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  18/10/2023

El que la sigue, la consigue (Microsoft)

Veintiún meses le ha costado a Microsoft cerrar la compra de Activision Blizzard, con una  rara mezcla de determinación y mano izquierda. El último obstáculo ha sido la Competition and Markets Authority (CMA) británica, deseosa de hacer oir su voz por contraste con los reguladores de Estados Unidos y Europa, más discretos. El mérito ha sido de Brad Smith, antes jefe de los servicios juridicos de Microsoft y reforzado desde 2015 con el rango de presidente. Los 69.000 millones de dólares pactados hacen de esta compra una de las más onerosas en la historia del sector. Las Big Tech han recibido la noticia como un signo de que podrán seguir creciendo inorgánicamente siempre que sepan argumentar.

Está pendiente otra operación de parecido tamaño, la compra de Vmware por Broadcom en 61.000 millones de dólares, que supuestamente quedaría despejada en los próximos días y en la que la CMA tiene que decir su última palabra. Habrá otras operaciones de calado, por qué no, pese a que sube el coste de endeudarse para comprar, pero  hay liquidez abundante en el mercado para financiarlas, a condición de saber convencer a los vigilantes de la competencia, más difíciles que los accionistas.

Ciertamente, la absorción de Activision Blizzard tendrá profundo impacto en una industria, la de los videojuegos, cuya facturación global se estima en 175.000 millones de dólares anuales. A simple vista, favorecerá a Microsoft en la batalla que su consola Xbox libra contra la PlayStation. Desde el anuncio del acuerdo entre las dos empresas de enero de 2022, varias veces pareció estar a punto de colapsar por las objeciones regulatorias. Y cada vez apareció la diplomacia corporativa de Brad Smith, bien sintonizada con el talante de Satya Nadella.

De las tres instancias que verdaderamente importan, la más permisiva fue la Comisión Europea, que apenas opuso enmiendas menores, rápidamente aceptadas por las dos compañías. La FTC estadounidense, en cambio, optó por llevar el caso ante un tribunal – donde aún sigue esperando turno – que de momento no ha visto suficiente para dictar una suspensión cautelar de la transacción.

Hasta finales del año pasado, la preocupación inicial – agitada por las quejas de Sony como primer perjudicado – se vinculaba al riesgo de que los títulos estrella del catálogo de Activision estuvieran reservados a la Xbos, en desmedro de la PlayStation. Microsoft hizo promesas y concesiones que debilitaron el argumento, pero iba a surgir otro de mayor complejidad: el auténtico objetivo de la compradora no sería otro que fortalecer su servicio Game Pass, que suele asimilarse al modelo de negocio de Netflix y, con 25 millones de suscriptores (a 10 dólares mensuales) todavía no puede presumir de rentabilidad.

Como no era suficiente para echar mano de la legislación antimonopolio que es su razón de ser, la FTC pidió a un juez federal que paralizara temporalmente la tramitación. La petición no fue atendida, visto lo cual Microsoft ha decidido completar rápidamente la transacción y, en su caso, afrontar las eventuales consecuencias de un fallo que por el momento no está en la agenda.

La CMA ha sido más dura de roer: en abril de este año dio carpetazo al expediente, con el argumento de que la fusión – que incluye la marca King, especializada en juegos para móviles – distorsionaría este mercado, que para muchos tiene un brillante futuro. La decisión puso a prueba el talento negociador de Brad Smith, quien supo convencer al regulador británico de que reabriera el expediente para dar la posibilidad de corregir los términos del acuerdo. Esto, junto con el compromiso firmado con Ubisoft para cederle las versiones móviles de los juegos, han cimentado un cambio de postura de la CMA en julio y la luz verde anunciada la semana pasada.

Bajo los análisis de cada regulador, aparentemente no pactados, subyace la cuestión conceptual acerca de las fusiones verticales, cuando involucran a empresas que no son competidores directos. Durante años, esta fórmula ha sido práctica corriente en el sector tecnológico con el objeto de aumentar capacidades enmascarando una captura de cuotas de mercado, mientras  las autoridades se limitaban a recomendar o acaso imponer mínimas enmiendas, por entender que no alteraban significativamente la estructura del mercado.

Esta actitud de los reguladores cambió en 2017, cuando el departamento de Justicia de Estados Unidos bloqueó el intento de AT&T de adquirir Time Warner, posición que fue anulada por la justicia al no apreciar ningún daño a la comtencia en los respectivos mercados. De hecho, AT&T se convirtió en accionista de control del grupo de media, aunque cuatro años después se arrepintió y procedió a desinvertir en esa aventura.  

Aplicada a la adquisición de Activision – que no compite con Microsoft pero reforzará su potencia de mercado – esa doctrina ha provocado discrepancias que han tenido que zanjar los tribunales, proclives a frenar lo que ven como exceso de celo de las agencias federales. En la práctica, esta evolución incompleta está llevando a que las empresas con ínfulas de crecimiento perfeccionen sus procedimientos de lobby, como ha hecho Microsoft bajo las órdenes de Brad Smith.

Aunque sólo fuera por la imagen de Microsoft, no se espera que la fusión provoque un número significativo de supresiones de puestos de trabajo. Quien sí va a perder su empleo el 1 de enero próximo es Bobby Kotick, hasta ahora CEO de Activision. Contestado en las filas de la compañía, su salida era inevitable antes de la oferta de compra, ante numerosas denuncias de acoso laboral. La concreción de la venta le ha permitido salir de la empresa con la reputación dañada, pero con 375 millones de dólares como prima de partida.


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