davos». Amigos, ignoro si El shock del futuro está disponible en librerías, pero les recomiendo su lectura.
China lleva décadas desempeñando el papel de fábrica mundial para todo tipo de productos, desde textiles hasta los chips. La nueva estrategia de desarrollo industrial del gigante asiático trata de dar un salto cualitativo: automatizar al máximo sus fábricas con robots industriales y tecnología propia. De ahí el interés de Midea, gran productor chino de electrodomésticos, por adquirir Kuka, uno de los principales fabricantes de robots industriales de Alemania. La oferta, de 4.500 millones de euros, fue cuestionada por el gobierno de Berlín, temeroso de que el país pierda un activo estratégico, por lo que intentó fraguar una contraoferta, aunque la dirección de Kuka recomendó aceptar la de Midea. Leer más
Hacía mucho, demasiado tiempo, que las cuentas anuales de Sony no conocían la tinta negra. La buena nueva llegó con el final del año fiscal 2016, cerrado en marzo pasado. Con ingresos de 8,1 billones de yenes (7.210 millones de dólares) ligeramente inferiores a los del ejercicio 2015, obtuvo un beneficio neto de 1.314 millones de dólares que contrasta con los 1.050 millones de pérdidas precedentes. La corrección de las cifras se debió a la eliminación de líneas de negocio no rentables y a otra oleada en casi permanente reestructuraciones que ha costado 35.000 empleos. Kazuo Hirai, presidente de Sony, ha podido presentarse la semana pasada ante los accionistas con un pronóstico muy positivo para el actual año fiscal: en marzo de 2017 espera presentar una previsión de beneficios cuya cuantía no conocía desde 1997.
Después de muchos años orillando el desastre, Hirai, que dirige la empresa desde 2012, tiene un programa de crecimiento que mostrar a los inversores. La estrella del año en curso será la división G&NS (Games and Network Services) que espera generar el 21% del total de ingresos (el pasado ejercicio fue del 18%) con un margen operativo en ascenso. El protagonismo corresponderá a la consola PS4, la más vendida del mercado [40,7 millones de unidades frente a 21,1 millones de la xBox de Microsoft]. La realidad virtual debería ser el catalizador de las ventas de hardware optimizado para juegos y otro software en VR.
Es una buena señal, porque compensaría el eclipse de la marca en la televisón y la recaída de la división de móviles, que se enfrenta al repliegue general del mercado y a la ferocidad competitiva de las marcas chinas. Ahora mismo, Sony – como toda la industria japonesa – vuelve a enfrentarse al fantasma de la revalorización del yen, en parte inducida por el referendo británico, pero se espera que sea coyuntural.
Los buenos resultados, y su presunta continuidad, permiten a Hirai ser optimista y apostar por nuevos negocios cuyo común denominador es la inteligencia artificial. En los últimos meses, ha hecho algo más que hablar de estas tecnologías: ha comprado una startup estadounidense especializada, Cogitai, y ha dotado con casi 100 millones de dólares un fondo para financiar investigaciones y desarrollos externos en el campo de la robótica. Los laboratorios de Sony, rejuvenecidos, tienen otra misión que cumplir.
¿Robótica? No habíamos quedado en que Aibo, el simpático humanoide creado por Sony en 1999, acabó sus días en 2006 después de años de generar pérdidas? Pues sí, pero los tiempos han cambiado, y Hirai niega que el retorno de los robots sea un gesto nostálgico: sin aclarar si Aibo (o su primo Qrio) van a resucitar, apunta que sus iniciativas no estarán enfocadas a los hogares, que también, sino a las fábricas y almacenes logísticos. Los avances en deep learning – parte de la IA que se caracteriza por emular el funcionamiento de las neuronas en el cerebro – están dando mucho juego a Google y Amazon [pero no a Apple, adversario histórico de Sony].
Otras compañías japonesas hacen la misma apuesta: Fujitsu, Panasonic, Softbank e incluso Sharp, han desarrollado robots domésticos de compañía para personas mayores y discapacitadas. Pero todavía son caros y escasamente personalizables, por lo que se explora tímidamente el descargar aplicaciones. Esta podría ser una fórmula idónea para Sony, que ha reflotado exitosamente su servicio online, ahora llamado PlaStation Vue. Por otro lado, Toyota, que fuera pionera en la robótica industrial, ha lanzado un programa de I+D en inteligencia artificial, mientras el especialista Fanuc tiene su propio plan para conectar la base instalada de robots fabriles en todo el mundo.
