La caída estrepitosa de la firma FTX ha hecho saltar por los aires el sueño de muchos ilusos de hacerse ricos con las criptomonedas. Estos artificios tan modernos han perdido gran parte de su credibilidad, pero no han desaparecido ni van a desaparecer mientras se pueda apostar por ellos en horas bajas. Lo que ya no es posible es dejarlas al cuidado de Sam Bankman-Fried (SBF, como gusta que le llamen). Como suele ocurrir, la bancarrota sólo ha sido una sorpresa para incautos. Tras el desastre, la prensa – sobre todo la tecnológica – ha preferido escribir sobre las extravagancias del tipo e ignorar la complicidad de a banca o la desidia de los reguladores, que han hecho la vista gorda ante lo que era previsible.
Aún pululan los creyentes en el carácter innovador de las criptomonedas y predican que, cuando pase la tormenta, volverán a ser útiles como un instrumento financiero apetecible.
Últimamente se ha escrito sobre los pantalones de SBF, su vida de poliamor en Bahamas, su papá catedrático de Stanford y otros detalles que nada explican de lo ocurrido. Una pregunta explicaría muchas cosas pero pocos la han formulado: cómo consiguió este personaje montar un chiringuito a la vista de todos, cómo pudo rodearse de estadistas como Bill Clinton y Tony Blair y fichar como propagandistas a codiciosas celebridades del cine y el deporte. Tarde se han quitado la venda las autoridades que deberían haber vigilado lo que acabó como el rosario de la aurora.
FTX incumplía el catecismo al que se supone deberían ajustarse las criptomonedas: operaba a la inversa del modelo descentralizado que se inspira en la tecnología blockchain. Parte del negocio resultante lo desviaba a otra sociedad que era propiedad del tal SBF e invertía en activos difusos.
A toro pasado, cuesta entender cómo logró FTX gozar de la opacidad de sus balances y cómo una cuadrilla de amigos asumió todos los roles de un marketplace financiero, sin que nadie disparara la alarma hasta que ¡de libro! se quedaron sin liquidez para cumplir con los clientes. Lo que tampoco significa que las operaciones hubieran sido viables en caso de llevarse con buena fe, porque el problema viene de la raíz.
Desde el área de supervisión de la Reserva Federal, su vicepresidente Michael Barr apuesta [ahora] por una regulación semejante a la que rige para el resto de los operadores de servicios financieros. De la misma opinión es el presidente de la SEC (Comisión de Valores), Gary Gensler, quien declara [ahora] no ver grandes diferencias con los fondos de inversión que están sujetos a su órgano regulador. Dista de haber unanimidad cuando se entra en zonas grises, reveladoras de la influencia de quienes han dado cobertura a FTX. Fuerzas poderosas que avalan aun hoy los criptoactivos como productos legítimos de inversión que deberían ser tratados como tales.
Cualquiera puede llegar a la conclusión de que estas operaciones no deberían estar exentas de regulación por el hecho de llevar una pátina tecnológica inasequible al profano. También existe un riesgo de que legislar [ahora] en caliente, al centrarse en el fraude, disimule los mecanismos que han facilitado su difusión.
Hay motivos que explican la inacción de los reguladores. En primer lugar, la raíz histórica del movimiento de las criptomonedas goza – o gozaba – de simpatía generalizada: inmediatamente después del estallido de la crisis de 2008, hizo furor aquel ´libro blanco` atribuido a un ignoto Satoshi Nakamoto – que sería la matriz intelectual del Bitcoin con un sustento demagógico, la eliminación de los intermediarios (léase la supuesta voracidad fiscal).
Este habría sido el origen último del escándalo FTX, pero paradójicamente este ha desembocado en un efecto similar al del colapso de Lehman Brothers. Lawrence Summers, ex secretario del Tesoro de Estados Unidos, lo compara con la quiebra de Enron, que pocos vieron venir. La justicia tendrá que decidir [ahora] si) si se ha tratado de un ´modelo de negocio` insostenible o si fue deliberadamente fraudulento. Los coleguitas de SBF se han declarado culpables, pero él sigue negando la mayor.
Lo que apuntala la comparación con el shock de Lehman Brothers es el inevitable contagio. Sobre el papel, los célebres tokens son asimilables a fichas de casino que no se pueden jugar en otro distinto al que las emite, por lo que el hundimiento de FTX ha supuesto la abrupta e irreparable ruptura de una burbuja.
Las criptomonedas han servido como plataforma de lanzamiento a otros inventos innovadores de dudosa materialidad pero a las que sería impopular sustraerse.
En el fondo, como casi siempre, hay un problema básico de definición: qué son las cibermonedas y dónde reside su valor. Permítase plantearlo retóricamente: ¿son realmente monedas con capacidad para circular e intercambiarse?, ¿son mercancías negociables en un mercado transparente?, ¿son asimilables a contratos de futuro?, ¿tienen más de apuesta que de inversión?, ¿serán aceptables como medios de pago? ¿Acabarán, como ya ocurre con algunas, reducidas a basura digital?
No es esta una discusión abstracta. En un documento de análisis de la SEC se sugiere [ahora] que toda plataforma que custodie activos cripto de terceros – como hacía FTX – debería estar sujeta a normas contables que reflejen su valor real y se sepa cómo ha sido calculado. Es un avance, pero no parece que este enunciado pueda cumplirse de momento.
