Prácticamente todas las multinacionales tecnológicas han reflejado en sus resultados de la primera mitad de 2022 una merma de sus ingresos y beneficios que atribuyen a diferencias cambiarias. Cuando mayor fuera la proporción del negocio internacional en sus ingresos, más expuestas a este problema. A Microsoft, por citar una a la que le va bien, le ha costado 595 millones de dólares. Un informe de Goldman Sachs estima que el 59% de las ventas de las compañías del sector incluidas en el índice S&P se generan fuera de Estados Unidos, proporción que contrasta con el 29% de media de todas las incluidas en el índice.
Significa que el fortalecimiento de la moneda estadounidense ha barrido millones de sus cuentas de resultados y así está escrito en sus previsiones para el resto del año. Aquí, con permiso, la palabra fortalecimiento quiere decir algo que no gusta a nadie: el dólar ha alcanzado en las últimas semanas su valor más alto de los últimos veinte años.
Es la consecuencia directa e indirecta de una serie de shocks y desplazamientos simultáneos en la economía mundial. Es sabido que a escala histórica, al dólar le ha ido mejor que a otras monedas durante las crisis, incluso cuando habían sido originadas en Estados Unidos (luego se verá por qué). En la situación actual, esta regla fáctica ha sido llevada a su expresión extrema.
Una razón inmediata es que la Reserva Federal ha decidido ser el banco central más agresivo del mundo desarrollado en su lucha contra la inflación aumentando sus tipos de interés con la consecuencia de atraer un flujo de capitales que a su vez propulsa el valor del dólar. El Banco Central Europeo (BCE), por el contrario, está obligado a ser timorato porque ha de balancear dos factores: una inflación disparada y el riesgo de precipitar la temida recesión si se pasa de frenada. Las consecuencias de la crisis precedente todavía colean a este lado del Atlántico, haciendo que Christine Lagarde no puede alejarse de la sombra de Mario Draghi. Ayer mismo, el BCE pautaba su tipo de interés en 0,75% con el objetivo de rebajar la media de inflación de la eurozona al 8,1% a finales de año.
Como ha ocurrido en crisis anteriores, el dólar se beneficia de su estatus de moneda refugio. Ha sido llevado hasta allí por la debilidad de sus rivales. Que el euro haya bajado días atrás de la línea de paridad 1:1 con el dólar se puede entender como un signo de la debilidad europea: por primera vez desde que en 2002 se intercambiaran – brevemente – a 0,9456 dólares por euro, nunca la moneda única europea había cotizado tan bajo.
Algunas almas simples dirán que importa poco mientras atraiga turistas (de los que vienen con dólares) y que en todo caso las mercancías europeas ganan competitividad (sic) frente a las estadounidenses. Pero la economía no es tan chusca como eso: hay otros efectos más palpables, como el encarecimiento de las importaciones y el endurecimiento de las condiciones financieras. ¿Será preciso recordar que más del 80% del comercio internacional está denominado en dólares?
Ajustado o no a la ratio de inflación, el valor del dólar frente al resto de las divisas relevantes en el comercio mundial es en este momento un 20% más alto que su tendencia de largo plazo y está por encima del pico alcanzado en 2021. Para los entomólogos de los ciclos, conste que el actual ciclo de subida lleva ya once años mientras que el anterior duró siete años. Lo lamentable es que agrava uno de los desequilibrios de la economía estadounidense: el déficit por cuenta corriente se descontrolará, lo que tampoco sería bueno para nadie.
El euro es la primera divisa más canjeada por dólares y representa un 20% de las reservas mundiales, pero es víctima de una crisis energética que es en sí misma un factor de inflación. No hay alivio a la vista y el invierno se acerca: esta semana, Martin Wolf volvía a recordar su experiencia de los años 70 (era entonces funcionario, no periodista) para cimentar su esperanza de que la inflación se mantenga bajo control y los países ´responsables` eviten una espiral de precios-salarios mediante una política monetaria inteligente. Corolario: será muy difícil que la moneda europea vuelva a valer nominalmente más que la estadounidense.
La segunda moneda en importancia cambiaria es el yen (6% de las reservas), que esta semana ha caído a su nivel más bajo desde 1998, ignorando las promesas gubernamentales de acciones que sólo tomaría en caso de que la caída continúe, ese tipo de frases que consiguen lo contrario de lo que pretenden.
Relegada al tercer puesto en el ranking de reservas de moneda extranjera, la libra esterlina ha dado la bienvenida a la nueva primera ministra hundiéndose a 1,1470 dólares, un tipo de cambio que no conocía desde 1985, cuando Margaret Thatcher era primera ministra. Los problemas de la economía británica son conocidos: recesión declarada, errónea política de energía, inflación récord en Europa. Por no hablar del Brexit.
Según los autores canónicos, un dólar fuerte generalmente coincide con tipos de interés altos a corto y largo plazo en Estados Unidos, mientras que el resto del mundo se precipita a comprar dólares que percibe como instrumentos de seguridad.
Por esto mismo, aun sin contar con la incertidumbre bélica no esperada, una apreciación del dólar ya sea rápida o lenta, era inevitable. Más aún, la idea de un desplazamiento de la moneda estadounidense como moneda mundial es más que nunca una perspectiva fantasiosa: el respaldo al que todas las divisas convertibles del planeta confían su suerte son las líneas de swaps en dólares, que en principio están siempre disponibles.
