La industria automovilística muestra últimamente una notable agilidad, sorprendente a sus años, para enfrentarse a los desafíos de la próxima década, que cuestionan su modelo de negocio, y frenar las aspiraciones de los advenedizos. El coche conectado es una gran baza comercial para los fabricantes, que necesitan desesperadamente preservar el interés de los consumidores. Aunque la producción mundial es ahora de 75 millones de coches de pasajeros por año – apuntalada por la demanda china de 20,4 millones – la previsión más optimista es que se estabilice en 80 millones y comience a bajar dentro de cinco años, contrariando el aumento de la población. Esta corriente tiene muchos afluentes.
En Estados Unidos, por ejemplo, la población ha aumentado el 13% desde el 2000, pero el parque de vehículos se mantiene constante. Este mercado fue durante décadas el más importante, pero ha sido desplazado por China e incluso Europa, tomada en su conjunto, lo ha superado.
Un estudio reciente de McKinsey prevé que la suma de los ingresos generados por los servicios de transporte bajo demanda, o basados en la explotación de datos y los vehículos autónomos alcanzaría a 1,5 billones de dólares en 2030, junto a los 5,2 billones de ventas de coches, productos y servicios postventa. Aunque puede sorprender desde la experiencia española, la propiedad de un coche no está entre las prioridades de las generaciones que mandarán pronto en el mundo.
Ante esa perspectiva, la estrategia de los grandes fabricantes coincide en un eje central: defenderán con uñas y dientes su negocio, pero no quieren ser considerados meros fabricantes: aspiran a ser protagonistas (o, por lo que se ve, coprotagonistas) del mercado de la movilidad en sus diversas facetas. Un segmento atractivo, que va más allá de las flotas de vehículos – que en los malos años sostienen la demanda – es el uso compartido, o el pago por uso o por recorrido. Es un modelo de negocios que podría compensar la caída de las ventas de coches en propiedad.
Las aplicaciones basadas en dispositivos móviles y el uso intensivo de los datos de los usuarios, tienden a hacer que la propiedad del coche, sobre todo en las ciudades, sea cosa del pasado. Sería relativamente sencillo, por ejemplo, localizar un coche de alquiler aparcado en las cercanías y, con el móvil, abrir la puerta para usarlo previo pago a distancia del servicio y del seguro. El diagnóstico remoto permitiría facturar equitativamente y valorar el desgaste o los daños ocasionados en caso de accidente.
Este futurible es difícil de materializar a corto plazo en razón de que cada fabricante utiliza una plataforma de vehículo y sistemas de detección y diagnóstico ´propietarios`, incompatibles entre sí. La contratación de servicios y aplicaciones con distintas compañías aumenta la complejidad, sin contar con la legislación y las protestas de colectivos perjudicados. Este es, en el fondo y en la forma, el principal obstáculo que encuentra Uber para desarrollar su negocio – mal llamado ´colaborativo` – en Europa.
Tesla, considerado el líder de los coches eléctricos tanto en todos los parámetros excepto la rentabilidad – a diferencia de la industria clásica, que no puede dar esquinazo a sus accionistas – es el enemigo a batir. El «plan maestro» presentado por Elon Musk, al fusionar Tesla con SolarCity, empresa que también controla el extravertido millonario, ha sido recibido con una mezcla de perplejidad, escepticismo y preocupación por si acaso.
La respuesta de la industria va más allá de la electrificación de sus vehículos. En los últimos dos meses se han anunciado una serie de alianzas. La más notoria une a BMW con Intel y la empresa israelí de sensores Mobileye. El objetivo enunciado es poner en circulación en 2021 una flota de vehículos con distintas combinaciones humano y robotizado. Annon Shashua, confundador y CTO de Mobileye, que está en todas las salsas (ha tenido una mala experiencia con Tesla, pero ha llegado a otro acuerdo con el fabricante de componentes Delphi), tiene opiniones contundentes acerca del futuro.
Según Shashua, su empresa excluye negociar con compañías como Uber o similares, porque cree que «asintomáticamente» serán los fabricantes de coches los que se conviertan en compañías de movilidad. «A largo plazo, Uber, Lyft o Gett jugarán un papel menor; apostamos por la innovación de la industria automovilística». Su reticencia es compartida sólo por una parte de la industria: Volvo ha firmado un acuerdo con Uber para invertir 300 millones de dólares para desarrollar un modelo de taxi sin conductor, idea que a otros les parece fantasiosa pero se probara en la ciudad de Pittsburgh.
