Pudo haber sido uno de esos juicios interminables, que se alargan años y consumen millonadas en honorarios. Las partes han preferido acortar el espectáculo con un acuerdo extrajudicial de poca monta: 245 millones de dólares en acciones pagará Uber a Waymo – filial de Alphabet – por haber violado su propiedad intelectual en el desarrollo de coches autónomos. Se esperaba que el veredicto hubiera servido para «enviar una potente señal – palabras del juez – acerca de los límites de la apropiación y uso indebido de secretos industriales”. De haber proseguido, el juicio habría dañado todavía más la reputación de Uber, pero 245 millones es poca cosa para una empresa que, se supone, vale unos 70.000 millones.
Aunque la cuestión a dirimir tenía nulo glamur, el caso tenía ciertos ingredientes de thriller de Hollywood. De hecho, el juez William Alsup –el mismo que ha llevado los juicios de Oracle contra Google – no se resistió a comentar que nunca había visto antes tantos abogados en una sala.
Algo ha cambiado en el tratamiento judicial de los litigios en torno a la tecnología, históricamente prevalecía un espíritu moralista: determinar quién era el malo de la película. En la actualidad, los jueces se han especializado e instruyen a los jurados para que tengan en cuenta si el demandante ha sufrido un perjuicio económico real. Este ha sido el caso.
En 2015, un ingeniero de Waymo, Anthony Levandowski, decidió que el empleo le quedaba chico: quería marcharse a crear su propia empresa. Se cruzó con Travis Kalanick, fundador y por entonces CEO de Uber. Este, preocupado (según declaró en el juicio) por la desventaja de su proyecto de coche autónomo, negoció con Levandowski su incorporación a Uber, previa compra de su nonnata compañía, que tomaría el nombre efímero de Otto, por la que Uber pagó 640 millones de dólares en agosto de 2016.
Durante su tránsito, Levandowski se llevó a casa 14.000 archivos de información confidencial de Waymo. Llama la atención que la demanda no fuera contra el empleado desleal sino contra quien lo empleó a continuación y, presuntamente, se benefició de sus secretos.
La tecnología que más podía interesar a Uber está básicamente relacionada con un sensor laser llamado LIDAR (light detection and ranging) imprescindible en un coche autónomo pero que no es sencillo perfeccionar. Google, luego Waymo, empleó siete años y 1.100 millones a desarrollarla para su proyecto de coche sin conductor. Una parte de esa inversión fue dedicada a testear y aprender de los fallos de la tecnología.
Aquí está la cuestión conceptual del litigio: no se trataba de apropiarse de la tecnología sino de los frutos del aprendizaje. Una patente requiere un registro fundamentado para que esté protegida durante el período que fija la ley y/o genere licencias. Los secretos industriales son secretos mientras no se le ocurran a otro. Y pueden consistir en ´información negativa` que es relevante porque evita cometer los errores que otro ha cometido antes. Para que la transmisión de un secreto sea considerada ilegal, habrá que demostrar que tiene valor económico tangible. En este caso, poner una cifra al tiempo que Uber pudo ganar gracias a la ´información negativa` obtenida por Levandowski, es la clave de todo el enredo. Waymo no ha conseguido una prueba concluyente pese a la abundancia de documentos presentados.
Kalanick ha negado que los archivos de Waymo llegaran a sus manos o influyeran en el diseño de su LIDAR. En cuanto a Levandowski, no estaba imputado y no fue llamado como testigo porque había advertido que se acogería a la quinta enmienda para no declarar contra sí mismo. Al no poder interrogar bajo juramente a Levandowski, la posición de Waymo se debilitó: no era seguro que pudiera convencer al jurado de que Uber, la parte demandada, se había beneficiado.
Las sesiones tuvieron momentos curiosos. Kalanick, inusualmente conciliador esta vez, empleó una jerga colorida que la mayoría del jurado no entendía como ¿qué significa cheat code, señoría? Por su lado, los letrados de Waymo obtuvieron la venia para mostrar un vídeo de YouTube que Levandowski envió en su día a Kalanick y que contenía aquella secuencia del filme Wall Street en la que Gordon Gecko (Michael Douglas) pronuncia la célebre frase. «Greet is good».
En el fondo, los episodios peliculeros arraigan en ciertos rasgos del Silicon Valley. El juez Alsup advirtió de entrada que el veredicto, cuando lo hubiera, no debería sentar un precedente que impidiera a un ingeniero llevarse consigo el conocimiento adquirido al cambiar de empleador. No sería aceptable, sugirió, practicarle una lobotomía (sic) antes de irse de una empresa a otra, advirtió.
Se daba una circunstancia añadida, que pudo haber influido en el acuerdo final. Mucha gente ha llegado a pensar [los taxistas madrileños, sin ir más lejos] que Uber era un invento diabólico de Google/Alphabet. Se debe a que en 2013 Google Ventures invirtió 258 millones de dólares en la startup, por lo que Kalanick ha podido decir que ambas empresas tenían una relación de «hermano mayor a hermano menor». La fraternidad se enturbió cuando Kalanick se dedicó a sembrar conflictos dentro y fuera de la compañía. En ese contexto, Alphabet vendió parte de su participación en Uber y se convirtió en accionista de Lyft, su rival en Estados Unidos.
La inaudita soberbia de Kalanick hizo que los accionistas forzaran su renuncia como CEO en agosto pasado. Su sucesor, Dara Khosrowshashi, es un tipo templado, capaz de disculparse públicamente y de prometer que la compañía no hará uso en ningún caso de la tecnología desarrollada por Waymo. Tras este cambio de guión, precipitado por el comportamiento juicioso de Kalanick, el actual CEO accedió a compensar a «nuestros amigos de Alphabet» el 0,34% de las acciones de Uber, cuyo valor se estima en 245 millones. Con lo que el holding tendría ahora entre el 3 y el 4 por ciento de capital y podría retomar el asiento en el consejo de administración.
El primer cometido de Khosrowshashi ha sido calmar las aguas internas y apagar los litigios externos, que supuestamente ascienden a 700 demandas con un coste que, si los perdiera, sería inabordable. Al cabo del tercer trimestre, Uber declaró pérdidas de 1.500 millones de dólares, cifra que no se verá afectada al pagar la compensación en acciones.
Realmente, a Waymo le interesa que las cosas le vayan bien a Uber. Pese a competir en una tecnología que, paradójicamente, les hace depender de la industria de automoción: lo cierto es que ni una ni otra quieren producir vehículos autónomos, sino universalizar la tecnología que los hace posibles.
Tampoco se puede descartar que, con el tiempo, se produjera un cambio más radical de guión y los dos rivales unieran fuerzas para desarrollar un mercado en el que los fabricantes han espabilado. Sin ir más lejos, el mismo día en que se anunció el acuerdo, la empresa china Didi Chuxing hacía la primera demostración pública de un taxi autónomo en China. En este momento, Didi Chuxing gestiona 20 millones de servicios diarios a través de su aplicación, y tiene el firme propósito de desplegar una flota de coches autónomos. Alphabet ya presta un servicio experimental en Phoenix (Arizona) mientras Uber da a entender que hará lo propio el año que viene.
[informe de Lluís Alonso]