En medio de los cinco días caóticos vividos por Open AI, el Financial Times los definía como “una gran historia de destrucción de valor”. O una de las grandes, junto con los inquietantes criptopufos de los últimos años. Al fin, cuando asomó un desenlace, el New York Times, empleo un tono cáustico: “Team Capitalism won. Team Leviathan lost”, argumento generosamente copiado este domingo por la prensa española. Ha triunfado un capitalismo que se las sabe todas, pero afloran las dudas sobre Sam Altman, el cofundador despedido y readmitido de Open AI. Habla demasiado y tal vez esta crisis se hubiera evitado con menos de mesianismo por parte del personaje que habita en el joven Altman.
Según muchos testimonios, su conflicto con el consejo del que él mismo eligió quedarse fuera ha reflejado un cisma entre dos tribus a cuál más fundamentalista: doomers y boomers, las llaman. Catastrofistas contra pragmáticos, traduce El País. El primero de los bandos defiende que la inteligencia artificial generativa [en adelante Gen AI] presenta peligros aún desconocidos, por lo que sería conveniente desacelerar su desarrollo. Esto los ha llevado a desaprobar la decisión (que atribuyen a Altman por las bravas) de apresurar la comercialización del nuevo GPT-5 en lugar de seguir perfeccionando GPT-4 que ha sido bien acogido. Desde el otro campo – emparentado con las teorías de la singularidad, según las cuales las máquinas desplazarán a la especie humana – opinan que la Gen AI ya es suficientemente importante para la humanidad como para dejar pasar la ocasión de ir tan lejos y tan rápido como resulte posible.
Si todo se remitiera a esta discrepancia, ¿realmente valía la pena llegar al extremo de despedir al cofundador de la compañía, quien era a la vez su embajador ante el mundo? Algo en esa discusión ha llevado a Altman a oscilar entre ambas posiciones según para qué audiencia hablase. Ahora es fácil concluir que no valía la pena, cuando está probado que la mayoría del consejo de Open AI, con vocación de genios pero unos advenedizos en los negocios, se equivocó al calcular (o no calcular) el perjuicio que dejaría la inevitable reacción de Microsoft, que ha comprometido 13.000 millones de dólares para asegurar la continuidad de Open AI.
Satya Nadella no ha vacilado cuando tocaba declarar que Microsoft estaría dispuesto a fichar a Sam Altman y a su amigo Greg Brockman – presidente del consejo y expulsado, así como a todo ´capital humano` que les es leal. Y sugirió que podría hacer sitio para Open AI en su lista de adquisiciones, a sabiendas de que le acarrearía problemas con los reguladores.
Es un dilema para Nadella: ¿qué es mejor? Tener un control no ostensible sobre Open AI pagando lo que fuera preciso, o integrarla en su perímetro dejándole autonomía funcional, como hace con LinkedIn y GitHub y exponerse a ser investigada por posición dominante en la Gen AI. En cualquiera de los casos, Altman seguiría recibiendo financiación para sus proyectos.
La tecnología de Open AI quedaría intervenida de hecho, para calmar la inquietud de los inversores que, sin duda alguna, preferiría que la tutela de Nadella diluya las iluminaciones de Altman. La oferta – que ya estaba en marcha – de suscripción privada de acciones que han estado en poder de los empleados, debería ser un test de valoración de una compañía que – presuntamente, habría trepado desde cero a 86.000 millones en ocho años, para convertirse en la startup más valiosa del mercado y sin prisa por salir a bolsa
A estas alturas, carece de interés discutir el pretexto que el consejo de Open AI esgrimió para expulsar al cofundador: pérdida de confianza. Un argumento peregrino, ya que sólo uno de los consejeros que lo expulsaron tenía experiencia como inversor o como gestor de una empresa. Esto resulta doblemente importante, porque explica lo inexplicable, la ausencia de gobernanza en Open AI.
Visiblemente, el joven Altman (38) le ha tomado gusto al rol asumido como evangelista de la IA. Su éxito en esta función acabó disimulando las torpezas de su gestión corporativa, convertida en algo secundario. Curioso que no le expulsaron por esto sino por desavenencias ideológicas que al parecer importan en esta empresa joven que se alimenta de la ilusión de cambiar el mundo.
Altman, un rebotado de Stanford sin formación científica, pero con una década de experiencia al frente de la incubadora Y Combinator, aportaba otros talentos. A ver qué empresario – tal vez con la excepción de Elon Musk – puede hilvanar en una semana entrevistas con Sunak, Macron, Scholz, Modi, Sánchez y otras luminarias políticas [a Biden le tiene muy visto] para explicar de corrido las maravillas de la Gen AI a la vez que alertar sobre los peligros que puede entrañar para la humanidad.
