La consolidación que los grandes operadores europeos han deseado durante años vuelve a estar de actualidad, pero no será como esperaban. Los analistas de Bloomberg Intelligence y los de Analysys Mason coinciden en pronosticar que en 2021 habrá fusiones y adquisiciones en este sector, pero avisan que el impulso vendrá impulsado por fondos de inversión cuyo interés está más en el control de las infraestructuras que en la prestación de servicios finales. Las cosas no son tan blancas ni tan negras, pero este sector, antaño omnipotente, ha figurado entre los que peores rendimientos han dado a sus accionistas en los últimos cinco o seis años. Y esto, al final, o se corrige o se paga caro.
Mentar la consolidación lleva a recordar que en mayo pasado el Tribunal General de la Unión Europea anuló una decisión del ejecutivo comunitario que en 2018 había abortado el acuerdo entre dos operadores británicos: Three y O2, este último filial de Telefónica. Aunque la justicia les diera la razón, ninguno de los dos ha vuelto a intentarlo, porque hoy no se fusionarían. Lo importante del episodio es que ha roto el dogma según el cual cada mercado nacional ha de tener un mínimo de cuatro operadores como condición para (supuestamente) preservar la competencia a la vez que proteger el poder adquisitivo de los consumidores.
Tras digerir el varapalo jurídico, la comisaria europea Margrethe Vestager, a cargo de la cartera de Competencia, ha creído oportuno sugerir que, si por ella fuera, la CE vería con buenos ojos operaciones transfronterizas que reduzcan el inverosímil número de operadores en la UE. Por su parte, José María Álvarez-Pallete, presidente ejecutivo de Telefónica, ha interpretado que “algo está cambiando; los astros parecen alinearse en favor de la consolidación del sector”; entretanto, ha encontrado en Reino Unido una fórmula mejor que el sacrificio de O2: asociarla con la filial de Liberty, operación sujeta ahora a la regulación británica.
Quedaría así, supuestamente, despejado el camino para urdir amalgamas a escala nacional, como la que en España lleva meses dando que hablar, que fusionaría la filial de Vodafone con Más Móvil, empujada por los tres fondos que, con ese objetivo, han tomado el control del cuarto operador español.. Otra hipótesis menos aireada se inspira en la nueva configuración del grupo Euskaltel como agregado de cuatro marcas.
Nadie se engaña: la magnitud de los problemas que aquejan al sector excede de lejos el alivio que puedan aportar estas fórmulas destinadas a ganar escala nacional, más allá de plusvalías oportunistas. Todo parece indicar que el estado penoso de los operadores en España no depende tanto del número de operadores presentes cuando del modelo de negocio inspirado por la inopia regulatoria. No es en absoluto un consuelo que en Italia ocurra algo parecido: primero fue rechazada una fusión y luego se alentó la entrada del operador francés Iliad.
Las fusiones transnacionales, aunque tardíamente las bendiga Vestager, se antojan complicadas. Cualquiera de las combinaciones imaginables tocaría nervios patrióticos en el país que, con razón o sin ella, se sintiera despojado de soberanía.
Es apreciable la urgencia de encontrar alguna fórmula que corrija la fragmentación de sector y su consecuente deterioro económico. Un estudio de Morgan Stanley calculaba, en junio pasado, que la capitalización bursátil de los diez primeros operadores europeos sumaba 293.000 millones de euros, cifra que era apenas un 30% de los 971.000 millones que valían colectivamente en junio del 2000.
En todas partes, el declive ha sido provocado por una competencia agudizada, que se ha traducido en un descenso del retorno financiero que deja la prestación de servicios que alguna vez fueron rentables (mensajería, roaming, tráfico internacional). Paralelamente, en la telefonía móvil se han desembolsado sumas enormes para asegurarse capacidad de espectro para desplegar tres generaciones tecnológicas sucesivas.
