Finalmente, ¿ha despertado? La semana pasada Facebook se atrevió a no publicar un mensaje en el que Donald Trump respaldaba la tesis infundada según la cual los niños serían inmunes a los efectos de coronavirus. Lo mismo hizo Twitter, pero es una novedad absoluta que Mark Zuckerberg consienta censurar una mentira presidencial. La significación del gesto es doble porque se relaciona con el boicot publicitario emprendido en julio por un millar de anunciantes en solidaridad con las protestas antirracistas en Estados Unidos. Esta iniciativa, con un punto de voluntarismo, pretendía castigar a Facebook en su cuenta de resultados por su inacción ante el aluvión de comentarios racistas en su red.
La controversia no es nueva, pero no puede embarullarse en una discusión genérica sobre la llamada Big Tech. La resistencia de Zuckerberg a una política que considera contraria a la libertad de expresión le ha traído frecuentes quebraderos de cabeza. Durante los disturbios que siguieron a la muerte de George Floyd, sus críticos entendieron que esa permisividad no debería llegar al extremo de abrir su red a quienes denigran a la víctima de exceso policial.
La explicación de Zuckerberg empeoró las cosas: “no creo que el papel de Facebook sea actuar como árbitro de la verdad”. Si el correctivo a Trump es un cambio de actitud duradero, se sabrá pronto porque el ocupante de la Casa Blanca no tardará en volver por donde suele.
Organizaciones clásicas de defensa de los derechos civiles, como la NAACP o de nuevo cuño como Color of Change, iniciaron el rechazo a la tibieza de Facebook, pero sería un movimiento nacido del vientre de Internet, #StopHateforProfit el que daría forma al boicot y consiguiera que grandes marcas como Coca-Cola, Procter & Gamble, Ford, Unilever y Starbucks, entre otras, acogieran el llamamiento y prometieran que temporalmente no se anunciarían en Facebook.
Tampoco hay que tomarse demasiado al pie de la letra el civismo de estos anunciantes. El caché solidario – pero no contestatario – que da a sus marcas su adhesión al boicot, compensa con creces la ausencia de sus anuncios en la red social por antonomasia. Además, el boicot ha llegado en pleno recorte de presupuestos publicitarios motivado por la Covid-19. Los analistas especializados de una división del grupo Interpublic pronostican que el gasto mundial en publicidad caerá este año un 12,8%, hasta los 144.000 millones de dólares. De manera que el movimiento de boicot ha sido en alguna medida oportuno: algunos agencias de medios aconsejaron a sus clientes participar en la medida; sobre todo teniendo en cuenta que cubriría sólo el mes de julio y que las organizaciones convocantes anunciaron que no pedirían su prolongación.
Por otro lado, la cuenta de resultados ha resistido sin problemas el boicot. Unos pocos anunciantes lo empezaron en junio, pero los ingresos de Facebook al cerrar el 30/6 el trimestre registraron una recaudación de 18.700 millones de dólares, un 11% más que en el período equivalente de 2019. Habrá que esperar a octubre, cuando se publiquen los datos del trimestre actual, para confirmar la normalidad. Al fin y al cabo, el gran negocio publicitario de la compañía no son los 1.000 grandes sino una vasta multitud de pequeños negocios que dependen de su plataforma para llegar a audiencias segmentadas por algoritmos muy eficaces. Este es un valor que ningún otro medio ofrece y esto explica que Facebook acoja anuncios de casi 8 millones de pequeños negocios que no se sumarán a ninguna protesta.
El año pasado, los 100 mayores anunciantes en Facebook representaron el 6% de sus ingresos publicitarios, según ha calculado la plataforma de marketing Pathmatics. Y no todos esos 100 se han sumado al boicot en 2020. Para hacerse una idea: la recaudación publicitaria de Facebook fue de casi 70.000 millones de dólares en 2019, sin que en nada le afectaran las críticas por dejar que los mensajes indeseables (o mentirosos) pasaran a través de sus filtros, deliberadamente débiles.
Esto no quiere decir que Facebook no haga nada para contrarrestarlos. Al menos, tiene que dar la sensación de que se mueve; es lo que trata de airear Sheryl Sandberg, directora de operaciones, cuando repasa los logros de la casa. Facebook ha publicado una auditoría sobre el impacto que sus prácticas pueden tener sobre los derechos civiles [en Estados Unidos, que el mundo es grande y variado]. Queda mucho por hacer, admite la mano derecha de Zuckerberg, a la que el runrún atribuye una posición más progresista que la de su jefe. En todo caso, Sandberg ha querido dejar claro que lo hacen porque es lo correcto, no porque sentirse presionados.
Para evitar que los bulos se cuelen en su red, Facebook ha hecho cambios en su news feed, para priorizar los contenidos originales en perjuicio de las repeticiones; al mismo tiempo, ha anunciado que etiquetará – como ha hecho Twitter – algunos post de figuras políticas que no se ajusten a las reglas de la comunidad.
