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  16/11/2016

Qué se puede esperar de Donald Trump (1)

Pasado el estupor inicial, los poderes económicos de Estados Unidos han comenzado a adaptarse a lo que interpretan como intenciones del poder político de los próximos años. Estrictamente, no habría tanta materia que interpretar, porque el programa económico básico de Donald Trump es de una gran simpleza: promete estímulos fiscales cuyos instrumentos serían una bajada de impuestos y la subida paralela del gasto. La fábula tendría incluso un final feliz: «cerrar la brecha de riqueza sustituyendo la falsa economía creada por unos tipos de interés artificialmente bajos», ha dicho Anthony Scaramucci, un broker descrito como asesor económico de Trump. Los mercados (sic) se lo están pensando.

Y viceversa: a tenor de las declaraciones de sus consejeros y de los nombres que circulan sobre su futuro gabinete, Trump estaría girando desde el populismo de campaña a la búsqueda de complicidad del establishment, que es su gente. En las adyacencias del equipo de transición pululan los grupos de interés, conscientes de que la agenda de un nuevo presidente raramente coincide con lo que ha prometido en campaña, así que cuanto antes presionen, mejor para ellos.

Consecuentemente, los índices S&P y Dow Jones han subido, pero las del Nasdaq ha bajado porque – se supone – las empresas tecnológicas han quedado descolocadas tras haber apostado por Hillary Clinton, más sensible a sus argumentos. De todos modos, la experiencia sugiere que la reacción inmediata de los inversores ante los acontecimientos políticos no es un buen predictor del impacto futuro de estos.

Las recetas económicas enunciadas por Trump y su equipo no son originales. Un think tank independiente, Tax Policy Center, ha cifrado el saldo fiscal neto en una reducción de ingresos públicos de 6 billones de dólares si se aplicara durante dos mandatos presidenciales [por lo visto, ya hay quien imagina la reelección]. El monto sería la consecuencia de que los ingresos tributarios no serían suficientes para atender las inversiones en infraestructuras y a la vez reforzar la capacidad militar del país, algo que sin duda Trump no podrá descuidar, tal como está el mundo. La conclusión, según la misma fuente, debería ser un sustancial aumento de la deuda pública, calculado en 7 billones de dólares.

Nadie cree seriamente en la hipótesis de equilibrio fiscal. Ideólogos hoy olvidados aconsejaron a Ronald Reagan y a George Bush (hijo) – ambos tan ignorantes en economía como Donald Trump – que bajar los impuestos iba a propulsar la actividad sin incurrir en déficit. Pues ocurrió lo contrario: para cubrir el agujero fiscal, Estados Unidos pasó de tener saldo acreedor con el resto del mundo a una rápida multiplicación de la deuda [y, por cierto, el principal tomador de su deuda ha sido China].

Por supuesto, rebajar los impuestos suena bien… hasta que se echan cuentas sobre su impacto real. Los números del Tax Policy Center prevén que el 20% de la población que ocupa la franja media de ingresos podría beneficiarse de una rebaja de 1.010 dólares (1,8%) en su factura fiscal, mientras la capa más alta de contribuyentes, el 0,1% de la población, vería una reducción de 1,2 millones (14%). ¡El populismo era esto! Wall Street, tan denostado por Trump como cortejado por Clinton, ha recibido bien los indicios – anteriores al resultado electoral – de que la Fed decidirá en diciembre una suave subida de tipos de interés, la primera en mucho tiempo. Podría iniciarse un ciclo que combine inflación y desregulación, con la consecuencia inmediata de un alza del dólar. Otro sesgo de la trumpconomics que invita a cruzar los dedos. También en Europa, pero esa es otra historia.

Un caballo de batalla de Wall Street ha sido la derogación – o al menos atenuación – de la ley Dodd-Frank, aprobada en 2010 para evitar la repetición de los excesos del sector financiero. No parece que la nueva administración vaya a darles esa prenda a corto plazo. Mucho más fácil le será descabezar los organismos de regulación, como el Consumer Financial Protection Bureau (CFPB), que acaba de apuntarse un tanto al descubrir las tropelías del banco Wells Fargo.