Si estas cuestiones vienen a cuento en un blog que está dedicado al análisis estratégico de la industria TI, se debe a razón muy evidente: la invasión de Ucrania por las tropas rusas ha provocado una secuencia de catástrofes – aparte de la guerra misma – que se acumulan a las heredadas de la pandemia y sus consecuencias no cicatrizadas. Los lectores se harán preguntas, naturalmente. Las sanciones decididas por Estados Unidos y sus aliados contra Rusia han contribuido a disparar la demanda de dólares y, por lo tanto, a elevar su cotización en los mercados cambiarios. Esto no podía dejar de registrarse en los sismógrafos del sector, que normalmente están instalados lejos de España.
Cuando este sobresalto se analiza en su contexto, uno aprecia que ha trastornado radicalmente las relaciones comerciales y su manifestación más urgente – no la única y puede que tampoco la más grave – es la ruptura del suministro de gas ruso a Alemania y, por extensión una subida inédita de los precios de la energía, multiplicadores de todas las desgracias acumuladas.
La decisión del Kremlin de invadir Ucrania como reafirmación de un nacionalismo ruso diseñado para contraponerse a una globalización urdida por las potencias occidentales, tiene muy difícil retorno mientras Putin siga en su trono. Lo que ha motivado un agrio debate entre los partidarios de defender a ultranza de la integridad territorial de Ucrania y los postulantes de un apaciguamiento para ahorrarse una crisis prolongada. Aun suponiendo que la segunda postura sea bienintencionada, resulta inverosímil y probablemente inmoral.
Es preciso recordar que se ha llegado a esta situación porque Rusia se adueñó de Crimea en 2014 – Joe Biden era vicepresidente de Barack Obama – con el consentimiento tácito del bloque que hoy denuncia la política expansiva de Vladimir Putin. La implicación – directa o indirecta, según se mire – de Estados Unidos y de China en la escalada actual, eleva varios grados la temperatura en las relaciones geopolíticas hasta el punto de que ambas potencias tratan de aglutinar las posiciones de países muy alejados del teatro de guerra. Por consiguiente, considerarlo como problema europeo es quedarse muy corto.
Esta opinión del autor sirve de marco a una pregunta que le devuelve a la cuestión monetaria del comienzo: ¿qué garantías tienen aquellos países cuyas reservas se atesoran total o mayormente en dólares, cuando el estado que emite esta moneda de reserva se permite congelar las de otro estado con el que mantiene una situación de guerra (no declarada en este caso) como ocurre con Rusia, pero que en el futuro podría ser otro?
Mientras en las celebradas escuelas de negocios hispanas se ponga más énfasis en el marketing que en la teoría económica, será difícil que quienes han sido formados en sus aulas asimilen algo a lo que afortunadamente no suelen enfrentarse: ¿adónde se encamina el sistema monetario internacional, al que sus empresas están irremediablemente atadas? Martin Wolf, el muy respetado comentarista económico del Financial Times, evocaba a finales de marzo la probabilidad de un desorden monetario generalizado, que podría ser tanto o más grave que la inestabilidad de los años 70.
Extremando la advertencia de Wolf, otros han cebado su imaginación: la otra gran potencia en ascenso, China, podría estar pensando en disociarse en algún momento del sistema al que fue incorporada en los 70 como el precio a pagar por su ayuda para poner fin a la guerra de Vietnam. Otros lo consideran improbable por cuanto – aparte de la crisis económica interna, que daría para otro análisis – una gran masa de las reservas chinas está constituida por títulos de deuda del Tesoro de Estados Unidos, respaldados en dólares; es un volumen suficiente como para disuadir cualquier ilusión de encabezar un bloque de economías satélite cuyo astro sería el yuan o renminbi.
Estas conjeturas, aireadas por la rivalidad entre Estados Unidos y China que atizó Donald Trump y que ha proseguido su sucesor, se traducen en una caída generalizada de todas las divisas frente al dólar. No estará de más señalar que la recesión que ciertos charlatanes predicen con fruición electoralista, es todavía evitable y debería hacerse más por evitarla. En todo caso, el origen estaría en una guerra cruenta con culpable conocido, no emana de un ajuste económico y/o monetario como ocurrió con la crisis de 2007 a 2009.
Como concepto, el eventual desacoplamiento monetario de China despierta gran interés en el sector tecnológico por la obvia razón de que ese país es la primera fuente de su cadena global de suministro. La sola mención del aislamiento chino – voluntario o forzado – destruye la hipótesis en que se basa el equilibrio geopolítico que un periódico alemán expresaba así: Alemania exporta indefinidamente maquinaria a China para que con ella se fabriquen mercancías que los alemanes consumirán con avidez.
La realidad de las relaciones económicas es terca. No podría emerger un sistema monetario diferente al que gira en torno al dólar sin desacoplar al mismo tiempo la producción de mercancías en bloques igualmente diferentes. La dificultad de disociar las cadenas de suministro de componentes tecnológicos en las que se ha basado la industria durante décadas ha sido la muralla contra la que han chocado las variantes del proteccionismo instaurado (chapuceramente) por Trump y perfeccionado (legislativamente) por Biden. La pandemia ha sido la prueba tangible de lo que una paralización de esas cadenas puede acarrear: escasez de oferta e inflación.
Los ideólogos de las criptomonedas pueden decir cuantas sandeces sean tragadas por su parroquia, pero la hegemonía del dólar viene determinada por el peso de la economía y el aparato militar de Estados Unidos en el mercado mundial; también por la garantía que ofrece el carácter abierto de sus mercados, el libre flujo de mercancías y la alianza de intereses estratégicos con sus socios europeos y asiáticos (Japón, Corea e incluso alguno que coquetea a la vez con China), además de América Latina y Oceanía.