Tradicionalmente, la actitud de Zuckerberg ha consistido en echar balones fuera, como si Facebook fuera aún aquel entretenimiento de niñatos en Harvard. En su reciente declaración ante el Congreso, el fundador trató de refutar la idea de que su empresa [es suya porque controla más del 60% de los derechos de voto] sea un monopolio publicitario. Explicitó que Google es la mayor plataforma de publicidad online y Amazon es la que más crece. ¿A mí por qué me miran?
Si algo ha puesto de relieve el episodio del boicot es que la compañía se encuentra en una encrucijada entre la presión pública y la presión política. Mark Zuckerberg siempre se ha resistido a tomar una posición clara; en el momento que lo haga, cargará con esa mochila el resto de su vida. El problema es que pocos le toman en serio cuando se esconde detrás de la libertad de expresión, aunque en él sea una inercia.
Facebook ha dado la cara, eso sí. Montó reuniones con anunciantes, nada complicado, para escuchar sus preocupaciones; a cambio, la compañía expuso cómo entiende el principio de neutralidad. Pero, cuando se trata de personalidades de relieve político, no es sencillo porque se pone en juego la imagen pública de ambos lados: un político que se precie no puede dar la impresión de ser una marioneta de Zuckerberg ni este dejarse dar a entender que comparte tal o cual postura, algo que no tardaría en salir en los medios.
En una entrevista muy difundida, Zuckerberg trató de salir del paso haciendo valer su condición de judío para explicar cuánto le duelen los mensajes de negación del holocausto que Facebook rechaza censurar, en nombre de la libertad de expresión.
Esta retórica puede servir de poco durante la campaña electoral que se avecina cargada de trucos sucios. Ha quedado demostrado – y muy criticado – que la red social difundiera un mensaje del presidente Trump [when the looting starts, the shooting follows] sin etiquetarlo con una advertencia, como hizo Twitter por segunda vez encolerizando al poderosos tuitero. A Zuckerberg le sobra quien le escriba los argumentos: hace tres años – ha dicho recientemente- se eliminaba un 23% de los contenidos antes de que llegaran al público; ahora es el 89%. Parece no haberse dado cuenta de que si el 89% de los contenidos son eliminados es una prueba de la bajísima calidad de lo que genera esa supuesta comunidad. Zuckerberg ha tenido la enorme habilidad de crearla pero el monstruo está fuera de control.
El potencial tóxico de Donald Trump eleva ese problema a primer plano. Negarse a censurarlo pudo ser en su momento una protección contra las presiones de la escena política estadounidense [en otros países, el malabarismo le ha salido gratis] pero ahora mismo puede dar la impresión – seguramente falsa – de que en ciertos asuntos se ha alineado con el presidente. Según se desarrolle la campaña [esperando que no haya un escándalo de interferencia extranjera] la imagen de Zuckerbeg puede salir maltrecha.
No faltan motivos para pensar que el mayor cuestionamiento ético no vendría de los usuarios ni de los anunciantes, sino de la plantilla de Facebook. Sus 45.000 empleados – entre los que no abundan los carcas – han sido reclutados bajo la premisa idealista de que ayudarían a conectar el mundo con sus aplicaciones. Pero la imagen de la compañía entre ellos se ha deteriorado por una serie de controversias que han afectado su moral interna. Lo ocurrido últimamente ha agravado ese espíritu, algo que quedó patente en un documento filtrado al Washington Post: tras una semana de debates abiertos, la pregunta al CEO que recogió más votada fue esta: ¿por qué no someter a los políticos a un sistema de verificación de lo que ´postean` en Facebook?
El asunto tiene una envergadura que va mucho más allá de Facebook y de la voluntad de sus directivos. El episodio es parte de una discusión global sobre los límites del principio de libertad de expresión en un mundo – el de las redes sociales – en el que los ataques ad hominem y los bulos malintencionados tergiversan toda discusión. Zuckerberg ha respondido a esta disyuntiva como ciudadano estadounidense: ni él ni Facebook están habilitados para coartar ese principio. Pero su compañía es global y sus reglas de funcionamiento se aplican en todo el mundo.
El verdadero debate sobre Facebook se viene escamoteando desde hace años por voluntad de su fundador. Si gran parte de la población – no sólo en su país de origen – reconoce que es su principal vínculo con la información, sea veraz o falsa, ¿no sería hora de que Zuckerberg abandone su resistencia a que su creación sea tratada en consecuencia, como un medio de comunicación, que resulta ser el más influyente del mundo? En tal caso, sería normal que los contenidos de Facebook – engañosamente comunitarios – se expusieran al escrutinio independiente [el arbitraje de la verdad, lo llamaría él] y a una regulación equivalente a la que rige sobre la prensa. No es mucho pedir, pero parece otro imposible.