China is back. Con sólo tres palabras, el viceprimer ministro chino, Liu He, restó interés a todo lo que se había dicho en los días previos en Davos, la meca de la globalización. Fue al salir de una reunión con Janet Yellen, secretaria del Tesoro de Estados Unidos, por lo que la diplomacia sacó una impresión apresurada: algo está a punto de cambiar en las relaciones entre las dos potencias. Ojalá fuera así, porque hay muchos rotos que remendar. Tras ser ungido presidente por tercera vez, Xi Jinping ha ordenado virajes inesperados que corrigen algunas de sus medidas anteriores. El más notorio ha sido la renuncia a la política de Covid cero y a imponer el confinamiento de la población.
Dos semanas antes de iniciar el Año del Conejo – nace con mejores augurios que su precedente el del Tigre – China ha renunciado a la restricción de movimientos y empezado a a reabrir – cautelosamente – sus fronteras a los extranjeros. En total, han sido 1.016 días del cierre más prolongado del territorio de un país y, habida cuenta de sus dimensiones, es de temer que el primer efecto de la reapertura sea un rebrote de la pandemia. Pero también una normalización gradual de la economía.
Las consecuencias favorables para China y el resto del mundo son imaginables. Sin embargo, no puede ser indoloro el salto de una sociedad paralizada a una brusca eliminación de controles sanitarios que han fallado sistemáticamente por la negativa a administrar vacunas occidentales. Esta primera semana del calendario lunar 2023, se calcula en 1.400 millones el número de ciudadanos chinos que se van a trasladar a través del país – para la mayoría, el primer viaje en tres años a sus lugares de origen – y por ello se descuenta que el peaje será una expansión del virus en las zonas rurales. Desde que empezaron a levantarse las restricciones, en diciembre, más de 60.000 personas han muerto de Covid-19 en hospitales.
En este contexto, que es fruto de un clamoroso fracaso político, Xi Jinping parece haber aprendido que tendría que modificar tres rasgos de sus políticas autoritarias: la ilusión de Covid cero, la pasividad ante la catástrofe inmobiliaria y la domesticación de los magnates tecnológicos que creyeron posible desafiar al régimen.
El reseteo de la economía china ha empezado con explicables previsiones de contracción en los tres primeros meses, después de un 2022 en el que el crecimiento del 3% ha sido el más bajo en décadas. Pero, a partir del segundo trimestre, la mayor parte de los pronósticos auguran un rebote importante, generado por el descenso de los contagios y la reanudación de la producción.
Desde una óptica global, la reapertura de China puede ser el mayor acontecimiento económico de 2023. El aumento de la demanda de bienes, servicios y materias primas por parte del coloso asiático tendrá un impacto – difícil de cuantificar en este momento – que a no dudar será de gran calado y contribuirá, asociado a otros factores, a la recuperación global que empiezan a anunciar los organismos multilaterales.
Claro que no todo es positivo en el encendido de los motores económicos de China. Las sombras que se proyectan sobre la inevitable reactivación tienen raíces internas y externas. La segunda potencia mundial tropezará con limitaciones estructurales que han estado congeladas durante la emergencia.
Por un lado, están los gravísimos problemas de un sector inmobiliario hipertrofiado, que desde 2011 no han hecho más que agravarse y de lo que no tiene la culpa el coronavirus sino la imparable codicia de promotores bien relacionados con los funcionarios provinciales del partido gobernante: imitando una modalidad bien conocida en Occidente, la deuda privada de los especuladores ha sido desviada hacia conglomerados paraestatales que controlan la proliferación de nuevas y gigantescas ciudades. En la práctica, el sector de la construcción ha sido el principal impulsor del crecimiento de la economía china durante dos décadas y ahora se ven las consecuencias, en el peor momento: el gobierno estudia medidas para inyectar el equivalente a 250.000 millones de dólares.
La reabsorción del alto número de desocupados que son el resultado del cierre de la economía es otra tarea prioritaria. Las ayudas gubernamentales han sido insuficientes, según deja traslucir la prensa china, y los trabajadores están ansiosos por volver al trabajo. Una buena señal.
Los mayores problemas venideros se originan en la continuidad de la guerra comercial con Estados Unidos; de esto habrán hablado Liu y Yellen durante su encuentro de tres horas en Davos. Se dan dos circunstancias que condicionan ese diálogo: a pesar de las chuscas sanciones de Donald Trump luego reforzadas por Joe Biden, Estados Unidos sigue siendo el principal destino de la producción china mientras China retiene su condición de principal acreedor de la deuda pública estadounidense.
Antes de entrar en detalle en la relación comercial de China con Estados Unidos – y subsidiariamente con la Unión Europea, que tiende a seguir las directrices de Washington – resulta importante señalar otras consecuencias nada menores de la reapertura que se ha iniciado el 8 de enero.
La revitalización económica china actuará como revulsivo para los países exportadores de materias primas. Hoy, China es el comprador del 20% del petróleo mundial, del 50% del cobre refinado, el níquel y el zinc, así como del 60% del mineral de hierro. Por consiguiente, la demanda renacida dará lugar a un ascenso de los precios de estos (y otros) productos básicos, una contrariedad para la política antinflacionaria de los bancos centrales. Esta es una de las razones por las que tanto la Reserva Federal como el Banco Central Europeo descartan relajar prematuramente sus tipos de interés, que suelen ser criticados como inductores de una recesión que se aleja en el horizonte. Mientras tanto, las importaciones chinas actuarían como estímulos del PIB de los países exportadores.
Por el lado negativo – esta es una estimación de Goldman Sachs – el petróleo podría dispararse por encima de los 100 dólares por barril si las compras chinas se aceleran, una mala noticia para los países europeos, tan vulnerables a los costes energéticos.
En este cuadro, las cifras del comercio exterior de China han resistido las dificultades mejor de lo que se esperaba. En 2022, las exportaciones aumentaron un 7% hasta 3,6 billones de dólares y las importaciones salvaron el año con 2,7 billones (1,1% de crecimiento). De manera que 2022 se ha cerrado con un superávit comercial de 877.600 millones de dólares.
Mirando el conjunto de estos factores, los economistas de la banca occidental calculan que la reapertura china puede representar en el período 2023-2024 las dos terceras partes del aumento del PIB global. Una perspectiva, sumada a consideraciones vinculadas a la invasión rusa de Ucrania [Vladimir Putin se ha convertido en un socio incómodo para Xi Jinping] podría conducir a una relajación gradual de las medidas coercitivas de la administración Biden contra las empresas chinas.
Tal vez resulte un cálculo ingenuo, porque los agravios recíprocos han llegado demasiado lejos y ambas potencias están muy lanzadas en la conformación de alianzas que ostensiblemente van dirigidas a debilitar al adversario.
Los obstáculos que han encontrado las compañías multinacionales han modificado sus prioridades. Un ejemplo de libro es Apple, ansiosa por mudar la fabricación de sus dispositivos a otros países sin por ello sacrificar el mercado chino, donde genera una quinta parte de sus ingresos. Aunque no hay muchos países que reúnan las condiciones para tomar el relevo.