La división de semiconductores de Sony, que debe su celebridad a la fabricación de sensores para cámaras y smartphones, atraviesa un mal momento, debido a la caída de ventas del iPhone, un cliente clave, y a los daños producidos por un terremoto que afectó su línea de producción. Aun así, Sony confía en dos factores que repercutirán positivamente este año: el uso más frecuente de dos cámaras por móvil, y el ascendente mercado de los coches conectados e ´inteligentes`. No hay constancia de que la compañía esté envuelta en el desarrollo de un coche autónomo, pero sí de que en sus laboratorios se trabaja en las tecnologías subyacentes, quizá mediante acuerdos con la industria nipona de automoción, que se ha quedado un poco atrás si se la compara con sus competidores occidentales.
La realidad virtual, fenómeno mundial de este año es otra baza a jugar. Ahora mismo, el caso VR de Sony – acoplado a la PS4 – es el más barato de alta gama, 400 dólares, y la base instalada de su consola es un mercado de crecimiento natural. También se valora la posibilidad de introducir esa tecnología en las producciones de Sony Pictures. Pero es un entusiasmo con límites: los directivos a cargo de este negocio advierten que la experiencia de usuario con la VR debe ser breve, lo que implica aplicar la tecnología a contenidos que eviten saturar a los consumidores.
Los inversores han aplaudido la decisión de Hirai de desprenderse de los negocios electrónicos no rentables. Pero el hardware – televisores, móviles y audio – representa más de la mitad de los ingresos del grupo, aunque aporta poco o nada al beneficio. Cabe así la posibilidad de que, en vista de que la gama Xperia tiene muy buenas críticas pero pierde bastante dinero, la división correspondiente sea desagregada – al modo que se hizo con los portátiles Vaio – para sanear el balance corporativo.
Durante años, los analistas han escrito que el obsesivo enfoque en el hardware era una razón por la que Sony perdía la batalla contra Apple, que entretanto había creado un ´ecosistema` [otra vez la palabra fetiche]. Hirai – que no es ingeniero sino que empezó su carrera en el negocio musical – discrepa de ese análisis. «Tenemos que estar en todos los segmentos del negocio de electrónica, y esto nos lleva a defender nuestra presencia en el hardware». Los dispositivos – razona – serán siempre necesarios, con independencia de cómo evolucione Internet: «uno puede desarrollar grandes servicios y contenidos excelentes, pero la diferencia la marcan los dispositivos que alimentan de información las redes». Moraleja: estaban equivocados los ´modernos` que han dado prematuramente por muerte a esta compañía septuagenaria.
No hay por qué suponer cambios en la regulación británica de las telecomunicaciones como consecuencia del Brexit. Históricamente, lejos de seguir las directrices de Bruselas, los reguladores de Reino Unido han inspirado a Bruselas, como lo prueba el rechazo de la comisaria Margrethe Vestager a la compra de O2 por el grupo Hutchinson Whampoa, pedido expresamente por la autoridad británica de la competencia que, si no me equivoco, hubiera podido tomar esa determinación sin recurrir a la Comisión, pero esta aceptó el encargo con la idea de no influir (sic) en la campaña. El sentido de tal coincidencia ha quedado meridianamente claro: el numerus clausus de cuatro operadores por país, como idóneo para proteger a los consumidores, ha quedado establecido como dogma europeo, aunque los operadores prefieran la consolidación.
Creo que los efectos del referendo son otros y de más calado. Para empezar, las acciones de los operadores británicos han caído en los últimos días, pero cada caso tiene su explicación propia. La incertidumbre tras el voto del 23 de junio, no es propicia, desde luego. BT, fortalecido tras la absorción de EE, no ha perdido cotización por ese motivo, sino por el miedo a la pérdida de valor de los activos financieros que respaldan su cuantioso fondo de pensiones. Indirectamente, afecta a Deutsche Telekom y Orange, antiguos propietarios de EE, que tras venderla se quedaron con un 12% y un 4% de BT, respectivamente. Para los alemanes es «una inversión estratégica»; para los franceses, «circunstancial».
