16/10/2017

Todo por 100.000 tristes dólares

Escribe el ensayista Niall Ferguson: «Silicon Valley insiste mucho en que las plataformas [creadas allí] son neutrales. El argumento ha dejado de ser creíble: en el caso de Facebook, es evidente que ha alcanzado el estatus de mayor editor de la historia; Mark Zuckerberg deja pequeño a William Randolph Hearst». Será o no coincidencia, pero Ofcom, órgano regulador de las comunicaciones en Reino Unido, enunciaba casi al mismo tiempo la tesis de que Facebook (y Google) son en realidad medios y deberían de ser regulados como tales. Son consecuencias del escándalo de la publicidad insertada por agentes rusos con el fin de sabotear la candidatura de Hillary Clinton a la presidencia de Estados Unidos.

Sería exagerado afirmar que Donald Trump ha llegado a la Casa Blanca gracias a Facebook. Y sería gravemente exagerado, si se considera la ostensible antipatía de Zuckerberg por Donald Trump.  Los indicios apuntan que la larga mano de Vladimir Putin está tras unos 3.000 anuncios que pretendían influir en el voto de determinados colectivos, habitantes de distritos clave del mapa electoral, sobre todo en Michigan, Wisconsin y Ohio. La candidatura de Clinton, mientras tanto, invertía en anuncios genéricos en televisión, a la vieja usanza.

Todo el empeño que Facebook ha puesto en perfeccionar sus algoritmos ha fallado en materia de prevención. No han servido para prevenir que alguien abusara de los mecanismos automáticos de contratación de anuncios y de distribución de contenidos diseñados para intoxicar. La investigación que en los próximos días llevará a Zuckerberg a comparecer ante una comisión del Congreso, ha descubierto grietas en la red social por antonomasia. Las noticias recientes inducen a pensar que lo que ha salido a la luz – y lo que saldrá– es sólo la punta del iceberg. Por cierto, no es un problema exclusivo: comparte la parte sumergida con Google y Twitter, también convocadas al Capitolio.

Hay quien se pregunta, legítimamente, cómo pudo el monstruo escapar al control de su creador. Sheryl Sandberg, número dos de Facebook y que goza de excelentes relaciones en Washington, intenta presentar la imagen de una empresa víctima y no partícipe de confabulaciones políticas. En público y en privado, Sandberg asegura que la compañía ha tomado y seguirá tomando medidas para evitar la repetición de casos similares, pero no ha tranquilizado a los legisladores, que huelen la posibilidad de un espectáculo mediático que la colina del capitolio no vivía desde los tiempos del fallido impeachment contra Bill Clinton por el caso Levinsky.

Zuckerberg deberá andarse con cuidado porque, como escribe un columnista político, las comparecencias suelen diseñarse para que los convocados caigan en las trampas de la política. Cuanto más se pasan de chulos, peor parados salen. De momento, Facebook está dando la cara, lo que no puede decirse de otros en su situación: ha contratado una publicidad a toda página en The New York Times en la que se describe como el escudo protector de su ´comunidad de usuarios`.

Hay que recordar que la primera vez que a Zuckerberg se le reprochó que las  noticias falsas camparan a sus anchas por Facebook, con posibilidades de influir en la campaña electoral, su primera reacción fue calificar la suspicacia como “una completa locura”. Con el paso de los meses, a la vista de las evidencias, se ha visto obligado a reconocer que ahí tenía un problema. Al que se sumaría el de los 3.000 anuncios insertados en 470 perfiles de usuario distintos, pagados por una llamada Internet Research Agency. Según las denuncias, bajo este nombre inocuo se esconde una organización de trolls usada como vehículo por los servicios de inteligencia rusos.

Facebook ha revelado que Internet Research Agency compró anuncios por más de 100.000 dólares desde mayo de 2015. Y calcula que unos 10 millones de personas vieron esa publicidad, un 44% de ellas en las semanas previas a las elecciones. Queda por investigar otra remesa de 2.200 anuncios sospechosos insertados bajo otros perfiles. Los analistas especializados de Borrell Associates estiman que en 2016 – año electoral – facturó un total de 400 millones de dólares por anuncios políticos.

Noticias falsas y anuncios contratados son problemas distintos que tienen una raíz común. Por mucha confianza que se ponga en ella, la inteligencia artificial tiene limitaciones, como la de permitir que se colara una eficaz campaña de intoxicación a escala masiva pero bien segmentada. La idea de que la red social es un jardín al cuidado de un jardinero tolerante a la vez que seguro, es ficticia.

Tampoco es estrictamente una novedad. Los ingresos vienen porque las campañas cumplen su objetivo: en 2012, Facebook  estuvo en el centro de la estrategia de reelección de Obama. Desde entonces, su penetración en Estados Unidos ha aumentado hasta 210 millones de usuarios activos mensuales, y su tecnología se ha perfeccionado para segmentar la publicidad por geografía, género, comportamiento en Internet y sus gustos personales; también se pueden agrupar perfiles sobre la base de actitudes políticas o religiosas, etnia y diversos factores sociales. Todo un arsenal que, bien usado, vale tanto para un roto como para un descosido.

