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  28/09/2015

28Sep

La actualidad de estos días ha tenido varios ejes de interés, uno de ellos el fraude mediambiental de Volkswagen. ¿Por qué habría de ocuparse del asunto un blog como este? Un lector se sorprendía de que en los últimos meses he dedicado varias crónicas a la industria automovilística, pero habrá más en lo sucesivo: cualquier coche de hoy lleva más circuitos electrónicos y tanto o más software que la mayoría de los ordenadores y dispositivos de uso corriente. Y se acentuará, sin duda, con el auge del coche conectado y no digamos con la futura conducción autónoma. Lo que hoy me importa destacar es el protagonismo adquirido por un algoritmo nada inocente.

En el centro del escándalo se encuentra un dispositivo – Engine Control Unit – diseñado y fabricado por Robert Bosch GmbH. El propósito de esa ECU es someter al vehículo a un test de laboratorio, en el que se simulan maniobras prescritas por la EPA, agencia medioambiental de Estados Unidos, sobre un dinamómetro – físicamente, dos rodillos equipados con sensores – lo que permite medir la emisión de óxido de nitrógeno (NOx) producido por la combustión de su motor diesel. El test estándar pretende asegurar que ese vehículo cumple con los parámetros definidos por la EPA en cumplimiento de la Clean Air Act.

El problema, tal como descubrieron pruebas independientes hace un par de años [ocultadas desde entonces], es que el software del dispositivo incorpora un algoritmo que le permite distinguir automáticamente si está funcionando en «dyno mode» o en «road mode«. En el segundo caso, ya en circulación real, desactiva el control de emisiones, que pueden multiplicar entre 10 y 40 veces los parámetros aceptados. Un engaño en toda regla, con el agravante de que sirve de base a las subvenciones que suelen concederse a los coches equipados con sistemas supuestamente menos contaminantes.

La normativa americana – más rigurosa que la europea, contra lo que suele decirse – debió entrar en vigor en 2004, pero la industria negoció una moratoria hasta 2007, para desarrollar durante ese plazo un proceso llamado AdBlue, consistente en inyectar una cierta cantidad de urea en el catalizador, que reduce la generación del NOx. Todas las marcas usan esta técnica, e incluso la usa VW en varios de sus modelos, pero no en los más vendidos de la marca, que presuntamente resolvían el problema de otro modo, como quedaba demostrado al pasar el test. Un engaño en toda regla.

No creo que tengan asidero los pronósticos sobre una industria diezmada por las sospechas. No es la calidad de los productos Volkswagen lo que está en discusión, sólo la ética de sus directivos. Que se sepa, las consecuencias se limitan a este fabricante, que ha tenido que provisionar 6.500 millones de dólares para hacer frente a indemnizaciones. El monto se antoja corto, pero al final todo dependerá de los acuerdos extrajudiciales que alcance con las autoridades y otros litigantes. Si esa fuera la cifra final, dividiéndola entre los 11 millones de coches equipados por el dispositivo trucado, el coste para Volkswagen sería de unos 650 dólares por unidad, aproximadamente el 2% del precio medio de la marca. Suponiendo, claro está, que los usuarios reclamen, porque en la práctica es discutible que hayan sido perjudicados (a menos que se trate de conductores con arraigada conciencia ecológica).

Mi impresión es que el problema de fondo va más allá de la industria de automoción. Toda regulación necesita apoyarse en métricas creíbles y verificables, para evitar que, como escribe Jesús Mota en El País, se dedique «más tiempo a burlar las normas que a innovar y ganar productividad». Como era de esperar, ya han surgido fundamentalistas para sostener que el problema no ha estado en la voluntad de engaño sino en el exceso de regulación, que induciría a trampear.

Hace bien poco se ha demostrado que un coche conectado a Internet puede ser hackeado; por espectacular y hasta divertido que fuera el experimento, ha servido para poner de relieve que en un mundo en el que más y más y más ´objetos` inanimados son controlados por software, este puede servir para «mentir» a los humanos si está programado para ello. La supuesta inteligencia que se les atribuye [en nuestros días todo tiene que ser smart] puede consistir, como es el caso, en que un software embebido decida cuándo conviene someterse a un test y cuándo saltarse las normas. Es un motivo de reflexión, y como tal lo dejo ahí: lo que llamamos Internet de las Cosas es una extensión tan súbita de fronteras tecnológicas y sociales que ni siquiera tiene estándares ni regulaciones. Un problema cuyas dimensiones desconocemos todavía.


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