Que de los próximos diez años se espera una enorme transformación tecnológica, no habría que repetirlo de tantas veces dicho. A estos efectos, 2030 vale tanto como diez años; es un plazo tan redondo como identificable. Un pronóstico muy fácil asegura que la conectividad 5G será ubicua. Se le unirán en ese salto unas tecnologías que hace diez años no existían o no tenían lustre. Todo estará en sazón en 2030, en consonancia con un cambio de mentalidad de los consumidores. Este es el escenario que, trufado de tecno-optimismo, se predica en The Connected Consumer 2030, un informe elaborado por la consultora The Future Laboratory y patrocinado por Vodafone.
Partiendo de una premisa inefable – el mundo está ante una inminente explosión de la conectividad – el texto postula que ese movimiento va a transformar radicalmente las sociedades humanas. Las consecuencias económicas de la escalada son estimadas en la adición de 2 billones (trillions, en el original) de dólares al PIB mundial en 2030, un cálculo que procede de McKinsey.
Para ese año, se espera que el número de dispositivos conectados sea de 125.000 millones (unos 15 por persona, ya que el mundo habrá pasado de 8.000 millones de habitantes). Lo que implica que la excepcional demanda de conectividad que se ha visto en los dos años de pandemia no volverá a su cauce natural, sino que se va a agudizar. Lo que los animosos autores del texto asocian con una formidable oportunidad para que la humanidad resuelva sus retos sociales y ambientales. Enhorabuena, está próxima.
No se trata de un viraje autónomo de la tecnología hacia fórmulas de mayor compromiso social. No es eso. Se trata de una nueva mentalidad en los consumidores, seres cada vez más concienciados, que impulsará a las empresas a crear dinámicas de negocio diferentes a las actuales. Así lo apunta el informe cuando describe un nuevo tipo de consumidor, cuyas características conviene evocar a continuación.
La primera es la concienciación, que The Future Laboratory cree encontrar en tendencias tales como el veganismo o la economía circular. Con buen sentido, los autores recuperan lo dicho en el EY Future Consumer Index, cuya última edición indicaba que, globalmente, el 43% de los consumidores prefieren comprar más a las empresas que benefician a la sociedad, a pesar de que sus productos se vendan más caros. En España, según la misma fuente, más del 90% de los ciudadanos estarían dispuestos a cambiar sus hábitos como su forma de combatir el cambio climático.
Otro de los aspectos destacables es el cambio en el estilo de vida urbano. La pandemia ha alterado la forma de trabajar y ha puesto más énfasis en aspectos como la salud o el disfrute de la vida cotidiana. Esto repercute – se afirma – en un sentimiento de hastío urbano que demanda cambios en las ciudades. Al mismo tiempo, la fase de confinamiento ha dejado huella al incrementar el uso de los servicios digitales, lo que lleva directamente a un aumento de los datos que se generan.
El informe, prolijo en el uso de fuentes ajenas, reproduce esta estimación de IDC: en 2025 un usuario medio interactuará con dispositivos conectados alrededor de 4.800 veces al día, una cifra muy superior a las 601 interacciones que el mismo usuario pudo tener en 2020. Como remate, vuelve a McKinsey: durante las ocho primeras semanas de la pandemia, el uso de la tecnología dio un salto equivalente a cinco años.
No por nada Vodafone ha patrocinado el informe. Este define cinco tendencias generales en el consumo sobre las que podría tener un impacto significativo la conectividad. La primera que se menciona en el texto es la sostenibilidad, entendiendo por tal la necesidad de conocer el efecto medioambiental de las acciones humanas para así mejorar el comportamiento.
El escenario sostenible que se propone es un mundo poblado por sensores que enviarán información en tiempo real para medir las condiciones de producción y transporte de un producto. De tal forma podría conocerse su huella de carbono: según la organización Carbon Trust, un 67% de los consumidores apoyaría un etiquetado con información sobre la huella de carbono, demostrativo del compromiso de los productores con los objetivos ambientales.
También prevé el informe un reconocimiento expreso de los límites del actual modelo de consumo lineal. Se provocaría así la redefinición del crecimiento, exprimiendo el máximo valor de los productos existentes y priorizando el acceso en desmedro de la propiedad. Algunos ejemplos vienen al caso: 1) en Europa, un coche permanece, de media, aparcado un 92% del tiempo, 2) el 31 de la comida se desperdicia a lo largo de su cadena de valor, 3) las oficinas se usan menos del 50% del tiempo y 4) el ciclo de vida de un producto manufacturado típico dura sólo nueve años.
