Demasiados meses han tardado republicanos y demócratas para forjar un acuerdo que aspira a reconstruir el papel de Estados Unidos en la producción de semiconductores. Cuando parecían a punto del colapso, encontraron la fórmula: fusionar el proyecto llamado CHIPS Act con otro de nombre Science Act. Gracias a ello, ambos partidos se han congratulado de su inusual confluencia de intereses. La ley ha sido sancionada por Joe Biden pero subsisten dudas producto de su complejidad. Y a tres de sus beneficiarias (Intel, Micron y Nvidia) no les ha gustado nada que, a cambio, se les exija romper sus últimos lazos comerciales con China, el adversario contra el que se ha diseñado esta legislación.
La arquitectura de esta ley apunta más lejos que la consabida sequia de suministros. Se trata, ni más ni menos, que de repatriar una industria que sucesivos gobiernos empujaron a migrar. Nadie disimula que su razón de ser es la escalada en la tensión entre Estados Unidos y China: los estrategas de Washington han venido alertando del peligro que supone para la soberanía tecnológica y militar de la primera potencia del mundo el hecho de controlar sólo el 12% del mercado mundial de semiconductores, cuando hace algo más de una década la proporción era del 40%.
La administración Biden ha prohibido vender a China ciertas categorías de chips que llevan tecnología estadounidense, pero que a la vez son los más rentables y de los que China es, con diferencia, el principal mercado donde florece la demanda. La medida escuece porque los chips más sofisticados, en los que basan sus ventas compañías como Apple, Qualcomm y Nvidia, son fabricados en Taiwán por TSMC y luego suelen encapsularse y testearse dentro de China continental. Este es uno de los aspectos con los que quiere acabar la CHIPS Act y que, nadie se engaña, provocará represalias. Por cierto, Intel y Micron, las dos compañías estadounidenses más fuertes de una industria mayoritariamente asiática, tienen líneas de producción en territorio chino, por lo que prefieren no crearse más problemas con las autoridades de Pekín.
Donald Trump, amante como pocos de las soluciones simplonas, tenía clara la receta para recuperar el esplendor perdido en la fabricación de chips en suelo americano. De entrada, prohibió que la taiwanesa TSMC vendiera a la china Huawei los chips que le fabricaba por encargo. El fundamento legal era que en la producción de esos chips utilizaba herramientas de diseño adquiridas a compañías estadounidenses o que incorporan propiedad intelectual estadounidense. En paralelo, aquella administración persuadió a TSMC y a la coreana Samsung, para elaborar planes de instalación de sendas fábricas en suelo norteamericano, que ya están en construcción. Para que las cuentas de su inversión cuadrasen, a ambas les prometieron subvenciones y ventajas fiscales.
Comoquiera que la política de embargos contra China no resolvía el fondo de una cuestión tan enquistada, congresistas y senadores debatieron incontables borradores de una ley que al menos intenta resolver la parte más visible, la fabricación de obleas de silicio. Como se esperaba de ellos, los redactores encontraron la forma de bautizar la ley de tal modo que el título por el que será conocida se reduzca a una sigla preconcebida. Se da el caso de que CHIPS no significa chips sino una frase hueca: Creating Helpful Incentives to Produce Semiconductors for America.
La mayor dificultad era ideológica: convencer a los adversarios – que los hay, cuesta creerlo – de que el dinero público subvencione empresas privadas. Una vez instalado Joe Biden en la Casa Blanca, se introdujeron modificaciones para conciliar intereses extremos, labor de lobby en la que empeñó su prestigio el nuevo CEO de Intel, Pat Gelsinger. En junio, llegó a pensarse que los esfuerzos habían sido infructuosos, pero al mes siguiente el camino quedó expedito para un acuerdo bipartidario.
La CHIPS Act propiamente dicha establece una provisión de 52.800 millones de dólares destinados a la I+D, fabricación y formación de mano de obra especializada en semiconductores durante los próximos diez años. El coste para las arcas federales se elevaría hasta 79.300 millones, según cálculos de la Oficina Presupuestaria del Congreso, tras incluir diversas exenciones tributarias, pero no contempla los importes que añadirán los estados y municipios donde se radiquen las instalaciones físicas.
El hermanamiento con la Science Act ha jugado un papel clave. Otras partidas presupuestarias, relacionadas o no la I+D sobre semiconductores serán canalizadas a través de organismos entre los que se encuentran la NSF y agencias del departamento de Energía, por lo que podrán contribuir al programa estadounidense de supercomputación. Un objetivo declarado es el establecimiento de una red de innovación en el país que trabaje en proyectos de investigación a medio y largo plazo.
En lo referente a la industria de semiconductores, el esfuerzo financiero luce limitado por comparación. Insistentes informes de la administración han advertido que China tiene previsto destinar 150.000 millones de dólares en los próximos cinco años a subvenciones gubernamentales para modernizar su industria de semiconductores – tecnológicamente rezagada si se compara con la de Taiwán – sin contar con otras ayudas que reciben las empresas del sector. Incluso la Unión Europea se ha puesto las pilas y dice tener voluntad de asignar 50.000 millones de euros a promover una industria de semiconductores en aras del objetivo de “soberanía tecnológica”.
