23/01/2025

Trump-Biden-Trump con China en la mira

Joe Biden, cuya CHIPS Act de 2022 no ha logrado enderezar el declive de la industria estadounidense de semiconductores, ha dedicado los días finales de su mandato presidencial a restringir severamente la exportación de chips usados en el desarrollo de la inteligencia artificial y software asociado que hayan sido diseñados en Estados Unidos. A los sospechosos habituales – Rusia, China, Irán y Corea del Norte – la orden agrega 120 países afectados. Las asociaciones de fabricantes y las grandes tecnológicas han puesto el grito en el cielo. Nvidia ha llegado a decir que la medida amenaza los progresos alcanzados en el dominio de la IA. La pregunta es obvia: ¿por qué justamente ahora?

Joe Biden

Puede que la respuesta sea igualmente obvia. El reglamento, un tocho de doscientas páginas, se titula oficialmente “Marco regulatorio para la difusión responsable de tecnología avanzada de inteligencia artificial”. Firmado el lunes 13, una semana antes de la investidura de Donald Trump, predica  como objetivo “garantizar la seguridad y la capacidad económica de Estados Unidos”. Su inspiradora, la que era secretaria de Comercio, Gina Raimondo, ha dicho que entraría en vigor al cabo de 120 días, pero no descartó que el nuevo presidente decida revisarlo.

Conspicuamente, el documento divide el mundo en tres categorías de países: Estados Unidos y dieciocho aliados (Reino Unido, Alemania, Canadá, Francia, Japón, Corea del Sur, Australia, Países Bajos y Taiwán) no tendrán restricciones a la hora de adquirir chips IA, mientras los cuatro antes mencionados, ya están sometidos al embargo de material militar, quedan sujetos a una prohibición expresa. En medio, hay países con fuertes lazos comerciales con Estados Unidos, como Israel, México, Suiza y Polonia, que tendrán restricciones sólo para evitar que desde ellos se reexporten chips a países adversarios.

Más precisamente, los pedidos pequeños de chips para IA (tanto de Nvidia como de AMD) no tendrán restricciones si no superan la potencia combinada de 1.700 unidades de procesamiento gráfico (GPU). Para pedidos mayores, hasta el equivalente a 320.000 GPU en un plazo de dos años, será obligado pedir autorización a menos que el comprador trabaje directamente con grandes compañías estadounidenses (en concreto, Microsoft. Google o AWS).

La comisaria europea a cargo de la nueva cartera de Soberanía Tecnológica, Henna Virkkunen, ha mostrado su preocupación por una medida que considera como imposición a países y empresas dentro de la UE. Y ha pedido un informe exhaustivo a los 27 estados miembros que reexamine las inversiones extranjeras y evalúe los riesgos para la seguridad económica en tres campos adyacentes: semiconductores, inteligencia artificial y computación cuántica.

Las grandes tecnológicas, que han exhibido  entusiasmo con el retorno de Donald Trump, se oponen a este legado de Biden porque les interesa vender sus modelos de inteligencia artificial a todo el mundo. Consideran que la medida de Biden sólo conseguiría reforzar la estrategia soberana de China en IA y la fabricación de chips ; temen que países con escasez de  abastecimiento acabarán comprando chips chinos subvencionados, que son cada vez mejores y tendrían una demanda ansiosa. La cadena de suministro de la industria corre peligro de fragmentarse y de desincentivar el uso de tecnología estadounidense, indica el lobby empresarial Technology Industry Council.

El caso de Nvidia es  peculiar: no sólo tendría que dar por perdido el mercado chino, sino que ve peligrar su venta de chips por valor de 10.000 millones de dólares a países que aspiran a una “IA soberana”, sobre todo los del Golfo. Su fundador y CEO, Jensen Huang ha ordenado la difusión de un comunicado en el que denuncia la orden de Biden como un intento de “ahogar la competencia” y “de “dilapidar la ventaja económica adquirida por Estados Unidos”. Hasta ahora, Nvidia se las había arreglado para sortear controles de exportación de sus chips, pero le será muy difícil sostener esa tesitura si el texto siguiera adelante.

