Los wearables sigue buscando un modelo de negocio idóneo para cumplir con las altas expectativas despertadas por la categoria. La etiqueta designa dispositivos dispares, pero hasta ahora su uso dominante es bastante elemental, como auxiliares para el seguimiento de la actividad física. Según un informe de NPD Group, el año pasado generaron ingresos por 330 millones de dólares, y el 97% de la cifra se lo repartieron tres marcas de pulseras deportivas (Fitbit, Jawbone y Fuelband/Nike) más las aplicaciones para smartphone, encargadas de recoger los datos y transformarlos en gráficos personales.
No es mucho dinero ni tampoco un gran volumen: según Canalys, este año se venderán 17 millones de unidades, que en 2017 serán 45 millones. No van a cambiar la economía de la electrónica de consumo, necesitada de revulsivos. Sin embargo, ningún fabricante quiere quedarse al margen: el crecimiento de la demanda de smartphones depende de los países emergentes, mientras que en los desarrollados roza la saturación. El marketing hace lo que puede para convencer a los consumidores de que sustituyan un modelo por el siguiente – con un chip más potente, una memoria superior, una pantalla más grande y de mejor resolución – a ser posible sin cambiar de marca. Estos argumentos son relativos. Es un axioma que el valor de un smartphone se ha desplazado al software; pero a) los márgenes del software son más estrechos que los del hardware, a menos que se venda masivamente, y b) no hay tanta inventiva para imaginar aplicaciones que se vendan masivamente.
¿Cuál es la alternativa? En la jerga de los vendedores, «una superior experiencia de usuario». Ha de ser atractiva y tener impacto real en la vida del consumidor. La respuesta a la pregunta está llevando a reorientar el propósito de los wearables; reconvertirla de la monitorizacion de fitness a la monitorización de la salud personal. En rigor, la idea se remonta a 2008, sólo que entonces se hablaba de PHR (personal health record) para describir sendos almacenes de informes médicos personales: Google Health (cancelado en 2012) y Healthvault, al que Microsoft no ha renunciado formalmente pero del que no ha vuelto a saberse.
El primer fabricante de smartphones que intuyó este potencial fue Samsung, que equipó su modelo Galaxy S4 (marzo de 2013) con una cantidad de sensores biométricos y una aplicación llamada S Health. Cumplia con el primer requisito (ser atractiva) pero no tuvo impacto real por no estar asociado a un servicio que le diera valor. En el Galaxy S5, redujo el número de sensores embebidos, pero la marca coreana ha seguido proclamando la salud personal como un eje de su familia de dispositivos móviles. El ´reloj inteligente` Galaxy Gear 2 persevera en esa línea, aunque no sea su característica principal.
El paso más reciente lo ha dado Apple, que en su conferencia WWDC anunció HealthKit, software integrado en su nuevo sistema operativo iOS 8 para que partners y desarrolladores puedan explotar las posibilidades de recoger, almacenar y visualizar información de salud personal a partir de sensores específicos y aplicaciones creadas al efecto. Si será una función del futuro iPhone 6 o del supuesto iWatch, no se ha aclarado todavía, pero la plataformas HealthKit arranca con dos partners de importancia en Estados Unidos: la Clinica Mayo y Epic Systems.
Google no podia quedarse sin responder. La semana pasada trascendía que en su próxima conferencia I/O, a finales de este mes, va a rescatar y readaptar su idea del 2008 para rebautizarla Google Fit; será, al parecer, un servicio de registro y acopio de parámetros personales de salud, que estaría basado en Android Ware, la versión de su sistema operativo para wearables, que ha puesto a disposición de varios fabricantes afines. Es poco probable que Samsung se encuentre entre ellos, ya que últimamente tiende a dar preferencia a su propio sistema operativo Tizen, marcando distancias con Android.