La pasada ha sido una semana trascendental para Microsoft: presentaba y ponía en circulación una versión beta para consumo de su nuevo sistema operativo Windows 8, que cambia radicalmente el enfoque seguido durante décadas. Entre otras cosas, por la adopción de la arquitectura ARM, la consiguiente pluralidad de procesadores, y un interfaz que converge con el usado en Windows Phone. Un tránsito importante, que se ha escenificado con extraña discreción, casi de tapadillo, en un salón del hotel Cataluña Plaza, de Barcelona. Justo enfrente, en el recinto de la Fira, el stand de Microsoft en el pabellón 1, lucía desangelado, muy diferente al de otros años en la misma ubicación central.
Una interpretación plausible diría que Microsoft prefirió dejar el primer plano a Nokia, prácticamente el único adalid de Windows Phone, cuyo stand, aunque excéntrico, resultó ser uno de los más animados de la feria. Una cosa no quita la otra: Windows 8 está llamado a encarnar el ingreso (tardío, y por tanto esperado) de Microsoft al mercado de las tabletas, por lo que la ocasión merecía una presencia más activa en el MWC. Por no estar, no estuvo Steve Ballmer, que año tras año ha protagonizado este evento.
Esta suma de circunstancias ha suscitado comentarios acerca del alcance de la transición iniciada por Microsoft en un año crucial. Uno de esos comentarios reaviva los rumores acerca de la próxima retirada de Ballmer. Con todo mi recelo hacia los rumores – a menudo interesados y no pocas veces falsos – el hecho de que la prensa seria se hiciera eco me ha animado a pensar que convenía explorar su fundamento. Es el tema de mi post de hoy: está visto que no me será fácil desprenderme del síndrome post-MWC.