«If he lose, I´m fucked», alardeó Elon Musk en una entrevista con Fox News. Al final, los jodidos fueron otros pero el hombre presuntamente más rico del mundo ha conseguido ser el único ajeno al clan Trump que aparece en la foto de la familia en Mar-a-Lago [extrañamente, con uno de sus hijos en brazos]. Ha aportado mucho dinero – unos 120 millones de dólares – a la campaña y ha puesto al servicio de Donald Trump su maquinaria de desinformación, antes Twitter. No lo ha hecho para irse de vacío, está claro: las sospechas más extendidas sobre su protagonismo suponen que Musk espera que sus múltiples empresas gocen con Trump de trato preferencial de las autoridades estadounidenses y, tal vez, de otros gobiernos afines.
Donald Trump y Elon Musk
Un ingenuo podría pensar en errores de casting. Si eliges como secretario de Salud a un antivacunas, como secretario de Energía a quien niega el cambio climático y como secretario de Defensa a un presentador de televisión, ¿qué hay de malo en cultivar la amistad de un genio visionario que viene con dinero y sólo te pide encargarse del despiece de la burocracia gubernamental?
Del otro lado, ¿por qué el nuevo propagandista, quien dice haber votado antes por Clinton, Obama y Biden, ha decidido pasarse brincando al extremo derecho del espectro político estadounidense? Dos preguntas que, además de justificar el titular de esta crónica, dan pie a explorar qué pueden esperar las empresas tecnológicas del hecho de que uno de los suyos pueda entrar y salir a su antojo del Despacho Oval.
La nominación de Elon Musk como gran recortador del gasto público, eludiendo las flagrante incompatibilidad con sus negocios con la NASA y el Pentágono, es una promesa aireada por Trump que acabará tropezando con la realidad política. Ciertamente, su fortuna le da cierta capacidad para elevar o hundir la carrera de legisladores y gobernadores republicanos durante los próximos años; pero al mismo tiempo, podría tener un coste social para la clientela electoral de esos políticos con intereses propios.
China
Esta será la primera piedra en el zapato presidencial y puede llegar a serlo en las relaciones personales entre Trump y Musk. Entre 2016 y 2020, el entonces presidente alteró radicalmente la política de Estados Unidos hacia China, dejando un legado del que su sucesor no supo o no quiso distanciarse. Así están las cosas y se puede suponer que el Trump de 2025 irá más allá: ha escogido a dos notorios halcones obsesionados con China como secretario de Estado (Marco Rubio) y consejero de seguridad nacional (Mike Waltz), respectivamente.
En la arena internacional, los últimos cuatro años han sido empleados por Estados Unidos y China para tejer alianzas económicas, militares y diplomáticas a las que las compañías tecnológicas se han acomodado con mayor o menor vocación, siempre y cuando favoreciera la marcha de sus negocios y la consiguiente cotización. Pero el mapa ha cambiado y sigue cambiando.
De palabra, todo parece presto para una guerra comercial contra China que no puede dejar indiferente a la industria tecnológica. Su ariete será Robert Lighthizer, quien repite como ejecutor de una amenaza de aranceles que, en el caso de las mercancías chinas, llegarían al 60%, según una fanfarronada del candidato. A nadie, ni por asomo, se le pasa por la cabeza que Xi Jinping vaya a cambiar sus designios.
El objetivo declarado del futuro presidente se presenta así: recuperar para Estados Unidos el desequilibrio de la balanza comercial que en casi la mitad es generado por importaciones desde el gigante asiático. Las consecuencias para las empresas dependerán del espacio de mercado que ocupen. Para los consumidores, significaría un aumento de precios del 40% al 60% en sus portátiles y consolas, ha calculado la CTA (Consumer Technology Association). Un iPhone que salga al mercado en 2025 ó 2026 podría costarles un 26% más, según la misma fuente. Toda industria que se abastezca en China tendrá problemas a ambos lados del conflicto, porque a cada paso de Trump corresponderá una represalia proporcional de Xi.
Coches eléctricos
En campaña, uno de los blancos favoritos de Donald Trump han sido los coches eléctricos y sus componentes importados de China, un mensaje que ha captado el voto de los trabajadores de la industria de automoción, pero ahora tiene un problema en casa: no es creíble que Musk vaya a dar la cara por esa política, porque para Tesla el mercado chino representa el 22,5% de los ingresos (cifra de 2022) gracias a su gigafactoría en Shanghai. Tal vez piensa que ya no necesita más subvenciones federales para vender coches en Estados Unidos – a diferencia de los fabricantes locales – pero igualmente estará encadenado a Pekín, como ilustra su calurosa felicitación a Xi Jinping por el centenario del partido Comunista Chino. Recíprocamente, Pekín le fue ofrecido el estatus de residente permanente. Que se sepa, no lo ha aceptado.
Aranceles
Y no se trata sólo de China. Los aranceles como instrumento de presión son una antigua manía de Donald Trump. ¿Qué hay de nuevo? Que anticipa una subida general de tarifas (en su terminología) del 10% para todo el mundo, que podría llegar al 100% en el caso de México si el país vecino no coopera con la deportación masiva de migrantes. Faltan dos meses para la investidura, pero un síntoma prematuro (y quizás exagerado) de algo que inquieta a los sectores industriales es la caída brusca de cotización de las empresas navieras, interpretada como miedo a otro desorden en las cadenas de suministro.
