Conseguir que Intel vuelva a ser cabalmente competitiva sería una tarea titánica, tal vez quimérica, a la que nada contribuye el extravagante acuerdo por el que la administración Trump asumirá el 9.9% de las acciones a cambio de 8.900 millones de dólares. “Asumir” es el verbo justo, no así “adquirir”, ya que la operación se limita a capitalizar sumas no desembolsados pero prometidas por la administración Biden bajo condiciones que se dan sin más por cumplidas. Se capitalizan, pero no son recursos nuevos con los que la compañía no contara, he ahí una falacia del anuncio presidencial: I PAID ZERO FOR INTEL, IT IS WORTH APPROXIMATELY 11 BILLION DOLLARS, en el reconocible estilo de Donald Trump.
Lip-Bu Tan
La suma es correcta: esta supuesta inversión gubernamental de 8.900 millones se añade a otros 2.200 millones recibidos anteriormente, con lo que la cuantía procedente de la CHIPS Act se eleva a los 11.100 millones de dólares. La transacción puede resumirse así: no hay emisión de acciones nuevas, los accionistas ceden al gobierno casi una décima parte de la compañía que es de su propiedad. ¿A quién la ceden, exactamente? Lo más probable es que las acciones se adjudiquen al departamento del Tesoro, pese a que quien más ha agitado las aguas ha sido el servicial secretario de Comercio, Howard Lutnick. Este ha criticado que Biden regalase millones a Intel sin devolver recibir nada a cambio “al pueblo estadounidense”. Estas noticias han sido recibidas tibiamente por la bolsa, pero aun así la cotización actual supera en un 16% la inicial del año.
Algunos detalles han sido facilitados por el nuevo CFO de Intel, David Zinsner en una conferencia de Deutsche Bank. Al responder a un analista financiero, Zinsner – pieza clave por obvias razones – avanzó que la cantidad pendiente debería llegar en pocos días y que esa liquidez “solidifica” el balance haciendo innecesario acudir al mercado de capitales para cubrir compromisos de corto plazo. Ante otra pregunta, dijo ver “sólo ventajas” en la propuesta de convertir dinero diferido en acciones. Según precisó, el acuerdo excluye que la administración designe un miembro del consejo.
Aunque la entrada de un accionista “pasivo” – el adjetivo es del CFO – tendrá como efecto una dilución de la participación de los actuales, Zinsner la destacó como un mensaje de respaldo enviado al mercado que va explícitamente vinculado a la continuidad de la estrategia de fabricación de semiconductores para terceros en territorio estadounidense. Una cláusula del acuerdo contempla expresamente la prohibición de que Intel venda activos de su filial Foundry sin consentimiento del gobierno federal. Exactamente lo contrario de lo que proponía una facción entre los accionistas.
Con el acuerdo, Intel puede que haya ganado tiempo para buscar soluciones más sólidas, pero ha tenido que posponer al 2030 el plazo de terminación de una nueva planta prevista en Ohio, la más moderna de su infraestructura. Ha circulado una hipótesis – audaz pero políticamente imposible – en la que TSMC entraría en el accionariado comprometiéndose a transferir a Intel tecnología con la que esta pudiera acelerar el desarrollo de Foundry. Nada se puede descartar del todo y para siempre, pero esta idea peregrina choca con la obsesión de Donald Trump de devolver a Estados Unidos la hegemonía industrial. Además, no se adivina a cambio de qué podría Trump convencer al rival taiwanés de que permita a Intel husmear en su propiedad intelectual.
De poco serviría a Intel la modesta inyección de capital orquestada por Trump – muy insuficiente – aunque lograra completar la construcción de las nuevas plantas del programa Foundry: más allá de sus intenciones, la compañía ha acreditado la tesis de que no es capaz por sí sola de fabricar chips competitivos a partir de diseños de terceros. Los ingenieros de Intel, lógicamente bajos de moral, saben hacer lo que han hecho durante años, pero pedirles ahora que compitan con Samsung y TSMC es demasiado pedir.
Tampoco Lip-Bu Tan ha dado muestras de confiar en ellos, como atestigua el modo de anunciar despidos a granel. En estos días se ha sabido que Michelle Johnston Holthaus, directora de producto los últimos diez meses, deja la compañía en la que ha trabajado treinta años. Por otro lado, Srinivasan Iyengar, procedente de Cadence – la empresa que ha dirigido Lip-Bu Tan durante años – se ha incorporado a Intel como jefe de una nueva división bautizada Central Engineering Group. Su misión ha sido descrita en estos términos: “liderar las funciones horizontales de ingeniería y construir un nuevo negocio orientado a una amplia gama de clientes externos”.
Recordatorio: el negocio de Intel consta de dos actividades claramente diferentes. Una relativamente lucrativa y otra claramente ruinosa. La primera se manifiesta en sus productos ´de toda la vida`, procesadores para ordenadores y servidores, de los que factura últimamente unos 49.000 millones de dólares anuales, con un margen bruto alineado con la industria (del 30% al 50%) y un capex anual de menos de 5.000 millones de dólares, el máximo que que permiten unos beneficios moderados y a la baja por su débil presencia en chips para IA. En cuanto a la actividad ruinosa, es la fabricación para terceros, fallido caballo de batalla de Pat Gelsinger: factura como mucho 18.000 millones de dólares y en 2024 sufrió pérdidas de 13.000 millones.
Las finanzas de Intel muestran desde hace años un deterioro vertiginoso y entre 2022 y 2024 han caído de 63.000 a 53.000 millones de cifra de negocio, mientras el margen bruto bajaba del 43% al 33% y los beneficios operativos se volvían pérdidas. El año pasado, Intel lo cerró con pérdidas de 18.000 millones y en los primeros seis meses de 2024 reincidió perdiendo otros 3.800 millones. Tratando de escapar de su contradicción, Intel ha invertido unos 25.000 millones en capacidad productiva, el equivalente a la mitad de su cifra de negocio, con lo que elevó la deuda a un nivel que muchos analistas califican como insostenible.
Así, la capitalización bursátil, gracias a las ayudas prometidas por Biden, subió a 212.000 millones de dólares en 2023 para desplomarse al año siguiente a 88.000millones. Ahora está en 114.000 y se sitúa en el puesto 14º entre las compañías de semiconductores: ha pasado de dominar casi completamente el mercado de ordenadores a no suministrar casi ninguno de los chips usados en los servidores de IA.
El nombramiento de Lip-Bu Tan como CEO ha aliviado los costes mediante un procedimiento archiconocido: 20.000 despidos anunciados para este año que se suman a los 15.000 de 2024. El CEO ha pausado los gastos de capital e intenta centrar su prioridad en el desarrollo de software, un eterno punto crítico: es consciente de que lo primero es mejorar el diseño de los chips con el máximo de flexibilidad para aplicarlo a clientes externos y dejar para más adelante cómo los va a fabricar.
Según la bien informada consultora Semianalysis, Intel necesitaría invertir unos 50.000 millones dólares antes de 2027 para hacer que su actividad de fabricación resulte viable y competitiva, basándola en la tecnología conocida como 18A, de la que lleva hablando varios años como base de su futuro catálogo. En cambio, de cara a la fabricación para terceros, se asienta la apuesta por 14A, generación de 1,4 nanómetros con la que espera poder competir de igual a igual con TSMC.
Sin abusar de la paciencia de los lectores, es hora de cerrar la crónica resumiendo que cualquier alternativa viable introduce múltiples incertidumbres que pocos inversores privados estarán prestos a asumir. Contar con una administración voluble como socia a la vez que garante no es algo que necesariamente les tranquilice.