La plataforma de autoservicio de Facebook permite a cualquiera con una tarjeta de crédito puede contratar un anuncio sin identificarse sin el menor contacto con la compañía y sin que los sistemas de esta supervisen el contenido más allá de unos pocos filtros morales. Esta deliberada ligereza ha facilitado la maniobra de los trolls rusos, y también la de los asesores de Trump.

La campaña de este decidió desde el primer momento apoyarse en las redes sociales porque su presupuesto era inferior al de Clinton, que se lo gastaría fundamentalmente en televisión. Si las denuncias se centran en los anuncios de Internet Research Agency es, obviamente, porque implican una interferencia extranjera y porque guardan relación con la investigación que un fiscal especial lleva a cabo sobre las apariencias de colusión entre la inteligencia rusa y miembros del equipo de Trump.

Facebook, YouTube y Twitter son medios baratos de difundir un mensaje y recaudar donaciones. En un solo día, la campaña de Trump podía jugar con hasta 40.000 variantes de sus anuncios, para dirigirse a distintos públicos y analizar cuáles funcionaban mejor. El día del debate final entre los dos candidatos – que afianzó la ventaja de Clinton en votos, luego desvirtuada en el colegio electoral – se hicieron 175.000 variaciones y se captaron 9 millones de dólares en donaciones.

El candidato republicano gastó unos 70 millones de dólares en Facebook, más que Clinton. Una personalización bien diseñada consiguió que el desembolso pasara inadvertido para los medios y la opinión pública. En cierto modo, Facebook contribuyó a ello: es habitual que la compañía ponga a disposición de los grandes anunciantes algunos especialistas de su plantilla.  Durante la campaña del año pasado, destinó cinco empleados a colaborar con un candidato y cinco al otro, un alarde de ecuanimidad.

Esos consejeros de Facebook ayudan a maximizar el número de veces que se lee un anuncio, lo que resulta en un beneficio tanto para el cliente como para la compañía. Todo se basa en una confianza ilimitada en la tecnología (así nació Facebook) para reducir la  intervención humana a su mínima expresión, a diferencia de los medios convencionales.

Al trascender los hechos, Facebook –que desde 2011 está eximida de acompañar con un disclaimer cada anuncio de naturaleza política – se ha visto en la necesidad de prometer transparencia, creando mecanismos para que los usuarios puedan saber de quién provienen esos mensajes. Además, toda publicidad que se segmente en función de ideologías, etnias o condición social, será revisada manualmente, para lo que se contratará un millar de personas encargadas de ese cometido. Adam Schiff, congresista demócrata y miembro del comité de inteligencia de la cámara, se teme que «en las redes sociales, una cosa es la existencia de requisitos y otra muy distinta ejercer la condición de policía».

En principio, las cortapisas podrían entorpecer la experiencia de los anunciantes, pero Facebook prefiere atarlos en corto.  Podría empezar por pedir requisitos específicos a los anunciantes que gasten mucho dinero, mientras que a los anuncios políticos se les exigiría documentación adicional.  Todo porque, por primera vez, la amenaza de quedar sometida a regulación es tangible, tanto en Estados Unidos como en Europa..

Los ejecutivos de public affairs de la compañía ya están negociando con otros líderes de la industria online para tomar posturas comunes. Porque no es un problema de Facebook: también Google ha admitido discretamente que agentes rusos, no se sabe si los mismos, compraron anuncios en YouTube, Gmail y en la red publicitaria DoubleClick. Twitter, por su lado, ha cerrado 200 cuentas asociadas con la entidad rusa que tan activa ha sido en Facebook.

Directivos de Facebook – en principio, el propio Zuckerberg – y de Twitter van a comparecer el 1 de noviembre ante una comisión del Congreso; no se ha confirmado aún que Google haya sido convocada. Algunos juristas consideran necesario apretar las tuercas en materia de publicidad política, de cara a las legislativas de 2018 y las presidenciales de 2020.  Circula un proyecto de ley que obligaría a los portales con más de un millón de usuarios a mantener una copia pública de los anuncios políticos insertados en la se identifique el emisor y a qué audiencia van dirigidos. Otras voces hablan de una posible multa ejemplarizante.

Lo que se busca, en definitiva, es asegurarse de que las puertas de estas plataformas están vigiladas, para que sea imposible volver a abusar de los influyentes mecanismos que ofrecen.

Donald Trump tuiteó el 27 de septiembre que Facebook ha sido siempre su enemigo. Zuckerberg no tardó en replicar (en Facebook, naturalmente) que «los liberales dicen lo contrario, que hemos ayudado a Trump. Las dos partes se inflaman ante ideas y contenidos que no les gustan; pero eso es lo que pasa cuando una plataforma está abierta a todas las ideas». La frase es elocuente, pero no ingenua: al escribirla, Zuckerberg tenía en mente el mayor problema que hoy tiene Facebook. A saber, cortar el paso a una idea política que se extiende, la de que Facebook es un poderoso medio de comunicación y ello debería conllevar responsabilidades.

[informe de Pablo G. Bejerano]


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