También Vodafone podría ser víctima del desorden financiero que se prevé, porque necesita acelerar sus inversiones en infraestructura si quiere corregir la inferioridad en la que ha quedado su red frente a la de BT. De momento, ha dejado de hablarse de un supuesto intercambio de activos con Liberty Global, entre otras cosas porque estos no son buenos tiempos para fijar el valor de cualquier activo.
La situación es aún más complicada, por ser Vodafone una multinacional domiciliada en Reino Unido que tiene más intereses fuera que dentro. Su sede fiscal está en Newbury y sus oficinas centrales en Londres, pero la compañía reconoce estar contemplando la opción de trasladar su domicilio al continente si las negociaciones de salida de la UE no le garantizaran continuidad en la libertad de movimiento transfronterizo de sus empleados. No es poca cosa: Vodafone emplea actualmente a 44.000 personas en Europa continental y 13.000 en Reino Unido. «No tenemos en este momento – dice literalmente la declaración – visibilidad suficiente para asegurar que nuestro cuartel general seguirá en este país».
El impacto más difícil de digerir lo está experimentando Telefónica, a la que el resultado del referendo ha pillado en una rara combinación de circunstancias: por un lado, la frustración de la venta de su filial O2 y por otro, el cambio en su presidencia con la promoción de José María Álvarez Pallete. A esto habría que añadir el peso de una abultada deuda que César Alierta, antes de dimitir, confiaba enjugar en parte con la venta.
La primera reacción tras el veto de la comisaria Vestager fue considerar la posibilidad de sacar O2 a bolsa, o de venderla parcialmente a un equity fund, pero este no es el mejor momento para intentarlo. De manera que Álvarez Pallete ha tenido que hacer de tripas corazón y transmitir el mensaje de que «O2 ya no está en venta», afirmación que contradice las gestiones que estaría haciendo el avezado CEO de la filial, Ronan Dunne. El último rumor recogido por la prensa londinense relata que Dunne habría sugerido la posibilidad de ofrecer a los clientes de O2 la compra de acciones dentro de su esquema de fidelidad, como parte de una OPV que hoy sería inoportuna.
Si no consiguiera concretar a corto plazo una operación en torno a O2, Telefónica podría resignarse a otras desinversiones. Una de ellas: en lugar de sacar a bolsa su filial de infraestructuras Telxius – creada con ese objetivo – en el Distrito C habría ganado puntos la alternativa de venderla directamente a algún fondo especializado o a la española Cellnet. El listón de la venta no tendría por qué ser distinto al valor esperado en bolsa – unos 5.000 millones de euros – pero sería más rápido si de lo que se trata es de aliviar el pasivo del grupo.
Otra posibilidad, ciertamente dolorosa, sería la renuncia a competir en el mercado mexicano, en el que Telefónica se enfrenta al que tal vez sea su rival más intratable, el grupo de Carlos Slim. Los dolores de cabeza en ese mercado se agravaron cuando la empresa local Iusacell dio la espalda a una oferta de compra de Telefónica y aceptó otra de la estadounidense AT&T [un mal de amores que tendría un calco en Reino Unido cuando BT dejó a Telefónica al pie del altar cuando todos daban por descontada la boda con O2].
Un cronista de cotilleos empresariales que yo me sé, anda contando que AT&T estaría dispuesta a ceder los activos latinoamericanos de Direct TV a cambio de quedarse con la filial mexicana de Telefónica. En principio, este gambito no aliviaría el endeudamiento, pero sería coherente con la estrategia – iniciada por Álvarez Pallete en su gestión como consejero delegado – de convertir a Telefónica en una ´video company`. Sorpresas que da la vida: esta pirueta habría sido precipitada por el mal humor de la mitad del electorado británico. Quedan otras cartas en el mazo.
¿Por qué querría Google lanzar un smartphone marca Google (o algo así) y estropear las relaciones con los fabricantes que se adhieren a su sistema operativo Android? Veamos el contexto. Es notorio que el mercado de smartphones ´desacelera a gran velocidad´: IDC pronostica para este año no más de un 3% de crecimiento en unidades, y la situación sería aún peor en ingresos y beneficios, puesto que el crecimiento se concentra en categorías y mercados ultracompetitivos en precio. Hay marcas – chinas e indias – mejor preparadas para aguantar esta circunstancia, otras se consolidarán o desaparecerán. Podría decirse que el mercado corre hacia su ´comoditización` irreversible, lo que significa que seguirá teniendo una enorme dimensión, pero será difícil ganar dinero en él.
