Sería improcedente la comparación con la abortada ley Sinde. Por varias razones: porque el proceso de elaboración legislativo en Estados Unidos está mejor articulado que en España, y porque también lo están las fuerzas que actúan en favor o en contra del proyecto de ley llamada SOPA. Bajo el acrónimo (Stop Online Privacy Act) se promueve un intento de reforzar las barreras existentes contra la piratería online, pero las partes no disimulan sus intereses económicos; por el contrario, estos son el núcleo del debate: decenas de abogados y lobbystas de Washington se afanan en defender o criticar el proyecto de ley, que entretanto ha perdido algunos apoyos que tenía en la industria.
Frente a los estudios de Hollywood y las discográficas, que junto con la Cámara de Comercio son los inspiradores del texto, se ha alzado la flor y nata de las empresas de Internet (Google, Facebook, Yahoo, Amazon, Twitter y Linkedin, entre otras) que presionan en contra. En una postura intermedia se ha colocado la organización Business Software Alliance (BSA), tras el significativo cambio de opinión de Microsoft, uno de sus miembros más influyentes, que inicialmente lo apoyaba.
El dramatismo de los argumentos económicos es de rigor en estos casos. Los partidarios de la SOPA sostienen que los sitios P2P basados en el extranjero reciben cada año 53.000 millones de visitas de internautas estadounidenses, y en consecuencia miden en 135.000 millones de dólares el valor de los contenidos pirateados. La central sindical AFL-CIO estima que la piratería es culpable de la pérdida de 19 millones de empleos (¡) en Estados Unidos.
Las dudas que suscita el proyecto van desde su dudosa constitucionalidad a la eficacia económica. El punto más cuestionado de SOPA es el que ordena – no faculta, sino que ordena – a los proveedores de acceso a Internet el bloqueo de los sitios que un juez haya definido previamente como infractores del copyright sobre contenidos de producción estadounidense. Comoquiera que esos infractores normalmente están domiciliados en el extranjero, el bloqueo se ejercería a través de filtros técnicos en el sistema de dominios DNS, para evitar que los internautas estadounidenses puedan acceder a ellos. Este sería un ejercicio de supremacía extraterritorial que quebraría la integridad global de Internet y restringiría la libertad de comunicación. El New York Times lo ha definido como The Great Firewall of America.
Los críticos subrayan que, técnicamente, si la ley fuera aprobada, sólo podría hacerse efectiva mediante un discutible procedimiento denominado DPI (deep packet inspection), que haría posible inspeccionar cada byte enviado a través de una red, para determinar si infringe el copyright. Este sería uno de los componentes que llevan a temer una reactivación de los conflictos, ahora apagados, en torno a la gestión del sistema internacional de dominios. Internet fue originalmente desarrollado en Estados Unidos y, en consecuencia, el país goza de una influencia desproporcionada sobre su gobierno: la organización ICANN es jurídicamente estadounidense, y en su territorio se encuentran los servidores de los dominios genéricos. Un cambio legislativo como el que se propone daría alas a un nuevo cuestionamiento del artefacto institucional.
Asimismo, los principales motores de búsqueda, redes publicitarias y de pagos online están basadas en Estados Unidos, desde donde atienden a sus clientes de todo el mundo. Si la ley convirtiera a estas empresas en instrumentos necesarios de la guerra contra los sitios extranjeros de file-sharing, las tornas se volverían en contra.
Otro elemento ilumina la naturaleza económica de la controversia. Docenas de empresas estadounidenses de software y telecomunicaciones forman una alianza heterogénea conocida como Digital Due Process Coalition, cuya tesis central es que la Electronic Communications Privacy Act (ECPA) vigente desde 1986, puede llegar a ser un obstáculo para vender servicios de cloud computing: sus clientes extranjeros – advierten – no estarán dispuestos a alojar sus datos sensibles en servidores expuestos a una doctrina que no les garantiza su inviolabilidad.
El cambio de postura de Microsoft, que aparentemente comparten Adobe y Apple, también miembros conspicuos de BSA, esboza una evolución interesante: esta organización, nacida para defender sus ingresos contra las pérdidas ocasionadas por la piratería, empieza a representar intereses más complejos desde que sus asociados se han convertido en proveedores de servicios cloud. Puede que esto explique que BSA, tras dar la bienvenida al proyecto como “un paso en la buena dirección”, se descuelgue diciendo que “va demasiado lejos”. Tampoco a los operadores de telecomunicaciones les gusta la SOPA, que los convertiría de hecho en cancerberos de los contenidos que circulan por Internet.