Se trata de un sector deflacionario, en el que el precio por unidad de producto (en su caso un GB de datos) ha caído un 30% en ciertos años, mientras que los ingresos nunca han igualado el aumento del tráfico. Dicho en el lenguaje de los analistas, “el retorno de la inversión de capital ha sido inferior al coste medio del capital invertido”. Por el camino se han caído muchas ambiciones: hará pronto un año, en un aparte con la prensa, Álvarez-Pallete admitía su lamento por el programa de desinversión en América Latina, región a la que dedicó personalmente años de su carrera. Acaba de anunciarse que Telefónica venderá su filial chilena, con la que inició en 1989 su expansión fuera de España.
La búsqueda de dimensión global ha sido una política constante de los telecos europeos. Lanzó la carrera Vodafone, que llegó a España hace 25 años y ahora está en cuatro continentes (curiosamente no en América Latina). Deutsche Telekom eligió asentarse en Estados Unidos con T-Mobile USA, mientras Orange (entonces France Télécom) se hacía fuerte en España, Polonia y el África francófona. Los operadores escandinavos vieron una oportunidad en Eurasia. No todo fueron aciertos, pero todos buscaron una escala global, hasta que en la década pasada empezó a sonar música de retirada.
Sobre este telón de fondo, la impaciencia por ver 5G de una vez en servicio ha mutado en escepticismo, probablemente inmerecido. Los consumidores parecen no tener prisa o quizá no han tenido aún ocasión de comprobar las ventajas que ya gozan coreanos y chinos. La ecuación económica de las nuevas redes presenta incertidumbres: a la postre puede no servir de mucho haber llegado primero, pero lo peor para un operador sería dar imagen de rezagado en la carrera. Esa opción conservadora haría perder clientes, que se irían a un competidor que les cobrará por 5G – he ahí otro problema – una tarifa igual o inferior a la de 4G.
Para inversores y analistas, convertidos en árbitros del debate, el discurso de la consolidación pierde brillo al lado de otro que se enuncia con una expresión rimbombante: “desagregración de la cadena de valor”. Lo cierto es que la conectividad no es un buen negocio, pero de ella depende un intangible fundamental, la reputación ante millones de clientes.
Históricamente ha sido un axioma que los operadores debían invertir y retener el control de sus infraestructuras físicas para ofrecer servicios de comunicaciones. La corriente que propugna la desagregación sostiene que esas infraestructuras son enajenables o bien “mutualizables” (sic). Se empezó por dictaminar que era un dispendio que cada operador tuviera sus propias antenas, lo que llevó primero a compartirlas y luego al modelo representado por Cellnex, consistente en acoger desinversiones ajenas a cambio de una renta garantizada.
Telefónica acaba de cerrar la venta a American Towers de sus torres, que inicialmente agrupó en Telxius con la idea de internalizar esa plusvalía. Vodafone ha creado, y dice querer conservar, una filial con idéntica finalidad, llamada Vantage.
Pero las torres son sólo una, quizá la más fácil de “desagregar” de las infraestructuras de un operador. Telefónica se deshará pronto de su rama de cables submarinos y se dice que no sería hostil a transformar en activo financiero una parte de su potente red de fibra, al menos la de transporte que une sus estaciones base. Con la virtualización y ´cloudificación` de las redes se presenta la oportunidad de desinvertir o bien “mutualizar” los centros de datos que soportan el negocio digital.
Un informe de Analysys Mason, firmado por Larry Goldman, se propone explicar el nuevo circuito del dinero en el sector. “En la cúspide de la pirámide está el negocio de consumo, 1,5 billones [europeos] de dólares, un negocio que representa el 2% de la economía mundial pero no crece […] la parte de conectividad del negocio B2B es pequeña y presenta el mismo problema”. Los segmentos que crecen, según el analista Goldman, son el de gaming and media, en el que los operadores pintan poco, y el de cloud, en el que lo han intentado sin llegar a ser relevantes. Ahora se les presentaría una nueva oportunidad.
El grado de control aconsejable sobre las infraestructuras físicas varía en función de la estrategia que decida cada operador. Puede decirse que el dilema que van a afrontar este año no es tanto el de fusionarse y con quién sino el de que destino dar a esos activos físicos de tal manera que, a la vez que arreglan el endeudamiento, sus acciones vuelvan a valoración más propias del lugar que ocupan en la sociedad.