Cuatro de cada cinco móviles ´inteligentes´ que se venden en el mundo son Android, pero esto es en cierto modo un espejismo: ese 80% sólo genera el 20% de los beneficios totales de la industria, y esta proporción es exactamente inversa a la que disfruta Apple, que sólo compite en la gama alta. Google se niega a aceptar la fatalidad de esa situación, y cree que puede contrarrestarla dotando a los Android – líderes globales, pero no de la gama alta – de una mejor experiencia de usuario, lo que requeriría monopolizar el control, desde el diseño a la fabricación y la distribución, del hardware. Sería, de ser cierto, un cambio radical de modelo: es tarde para imitar a Apple en su política de plataforma integrada, y la desventura de la compra de Motorola Mobility ha dejado huella.
Así creo entender la noticia según la cual Google se aprestaría a lanzar próximamente uno o más smartphones que no sólo responderían a su idea ortodoxa sobre lo que debe hacer el software de un smartphone, sino que serían diseñados internamente y fabricados probablemente por Foxconn [una empresa que el mundo conoce gracias a Apple, pero que no esconde su promiscuidad].
El primero en sugerirlo fue Sundar Pichai, CEO de Google cuando dijo que la compañía «invertirá más esfuerzos» en el desarrollo de smartphones, y los presentes entendieron que se refería a la serie Nexus, cuya producción ha sido encomendada a diferentes fabricantes. Pero también prometió ser más opinionated [traducible como obstinado o como dogmático] en sus relaciones con los OEM de la escuadrilla Android. Se puede interpretar de distintas maneras, pero una muestra de que va en serio ha sido la creación de una división de hardware, que será dirigida por Rick Osterloh, que fue director general de Motorola Mobility en su etapa como filial de Google, y ha vuelto una vez completada la transición tras la venta a Lenovo.
Hasta ahora, el objetivo de los Nexus no ha sido competir con las marcas que siguen la estela de Android, ni acaparar cuota de mercado, sino hacer las veces de escaparate para que los usuarios y la industria supieran cómo entiende Google que debe evolucionar Android. Se daba por seguro que el objetivo primordial era apoyar las actualizaciones del sistema operativo, una secuencia que los fabricantes han sido renuentes a seguir al pie de la letra. Cada marca desea, legítimamente, diferenciarse del resto, y una forma de hacerlo – sin perder el impulso de pertenencia a la familia Android – es ´mejorar` la experiencia de usuario. ¿Para disgusto de Google? Sí, pero también a los fabricantes les queda el resquemor de que Google les dejó solos cuando recibieron el ultimatum de Microsoft para pagar royalties por un sistema operativo que se suponía gratuito.
Los Nexus, digo, no han dado respuesta suficiente a este intríngulis. En parte, porque sus fabricantes se han apartado muy poco del diseño de sus propios modelos: el Nexus 6p (cosecha del 2015) es prácticamente igual al P8 de Huawei, y lo mismo ocurrió antes con el Nexus 5, casi una copia del LG G2. Al final, todo se reducía a fijar la ortodoxia del sistema operativo, porque un Nexus no dejaba de ser ´otro Android`. En el hardware, pocas diferencias.
La cuestión que se plantea ahora es múltiple. ¿Podrá Google diferenciar su propio hardware del resto del hardware que se vende con el señuelo de Android? ¿Cómo acogerán los usuarios un smartphone ´pata negra` de Google? ¿Van a apoyar comercialmente la jugada los operadores, convencidos de que Google tiene siempre una agenda oculta? ¿Cómo reaccionarán las marcas que durante ocho años han hecho el caldo gordo a Google vendiendo millones de smartphones Android? El tiempo responderá estas preguntas, y otras que no se me ocurren. Habrá tela que cortar
Lento pero inexorable. Los dos adjetivos definen el avance del mercado de la fabricación aditiva, más conocida como impresión 3D. Este es el significado del paso dado por HP Inc., que acaba de presentar sus primeros sistemas Multi Jet Fusion, junto con una plataforma de software abierta a los desarrolladores y que se completa con importantes acuerdos con grandes nombres de la industria que oficiarán como partners. Lo que esta tecnología de HP Inc. – una ingeniosa secuela de la inyección de tinta – tiene de disruptivo, es la apertura de un mercado para fabricar a costes más bajos y predecibles series cortas de piezas funcionales, así como de acelerar la producción de prototipos. Leer más