Si el contraste se define por los recursos privados, vale la pena mencionar que Samsung ha anunciado con cierta solemnidad que invertirá 150.000 millones de dólares en su rama de semiconductores antes de 2030. TSMC, por su lado, tiene previstos en 2022 unos 44.000 millones de dólares por el mismo concepto.
Los fondos serán distribuidos entre empresas individuales o consorcios que se formen a tal fin; podrán tener carácter de subvención no reembolsable o de créditos con garantía pero en cualquier caso, la ley prescribe que no podrán financiar con dinero federal sus planes de negocio existentes sino proyectos nuevos que deberán presentar a más tardar en febrero.
Estados Unidos ha dejado de ser relevante en la producción de chips desde que su industria adoptó – inducida desde altos niveles políticos – una estrategia de deslocalización. Tardíamente, el departamento de Comercio lamenta que esa actitud condujera a la pérdida de peso en la producción de chips avanzados, con el riesgo de que otros países – entre ellos China – ocupen ese precioso espacio. Sin embargo, el país conserva su liderazgo en la importante fase de diseño: compañías como Apple, Qualcomm y AMD, diseñan sus procesadores en Estados Unidos y contratan la fabricación de las obleas de silicio en Asia, particularmente en Taiwán. Esto ha creado un insoportable riesgo de dependencia, juzga la secretaria de Comercio, Gina Raimondo. Por cierto, esa capacidad de diseño se ha convertido en un servicio que se vende a China, para disgusto de la administración.
Hay otro elemento preocupante menos conocido en el funcionamiento del mercado mundial, según Raimondo: la contratación externa de servicios de OSAT (Outsourced Assembly and Testing), un negocio que mueve miles de millones de dólares y se desplazado en favor de Asia, donde los chips – incluso los fabricados en Estados Unidos – cruzan continentes para someterse a una última verificación y su empaquetado. La clásica leyenda Made in… es engañosa. A los fabricantes se les pide repatriar esa fase de su operación o, al menos, radicarla en países amigos como Israel o alguno europeo que tenga la mano de obra cualificada. .
Ya en sus primeras versiones, el proyecto de ley contenía restricciones a la hora de recibir subvenciones por parte de compañías privadas, fueran nacionales o extranjeras, para garantizar que la inversión beneficiará sólo a Estados Unidos. ¿Proteccionismo? Pues eso mismo. Las empresas que reciban fondos federales no podrán hacer nuevas inversiones en China o en otros países “de riesgo” durante al menos una década. A menos que se limiten a producir chips de baja tecnología y exclusivamente para esos mercados.
Hasta ahí, lo que se sabía sobre la CHIPS Act. La sorpresa se produjo al llegar septiembre, con la imposición de nuevas restricciones – no previstas en la ley – que prohíben la venta de chips sofisticados a China y Rusia. En concreto, Nvidia ha reconocido que esa medida afecta a su producto estrella A100, así como al H100, que estará disponible a final de este año. En ambos casos, se trata de chips gráficos para centros de datos en tareas de inteligencia artificial o de reconocimiento de imágenes. Unos 400 millones de dólares de ventas potenciales, según la compañía. En el caso de AMD, también especialista en chips gráficos, cree que no se verá afectada porque su clientela principal es el mercado de consolas de videojuego; se ha retirado del mercado ruso, pero espera tener problemas en China. Los tendrá, como Nvidia, si aceptara colaborar en programas chinos de IA o supercomputación.
El problema para estas empresas no estriba solamente en renunciar a dos mercados de primera línea sino a que se les exige abstenerse de vender familias de productos muy rentables y en crecimiento, mientras que otros de su catálogo, menos rentables, se ven afectados por la caída de ventas de ordenadores personales.
Un caso singular es el de ASML. Holandesa, esta empresa se encuentra en el ojo del huracán por ser única proveedora de líneas de fabricación muy avanzadas, con tecnología ultravioleta extrema (EUV) que vende a 150 millones de dólares cada una. Actualmente, las suministra a Samsung, TSMC e Intel con listas de espera. Pero ASML va ampliando su capacidad de producción y pronto podrá suministrar a otros que también esperan y precisan desesperadamente esos equipos de litografía. Es sabido que la china SMIC está de las primeras en la cola, pero Estados Unidos presiona a los holandeses para rechazarla como cliente. Un conflicto potencial en el que tendría que mojarse la Comisión Europea.
Es obvio que el objetivo de la CHIPS Act de recuperar fabricación en suelo americano, implica otras cuestiones que van aflorando cuando la tinta de la firma presidencial apenas se ha secado. Los especialistas de la administración saben que, si a las empresas beneficiarias se les prohíbe vender a China, se les está privando de un mercado que para alguna de ellas puede representar porcentajes significativos. Si una compañía tan americana como otra tuviera que renunciar a su principal cliente, perderá una cuota de su competitividad.