La desregulación será otro eje ideológico de la administración entrante, pero en este punto hay discrepancias entre los fervorosos partidarios de retirar las denuncias en curso contra las Big Tech y quienes por alguna razón le han tomado gusto a disponer de un arma de presión. Lina Khan, presidenta de la FTC (Federal Trade Commission), concluye su polémico mandato, por lo que el talante de quien la reemplace definirá la nueva orientación. En esto puede tener voz el próximo vicepresidente JD Vance, personaje acomodaticio que – mientras Trump tenga salud – pintará en una administración dominada por los feligreses de la galaxia MAGA. Donde sí se observan diferencias entre los republicanos es en torno a la manera más eficaz de controlar la FCC (Federal Coomunications Commission), un destino menos ruidoso.
Ocho años después de su primera elección y conscientes de lo que es capaz de hacer Donald Trump, a las empresas tecnológicas les queda poco apetito para cuestionar las medidas que la nueva administración pueda tomar en cuestiones ambientales o raciales, como entonces hicieron con gestos discretos. Ahora mismo, cualquier directivo que haya apoyado públicamente a Kamala Harris tendrá que andarse con cuidado ante sus accionistas.
Telecos
La estrategia en materia de telecomunicaciones ha sufrido vaivenes y todo indica que ese ciclo se repetirá. Varias de las reglas dictadas por la FCC están ahora mismo en manos de los tribunales y sería azaroso vaticinar qué curso puedan seguir. Una cuestión de mucho calado es la legislación acerca de la industria satelital, asunto delicado por dos razones: su imbricación con la estrategia militar y los intereses de Elon Musk en distintos eslabones de la cadena de valor. Con la alternancia Trump-Biden-Trump, presumiblemente se volverá a legislar acerca del espectro radioeléctrico y su modelo de gestión, que en Estados Unidos es más complicada si cabe porque se solapa con las necesidades militares.
La cuestión satelital no es baladí ni mucho menos. Elon Musk, dueño de SpaceX y de Starlink, busca la aceleración de las licencias para el lanzamiento y operación de satélites, volviendo al laissez faire del primer mandato de Donald Trump. Según aquél, la regulación aprobada por Joe Biden coarta la competitividad estadounidense y retrasa los vuelos espaciales a la Luna.
Semiconductores
Nuevamente, China está en primer plano como estímulo para la CHIPS Act de Biden. Muchos consideran fallida esta ley y – lo que ahora importa – Trump la ha calificado de despilfarro colosal, pese a que en teoría pretende restaurar una primacía industrial que Estados Unidos abandonó voluntariamente hace décadas. En este momento, ya iniciadas las obras civiles de nuevas fábricas, los beneficiarios (particularmente Intel) tratan de conseguir que el gobierno federal les pague antes de enero los miles de millones que se les debe.
Una adyacencia de esta cuestión es saber qué hará la nueva administración en materia de inteligencia artificial. La plataforma electoral republicana rechazaba de plano la orden ejecutiva con la que Biden ha tratado (tibiamente) de regular la IA para proteger la privacidad y controlar la integridad de los modelos de aprendizaje e inferencia. Aquí reaparece el tortuoso papel de Elon Musk, cuyos negocios están indisolublemente ligados a la IA [y, por cierto, ha declarado su guerra particular a OpenAI, de la que fue accionista inicial].
Hasta aquí, partidarios y adversarios de Donald Trump en el mundo de los negocios se distinguen por valores discernibles. Unos presumen de racionalidad, de apego a las reglas de la economía clásica y están en contra del aislacionismo. Los otros, en ascenso, proclaman que romper los nudos de la regulación será la mejor forma de favorecer una nueva aceleración tecnológica y de recuperar el liderazgo en el mundo.
Criptomonedas
En su campaña de 2015, Trump criticaba el bitcoin como una amenaza para el dólar; ocho años después, lo defiende como un exponente de la libertad individual y la innovación. La frontera ideológica sobre el llamado mundo cripto no pasa entre republicanos y demócratas sino por la raya entre el sí y el no al bitcoin y otras monedas ficticias. Durante la administración Biden, la SEC (Securities Exchange Commission) ha intentado aplicar al proceloso mundo cripto unas reglas inspiradas en las que rigen el comportamiento de los actores de otros mercados financieros , pero no ha sido partidaria de una regulación explícita que, a su juicio, podría atentaría contra la soberanía monetaria del estado federal.
Esa batalla ha sido perdida por Gary Gensler, a la sazón presidente de la SEC, a quien Trump ha condenado a la destitución “desde el minuto uno”. Pero, más allá de su arrebato, en el círculo cercano al nuevo presidente no hay acuerdo sobre la cuestión: todos son criptofans, faltaría más, pero mientras unos rechazan toda regulación, otros – notablemente Elon Musk – defienden que una regulación idónea facilitaría que esos negocios asilvestrados se normalizaran como empresas cotizadas. La excusa, previsible, es la necesidad de evitar fraudes y escándalos en ausencia de legislación. La consecuencia ha sido una subida del bitcoin a precios máximos, ya cercanos a los 100.000 dólares. Un buen dramaturgo vería en ello el buen momento para revelar la identidad del supuesto Satoshi Nakamoto.
Finalmente, el culebrón en torno a los peligros que para la seguridad nacional (y la salud mental de los usuarios) representaría TikTok parece dar un nuevo giro ya al borde del desahucio. Por razones no explicadas, el equipo de Donald Trump ha hecho saber que el próximo presidente estaría dispuesto a renegociar la continuidad de la empresa en Estados Unidos.