El pecado original de Open AI es haber sido nacido en 2015 a iniciativa de Altman y el errático Musk como una organización no lucrativa. “Nuestras investigaciones – afirmaba un blog iniciático – no sufren de ataduras financieras, por lo podemos enfocarnos en buscar un impacto positivo para la humanidad”. Hasta que se acabó el dinero; pero antes de eso…
Una primera inflexión se produjo en 2018, cuando Musk propuso comprar de Tesla Open AI para fusionarla con las actividades en IA. Rechazada la oferta, Musk se marchó en busca de otras aventuras. Aquello sería el preludio de otro giro. Altman y sus amigos fundaron una compañía paralela, indistinguible desde fuera, cuya meta sería la persecución del beneficio. Aun así, mantendría rasgo poco inaceptable si pretendían captar inversores: los beneficios tendrían un tope y el resto sería pasado a la entidad non-profit.
El esfuerzo de inversores tratando de sujetar a unos techies treintañeros con la inyección de millones fue vano o llegó tarde, pero sirvió para poner de manifiesto los fallos estructurales de Open AI. Unos cuantos millonarios descubrieron que habían arriesgado su dinero en una empresa que no tenía mecanismos para proteger el valor de sus inversiones. A esto se refería el FT, cuando predicaba el riesgo de destrucción de valor.
Pocos detalles han trascendido acerca de las discusiones que llevaron al consejo de Open AI a despedir a Altman, cuya autoridad moral sobre su gente está fuera de toda duda. Una de las versiones sugiere que el desencuentro giró en torno a la propuesta – supuestamente del CEO – de unificar ambas instancias, degradando el rol de la entidad no lucrativa para alinear la otra con los usos y costumbres del capitalismo. La idea parece coincidir con el interés de Microsoft y finalmente es la que ha prevalecido con el retorno de Altman. Ni así ha renunciado Open AI a su objetivo de medio plazo, alcanzar la llamada inteligencia artificial general (AGI), compendio de todas las disciplinas que hoy comparten escenario.
Un hecho significativo, que corroboraría afirmaciones anteriores, reside en que, al trascender el despido de Altman, la acción de Microsoft cayó y en cuanto se anunció su regreso a Open AI – en principio con menos ínfulas – alcanzaría su máxima cotización. El CEO de Microsoft, Satya Nadella, ha dejado claro que Open AI gozará de completa autonomía.
Por el momento, las aguas han vuelto a su cauce. Pero el problema de la gobernanza, clave del embrollo, es algo recurrente en Silicon Valley, donde las startups y sus fundadores se blindan más contra la influencia de los inversores y estos contra los caprichos de aquéllos. El desenlace del conflicto [¿provisional?] ha creado un precedente: la renovación del consejo incluye la entrada de Bret Taylor – ex coCEO de Salesforce y ex chairman de Twiter – en lo que podría considerarse un esquema clásico. No está claro, sin embargo, que Taylor y Altman tengan las mismas ideas.
Mientras tanto, Lawrence Summers, ex secretario del Tesoro y ex rector de la universidad de Harvard, contribuye con su reputación y su seriedad. El siguiente paso debería ser, según la tesis del New York Times, convertir Open AI en una empresa homologable al resto, aunque no hay indicios de que vaya a ocurrir de inmediato. De momento, una corriente sigue empeñada en que los inversores, empezando por Microsoft, no tengan asiento en la junta directiva de la compañía.
Internamente, el ambiente ha quedado tocado. El equipo directivo deberá centrarse en el desarrollo del negocio y en contener la ola de avalancha de ofertas de empleo de otras compañías, una tentación para los empleados de Open AI.
No hay que olvidar la capacidad de Google para replicar al adelantamiento de Microsoft. De momento, ha retrasado el lanzamiento de Gemini, que se postula como rival de Chat GPT-4. También hay que contar con Amazon, rezagada pero que estos días ha presentado su nuevo chatbot, destinado a sustituir al envejecido Alexa y ha anunciado el desarrollo de su LLM (large language model).
Para resumir. La carrera por la Gen AI no ha perdido nada de velocidad. Al contrario, aprieta más si cabe tras lo ocurrido en los últimos días. Open AI sigue destacada en cabeza, pero algunos de sus clientes han empezado a considerar Anthropic u otras que empiezan a salir a la luz.