La horquilla de opiniones va desde quienes recomiendan dejar que las cibermonedas se hundan naturalmente para así evitar su reaparición bajo otra fórmula y quienes proponen reconocer la diferencia entre criptomonedas y stablecoins, estas supuestamente sanas en la medida que su valor se mueve vinculado al de una moneda o una cesta de moneda fiduciarias.
Empresas formalmente comparables a FTX, como Binance, estuvieron entre las primeras en reaccionar [su CEO, Changpeng Zhao, llegó a considerar salir en auxilio de su competidor] tratando de evitar una estampida que, según él, retrasaría en dos años el desarrollo de la “industria cripto”. Los precios de Bitcoin, Ethereum y otras monedas chungas se derrumbaron a mínimos, no sin dar tiempo a los promotores a salvar su dinero personal.
Otro de los motivos por los que hasta ahora nadie parecía interesado en regular las criptomonedas es que buena parte de quienes recurren a ellas lo hacen para eludir controles gubernamentales, ya sea por su ideología ultraliberal o por pérdida de fe en el papel de los bancos centrales. O sencillamente para mover dinero irregular. De hecho, la propia FTX tenía su sede en la paradisiaca Bahamas y únicamente el 2% de sus clientes estaban domiciliados en Estados Unidos. No parece que un endurecimiento de Washington vaya a desincentivas a los feligreses de las criptomonedas, que volverán a mostrar su perfil tecnológico.
Probablemente la proliferación de criptomonedas y los negocios turbios que originan son consecuencias de la falta de iniciativa de los poderes públicos. Es rigurosamente cierto que se han tomado con excesiva calma su flirteo con las CBDC (Central Bank Digital Currency). Con la imprescindible salvedad de que una moneda fiduciaria con formato digital no es de la misma familia que una criptomoneda. Por el contrario, aquellas han sido concebidas, y no implementadas, para dar legitimidad a la posesión privada de activos digitales y por este medio desbaratar el negocio de los aventureros y proteger a los usuarios.
He ahí un tema inquietante: la inaudita demora de los bancos centrales en dar ese paso ha permitido que prosperara una dicotomía entre finanzas centralizadas (CeFi) y finanzas descentralizadas (DeFi). En este barullo se ha propuesto una suerte de híbrido bajo nomenclatura rebuscada: finanzas descentralizadas reguladas o RegDeFi. Los puristas sostienen que regresar al modelo criptográfico de blockchain será la única manera de que se reproduzcan nuevos actores, mejor vestidos pero no menos sospechosos.
En el modelo no regulado de FTX y otros afines, la auditoría se hace internamente, en su propia caja negra y sin transparencia alguna. Tras el hundimiento de la firma de SBF, compañías que siguen el modelo CeFin dicen haber incorporado auditorías independientes sobre la calidad de los activos para tranquilizar a sus clientes.
La tercera opción – RegDeFi – mezcla de las dos anteriores, trata de quedarse con lo mejor de cada una, de manera que haya verificaciones de clientes preservando la privacidad – la ley restringe cuándo se puede o no revelar su identidad – permitiendo rastrear las transacciones. No deja de tener gracia que estos libertarios “antisistema” sean quienes, para salvar su negocio apliquen (ahora) reglas y regulaciones que aborrecen.
De ahí la pregunta: ¿quién le pone el cascabel al gato? y su contraparte ¿algún gato lo aceptaría de buen grado? Esta puede ser una de las claves: para los fundamentalistas, la regulación equivaldría a una domesticación, pero no hay duda de que será bien recibida por aquellos financieros que, sin estar libres de pecado, tienen que defender una reputación. Ya empiezan a notarse síntomas: ciertos bancos y fondos saltan sobre la ocasión de adquirir ciberactivos devaluados y los acogen bajo segundas marcas creadas expresamente para operar en un segmento que, aunque no regulado, será más exigente.
Es el caso de Goldman Sachs, que al ver cómo se desplomaban las ´criptos`, ha tirado de chequera para quedarse con una docena de empresas de activos digitales que prestan servicios de compliance y gestión de blockchain. David Solomon, CEO de este banco, planea seguir invirtiendo en compañías criptográficas, a despecho de la suspicacia sobrevenida. Tiene una justificación para sus accionistas: quedarse con la infraestructura tecnológica que subyace en esas innovaciones.
El así llamado “criptoinvierno” ha confirmado que la construcción de un sistema financiero viable necesita décadas. En los quince años transcurridos desde el libro blanco que diera origen al blockchain, el sistema financiero que prescribía, más transparente e igualitario, no está ni se le espera.
Por el contrario, la excusa del blockchain ha facilitado aventuras con pretensiones de autoregulación. Esto no quiere decir que la criptografía haya muerto, pero requerirá tiempo para superar este batacazo. Permitir que los activos digitales operen fuera de la regulación del resto del sistema financiero podría suponer la voladura descontrolada de un entramado frágil, que ha perdido la confianza del público. Este puede ser el momento para que la regulación financiera se aproveche de la innovación tecnológica sin sacrificar su naturaleza.