Se supone que el usuario de 2030 exigirá una reutilización de los bienes de consumo y una de las consecuencias será que los dispositivos tendrán que funcionar con diferentes generaciones de tecnología, algo que no gustará a todos en la industria. Ya no se podrá imponer una actualización del software como fórmula de incentivar la renovación de los terminales. O, al menos, es la tesis del documento: el modelo de renovación cíclica de los dispositivos electrónicos estará cada vez peor visto
También se prevé que los sensores conectados proporcionen información en tiempo real sobre el entorno natural. Sería un modo eficaz de medición del crecimiento de los árboles y de su contribución a la batalla contra el cambio climático. Pero donde mayor proyección tendría la prioridad por registrarlo y medirlo absolutamente todo sería, claro está, en las ciudades.
Porque las smart cities y la movilidad son dos tendencias subrayadas por los autores. El mercado global de vehículos autónomos cruzará la barrera de los 2 billones de dólares en 2030, lo que es francamente mucho si se compara con los 54.000 millones de 2019 [cálculo atribuido a Research & Markets]. En cuanto al impacto de la conectividad en las tecnologías de movilidad será enorme, ya que McKinsey lo calcula en 280.000 millones de dólares. El papel de 5G será materializar por fin las previsiones que tantas veces se han esgrimido acerca de las ciudades y el transporte inteligentes.
Para 2030 también se vislumbran sistemas de movilidad ecológicos y silenciosos, en los que los vehículos se comuniquen entre ellos y con la infraestructura. Esta tendencia se acompañará de otra que privilegiará los servicios de alquiler o de taxi frente al cada vez menos interesante coche propio. Los automóviles se convertirán en espacios donde, en lugar de conducir, los usuarios van a consumir contenidos o comprar (sic). Pero el transporte del futuro tendrá otra cara: los servicios de reparto, cuyo crecimiento en el tramo de la última milla se estima en un 78% antes de 2030.
Todo esto irá enmarcado en un contexto de ciudades pertrechadas de sensores con la función de acumular datos que van a servir de base para que arquitectos, urbanistas y compañías tecnológicas colaboren más estrechamente para diseñar espacios en beneficio de las personas. Se deja constancia de que la Unión Europea ya trabaja en su proyecto Humble Lamppost para optimizar el funcionamiento de las farolas urbanas cuyo gasto suele calificarse de exagerado. En definitiva, este mercado de las ciudades inteligentes excedería los 4 billones de dólares en 2030.
La conectividad se dejará notar en la actividad asistencial, uno de los sectores que más han quedado expuestos durante la pandemia. En Europa, la proporción de personas mayores de 65 años representará el 25% de la población en 2050, prevé la Organización Mundial de la Salud. En consecuencia, la tecnología y los servicios digitales se postulan como facilitadores para que las personas mayores adquieran un mayor grado de independencia y también para tranquilizar a familiares y cuidadores. En cifras, reaparece McKinsey para estimar que la conectividad liberará inversiones en sanidad y puede generar unos 250.000 millones de dólares en el PIB mundial. Otro buen propósito de cara a 2030.
La evolución demográfica influye. Las personas que ahora están en la cincuentena han vivido la revolución digital y han utilizado dispositivos desde hace años, con lo que abrazarán más fácilmente estas soluciones tecnológicas en el futuro. En cuanto a los hogares, el informe pronostica que estarán equipados con sensores capaces de monitorizar la salud de sus miembros, al tiempo que los wearables podrán comprobar sus parámetros corporales. La información se volcará en la nube, dónde si no, con el fin de prevenir enfermedades o anticiparse a necesidades especiales. Claro está que para lograrlo, antes habrá que recortar sustancialmente la brecha digital y garantizar el acceso a conexiones de banda ancha en las áreas rurales.
Para 2030 también se prevé un cambio en la mentalidad de los usuarios con respecto a los códigos éticos que deberán seguir las nuevas tecnologías. Los consumidores estarán mentalizados acerca de su privacidad y sobre el propósito social de los servicios digitales. Esto llevaría a que la tecnología se diseñe desde una perspectiva más centrada en el usuario, promesa que ya tiene antigüedad. El documento presagia la expansión de prácticas de información embebida acerca del uso de los datos personales, pero sería ingenuo suponer que las empresas dejen de ofrecer recompensas sutiles a cambio de la cesión de información.
En una secuencia lógica, el último capítulo, The Connected Consumer 2030 se refiere a las nuevas tecnologías que propugnarán una separación cada vez menor entre el mundo real y el virtual. El control vocal o gestual se van a combinar con la realidad virtual y aumentada, para crear experiencia en las que la pantalla perderá protagonismo.
También en este caso las cifras suenan desorbitadas: las tecnologías de realidad extendida (virtual + aumentada) añadirán 1,5 billones de dólares a la economía global hacia el final de la década. Evidentemente, las redes 4G no serán suficientes para soportar estas aplicaciones, que sólo encontrarán cabida en las 5G. Este es el colofón que remata el sentido del documento: la conectividad – a menudo denostada como un mal negocio para los operadores – será un motor necesario del mundo que se avecina.
[informe de Pablo G. Bejerano]