La cuestión del gasto en infraestructuras – que también Clinton prometía – es delicada: sería irónico que los republicanos, que rechazaron los planes de inversión de Obama, aprueben sin más los de Donald Trump. Este capítulo requiere siempre negociar cada movimiento y cada partida en detalle, mirando a los intereses locales y sectoriales, así como las contrapartidas. El hecho de que los republicanos controlen al unisono el Capitolio puede no ser una ventaja, sino una complicación adicional. Por otro lado, con una tasa de paro del 4%, no está claro si esas inversiones tendrían el efecto «keynesianos» que alguien les atribuye.

Otro elemento de inquietud generalizada es el proteccionismo, defendido como forma de rescatar a los ciudadanos dejados de lado por la globalización. Recuperar los empleos perdidos es utópico, y nadie lo ha descrito mejor que John Kay: «[con la globalización], los consumidores se han beneficiado del bajo precio de las mercancías chinas y el sector financiero ha disfrutado una explosión sin precedentes del flujo de capitales. Pero, al mismo tiempo, mientras los empleos industriales de baja cualificación desaparecían, los bonus de los banqueros eran intocables».

En el discurso machacón de Donald Trump, México y China han sido sus bestias negras, culpadas por la desindustrialización de Estados Unidos y la degradación de viejas ciudades. Ha sugerido varias veces que su gobierno aplicará gravámenes a la importación de los productos extranjeros hasta igualar los costes que tendría fabricarlos en Estados Unidos. Impracticable. Pero sabroso anecdóticamente: ha dicho Trump que cuando Xi Jinping visite la Casa Blanca (en septiembre de 2017), no le ofrecerá un banquete sino una hamburguesa.

La mayor parte del comercio entre Estados Unidos y China está regido por acuerdos suscritos por el republicano George W. Bush y ratificados por los legisladores de su mismo partido. Hay tratados multilaterales en vigor, y para algo existe una Organización Mundial del Comercio, árbitro de los intercambios internacionales. A Estados Unidos le costó años convencer a China de que aceptara las reglas de la OMC, que a cambio suponen darle el estatus de economía de mercado. ¿Hasta dónde sería capaz de llegar la próxima administración?

En realidad, el repliegue del multilateralismo comercial no ha esperado a Donald Trump: desde 2012, el comercio internacional ha crecido menos que la producción mundial, un indicador de que la recesión está lejos de cerrarse. En estos años, otros países del G20 han adoptado medidas discriminatorias que contradicen los tratados firmados por ellos, pero la sangre nunca llegó al río. El caso actual es más grave por su dimensión: en los primeros nueve meses de 2016. Estados Unidos importó de China bienes por valor de 337.000 millones de dólares y exportó por 79.000 millones; el desequilibrio ha sido, pues, de 258.000 millones. Es una materia explosiva: quien esgrime una amenaza, se expone a represalias.

El acuerdo económico y comercial entre Canadá y la UE (CETA), firmado in extremis hace pocas semanas – no sin opositores en Europa – puede que en el futuro sea recordado como el último de una era de cooperación en la materia. El TTP, entre Estados Unidos y Europa, no verá la luz, el tratado transpacífico (TTIP) sólo ha sido ratificado por Japón, pero el congreso estadounidense le negará la luz verde, dando así a China la oportunidad de promover su propia alternativa. En cuanto al NAFTA (Estados Unidos, México y Canadá), puede que se inicie una revisión a la baja.

¿De qué se trata, en realidad? Desde los años 80 [con Reagan] el ritmo de integración económico de las empresas y los estados ha alcanzado un ritmo frenético, con especial hincapié en los servicios financieros y en la fabricación de bienes tecnológicos. El proceso se estaba desinflando con naturalidad, porque la brecha salarial se ha acortado: la deslocalización es un fenómeno en retroceso. La globalización se manifiesta en otro terreno del que Trump parece ignorarlo todo: el flujo de datos, la digitalización de las empresas.

Estos son algunos hitos de la terra incognita en la que ha entrado el mundo con la concatenación del referendo británico y el inesperado triunfo de Donald Trump. La segunda parte de esta crónica tratará, la semana próxima, del impacto de este sobre los grandes asuntos tecnológicos, y especialmente sobre las relaciones entre Washington y el Silicon Valley. [Continuará]


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