Alan Estévez, subsecretario que durante cuatro años ha llevado el  dossier chino en el departamento de Comercio, ha dicho al Financial Times que “a algunas compañías les cuesta entender las implicaciones de seguridad nacional que tiene vender tecnología a China, después de décadas de tratar al país como un mercado de crecimiento imparable”. Al mismo tiempo, lamenta no haber hecho lo suficiente para explicar esos riesgos a aliados como Japón y Países Bajos, lo que ha tenido como consecuencia que las restricciones de la administración Biden sean percibidas como unilaterales. Estévez da a entender que la nueva administración va a mantener en vigor esas medidas.

Dos días después, Joe Biden firmaba otra orden ejecutiva por la que se requiere que las compañías de software que vendan sus productos a organismos del gobierno federal incluyan férreas medidas de seguridad a prueba de los servicios de inteligencia chinos, las mafias rusas, los espías iraníes o los ladrones de criptomonedas norcoreanos. También está a expensas de lo que decida Trump o le soplen sus consejeros. No ha sido el primer intento de encontrar una fórmula jurídica capaz de asegurar que sus infraestructuras de comunicaciones sean seguras. La primera de Biden, una orden ejecutiva de mayo de 2021, ha sido burlada cuando no ignorada; ahora se trataría de imponer que el software adquirido cumpla con los requisitos de ciberseguridad. A estas alturas, parece un brindis al sol.

Comoquiera que sea, antes de abandonar el despacho oval, Joe Biden ha encontrado tiempo para dejar prescrito que las agencias gubernamentales que cedan terrenos a compañías privadas para la construcción de centros de datos de IA, con una potencia eléctrica de un gigavatio (equivalente a la de un rector nuclear de tamaño medio). Para los departamentos de Defensa y de Energía, la localización de esos terrenos será difícil: su infraestructura de datacenter no puede perturbar a los habitantes de los alrededores ni afectar a su suministro eléctrico y exige consumir energía de fuentes renovables.

Con estas normativas de última hora, el presidente saliente ha cosechado críticas – algunas oportunistas para congraciarse con el nuevo régimen – pero queda por ver que Trump recoja el guante o las deje irreconocibles.

Entre decenas de carpetas que esperaban sobre la mesa, Donald Trump firmó el mismo lunes una orden ejecutiva por la que deroga otra que fuera promulgada por Biden en octubre de 2023 y que pretendía promover un desarrollo y uso seguro y fiable de la IA. Adicionalmente, establecía un organismo, US AI Safety Institute, encargado de diseñar las directrices y buenas prácticas en el uso de la inteligencia artificial. No hay rastros de que la nueva administración piense en otro artefacto normativo que regule los aspectos controvertidos de la IA; seguramente porque la influencia de Elon Musk y otros donantes ha hecho valer sus preferencias por la permisividad.   En cuanto al escueto anuncio de un consorcio Stargate – OpenAI , Oracle y Softbank más los que se vayan sumando – para crear una infraestructura de centros de datos como soporte del esfuerzo en IA, es una idea que desde hace tiempo venía predicando Sam Altman. Pero, tal como ha sido expuesta, es por el momento una promesa financiera vistosa, porque no es ahí donde reside el equilibrio de fuerzas entre China y Estados Unidos en el dominio de la inteligencia artificial.

El hueso duro de roer está al otro lado del Pacífico. En su primera presidencia, Trump ya cargó contra China imponiendo férreos controles a Huawei, pero sería Biden quien los ampliaría durante los siguientes cuatro años. En este punto –  como en otros – ha habido continuidad entre ambas administraciones. Vuelve el republicano con sus amenazas de aranceles – y de poco vale que los economistas de prestigio – rara avis en su círculo de aduladores – sostengan que harán retroceder varias décimas del PIB a partir de su puesta en práctica.

[informe de Lluís Alonso]


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