Una regla no escrita del papanatismo contemporáneo diría que cuando algo ha alcanzado el estatus 2.0 es hora de buscar motivos para subirlo a 3.0. A la evolución lógica de la World Wide Web, formulada en 1991 y luego recreada como Web 2.0 al entrar en la era de las aplicaciones, le acaban de colgar una etiqueta que pone Web 3 [se prescinde del cero para no confundirla con el extraviado proyecto de web semántica 3.0]. Lo que más importa es la prisa por vender la piel del oso antes de cargar la escopeta, porque nadie ha ido más allá de un relato mesiánico que predica un pretendido retorno a los orígenes. Merece la pena detenerse en un debate que tiene toda la pinta de ser duradero.
Abundan los comentaristas ambivalentes sobre la propuesta. Por un lado, ironizan sobre “la conjunción de ideólogos antisistema, inversores de capital riesgo, tecnoutópicos y criptofans”, trufadas de un escepticismo que sería más propio de la gente de orden.
Formalmente, el argumento coincide con las quejas del británico Tim Berners-Lee, inventor de la WWW, muy descontento con el curso que ha tomado lo que él entendía como un recurso para la desintermediación y ha acabado en lo contrario, la captura de la red por un puñado de compañías oligopolistas que explotan los datos de millones de usuarios.
Apoyándose en las palabras de Berners-Lee, ha cogido vuelo mediático el eslogan – porque de esto se trata, de momento – según el cual la futura Web 3 tendrá la virtud de recuperar la descentralización perdida.
El episodio trae a la memoria aquella serie Silicon Valley, de 2014 (todavía se emite en HBO Max), cuya trama presentaba a una pandilla de jóvenes idealistas fundadores de una startup ficticia, Pied Piper [así se conoce en inglés la fábula del flautista de Hamelin] en lucha desigual con la no tan ficticia Hooli, que bien podría ser un trasunto de Google.
Parte del ruido mediático que ha despertado la idea de una Web 3 se debe al hartazgo con el modelo actual de Internet. La descentralización a la que se alude consistiría en quitar de en medio o al menos restar relevancia a gigantes como Google o Facebook, que han crecido al calor de la Web 2.0. Lo que no deja de estar emparentado con la crítica política a las Big Tech.
Por ahora, la Web 3 es el imaginario de unas élites tecnológicas cuya ideología se funda en cuatro artefactos: blockchain, criptomonedas, los NFT y el nonato metaverso del que tanto se escribe.
Plantean avanzar hacia una Internet basada en la comunicación entre pares y sustentada por la tecnología blockchain, cuyo mérito reside en validar operaciones dentro de una red sin necesidad de existencia de una entidad central. A muchos, pensar esto hoy en día puede sonar a utopía, sobre todo por la dificultad de concebir a esos gigantes tecnológicos, con su enorme liquidez, quedar marginados por la próxima ola llámese como se llame.
La diatriba precedente no significa que la Web 3 sea una patraña ni que le falten valedores respetables. No es una alucinación de jóvenes ilusos ni son ingenuos los inversores que se interesan en el fenómeno: un estudio de Goldman Sachs ha estimado que el metaverso será dentro de pocos años una oportunidad valorada en 12,5 billones (en español) de dólares. Esto en el caso más alcista, porque en la hipótesis más modesta la oportunidad seria de 2,6 billones de dólares.
El informe acompaña tan hiperbólicas cifras de una serie de reflexiones. Los hábitos de los consumidores se orientarán hacia los videojuegos y eventos sociales o lúdicos dentro del metaverso. En lo que se refiere a las tecnologías en juego, menciona la realidad virtual y aumentada como puertas a los servicios y contenidos. El papel de blockchain sería de rigor para que la experiencia sea interoperable. Supuestamente, el rédito económico se repartiría entre un gran número de usuarios, al contrario de lo que ocurre actualmente.
En la primera versión de la WWW, nacida en el CERN de Ginebra donde trabajaba Berners-Lee, unas pocas personas tenían los conocimientos necesarios para publicar información y contenidos online; las páginas eran estáticas y la programación se hacía artesanalmente. Con la llegada de la versión 2.0, unos recién llegados llamados Google, Facebook y Twitter consiguieron que cualquiera pudiera subir contenidos a la web de manera sencilla y gratuitamente. A cambio de la gratuidad, una maquinaria bien engrasada recopila los datos personales de los usuarios y con esta base vende campañas publicitarias segmentadas con creciente precisión.
A diferencia de esas experiencias y sus imitadores, la propuesta de Web 3.0 plantea ofrecer recompensas a los usuarios a cambio de que suban contenidos y cedan sus datos. El ejemplo notorio es la publicidad: los usuarios hacen sus búsquedas en Google y navegan, publican fotos o mensajes en Facebook e Instagram, aceptando que estas compañías les sirvan anuncios filtrados para que correspondan a sus intereses que han revelado al moverse por Internet.
¿Podría hacerse de otro modo? Sí, se puede El navegador Brave, lanzado en 2016 por Brendan Eich, uno de los fundadores de Mozilla y creador del lenguaje JavaScript, revierte ese modelo. A los usuarios de Brave se les presentan anuncios y se les ofrecen pequeñas recompensas en forma de la criptomoneda inventada por Eich [elocuentemente llamada Basic Attention Token, BAT]. Los propios usuarios pueden elegir entre distribuir el token entre las páginas web que estén asociadas al navegador. Este es capaz de segmentar los anuncios gracias a la actividad de navegación de los usuarios, que se almacena localmente. El síntoma problemático es que cinco años después de nacer BAT, muy poca gente lo usa.
De todos modos, esta descentralización no es tan perfecta como quieren presentarla los más idealistas. Algunas de las entidades que promueven la Web 3 son desarrolladores de software y fondos de capital riesgo que ya tienen una posición preponderante en la Web 2.0.
El ya ex CEO de Twitter, Jack Dorsey, avivó la polémica cuando denunció que la Web 3 está realmente en manos de la industria del capital riesgo. Por alguna razón, dirigió sus dardos contra Andreessen Horowitz, que ha sido un respaldo de Facebook y ahora impulsa el nuevo invento, al punto de que varios directivos han hecho lobby en Washington para convencer a la clase política de que es mejor apoyar una propuesta razonable que empeñarse en una larga batalla contra los monopolios actuales.
Una señal es que la inversión en empresas especializadas en blockchain superó el año pasado los 15.000 millones de dólares [fuente: CB Insights], un 380% más que en 2020. El origen del dinero no es un misterio: lo han acumulado los inversores triunfadores en la forma actual de Internet, algunos súbitamente enriquecidos especulando con criptomonedas.
La visión de una Internet descentralizada presenta otros problemas: quienes gestionan las redes blockchain son comunidades, a falta de una red central. Pero la experiencia muestra que no es sencillo poner de acuerdo a una comunidad para decidir algo e implementarlo en una plataforma: por consiguiente, se discute si las decisiones han de estar en manos de una élite comunitaria o tomarse por consenso. Una discusión conocida en otros ámbitos.
Por el momento, la Web 3 no ha traspasado las declaraciones de intención. Más allá de la retórica de distinguidos columnistas y profesores, no ha llegado su hora. Hay muchas personas comprando criptomonedas y comerciando con NFT, pero esto no significa que esas mismas personas hayan adoptado de verdad las redes blockchain como sustitutas de las plataformas digitales que tienen el poder. Colofón: la Web 3 no llegará de la noche a la mañana, por mucho desparpajo que exhiban sus mesiánicos promotores.