General Motors juega con dos fichas. Por un lado, ha lanzado su propia compañía de coches compartidos, Maven, por otro intenta tomar el control de Lyft – principal adversario de Uber – que, al parecer, pasa por un mal momento financiero. Ford, tras un período de sospechoso silencio, ha desvelado un esbozo de sus planes para iniciar la producción de coches autónomos en 2021 [esta parece ser la fecha mágica para todos]. También lo es para Toyota, que trabaja en la búsqueda de soluciones para devolver el control al conductor de un coche autónomo, problema que espera resolver para esa fecha.
Google, que fue la primera empresa en mostrar su coche autónomo, no tiene intención de fabricarlo, pero ha dado un paso significativo hacia la industria. En lugar de los modelos Lexus modificados que usaba hasta ahora para sus pruebas en carretera, se ha aliado con Fiat Chrysler para la producción de una flota de 100 minivans. Apple, fiel a su opacidad de toda la vida, sigue sin desvelar el más mínimo detalle acerca de su supuesto Proyecto Titan.
Todos estos movimientos están generando una rotación de especialistas que cambian de empleador con sintomática facilidad. Uno entre muchos problemas que está sufriendo la industria de automoción es la escasez de ingenieros con una diversidad de capacidades, que tiene que disputar con la industria electrónica. De hecho, la mayoría de los fabricantes de coches han instalado laboratorios en California para estar en condiciones de fichar individuos que difícilmente cambiarían el clima del Silicon Valley por el de Detroit.
La consultora Boston Consulting ha calculado que la electrónica ha pasado de representar en 2005 el 20% del valor total de un vehículo al 40% el año pasado. En la actualidad, un coche de gama media contiene alrededor de 10 millones de líneas de código y los de gama alta pueden llegar a 100 millones, equivalentes a 14 veces las que lleva un Boeing 787. Esta cifra irá aumentando a medida que se generalice el coche conectado.
Un objetivo central es maximizar la seguridad. Aparte de ser eficientes, duraderos, económicos y limpios, de los coches se espera que sean ´inteligentes`. En el otro campo, el sector electrónico y de las TIC así lo ha entendido, y por esto proliferan las alianzas entre fabricantes de coches por un lado y empresas como Qualcomm, Intel y Nvidia por otro. De este apoyo mutuo, todas las partes esperan beneficios.
El liderazgo de los semiconductores para el automóvil no corresponde a ninguna de esas tres empresas, sino a NXP, con casi el 15% de cuota tras la afortunada adquisición de Freescale. El año pasado, las ventas de chips con destino a la automoción alcanzó los 29.000 millones de dólares, según un cálculo de IHS. Comparada con el total del mercado mundial de semiconductores (335.000 millones), representa un nada despreciable 9%.
Tras NXP, en el ranking vienen Infineon (10%) y la japonesa Renesas, que se ha dejado comer terreno. Después, ST y Texas Instruments que entre las dos suman un 15%. La situación y reparto de este mercado variará con la eclosión del coche conectado y, sobre todo, con los sistemas de ayuda al conductor, que no necesariamente deben llevar a la automatización a corto y medio plazo, pero sí a una conducción más segura con vigilancia permanente de las maniobras del conductor.
La seguridad total del automóvil es un objetivo inalcanzable, pero los sistemas electrónicos y de comunicaciones pueden evitar accidentes si alertaran debidamente al conductor. La inclusión en paralelo de sistemas de entretenimiento e información, así como la radiolocalización y la detección anticipada de posibles averías, hará crecer el mercado de los chips para este sector industrial. En la Unión Europea, por ejemplo, será obligatorio que todos los coches nuevos lleven un sistema de llamada de emergencia a partir de 2018.
Esto explica que los generalistas hayan puesto sus ojos en el mercado del automóvil. Porque, en realidad, no tienen a la vista muchos segmentos prometedores. La alianza tripartita encabezada por Intel tuvo como precedente el anuncio de Qualcomm, el pasado enero en Las Vegas, de un chip desarrollado para BMW, fruto de una colaboración de varios años.
Con la compra de CSR por 2.400 millones de dólares hace casi un año, Qualcomm ha pasado de la posición 42ª a la 20ª en el rankind de este segmento. Además, según ha podido saber este blog, estaría preparando una gama de sus procesadores Snapdragon adecuada para las necesidades de los coches. Nvidia, que tiene una alianza con Audi (del grupo VW), planea hacerse un hueco con sus últimos desarrollos, muy volcados en la inteligencia artificial.
La mayor dificultad, para la que nadie tiene una respuesta solvente, es la incompatibilidad de sistemas. Se diría que es necesario que la industria – o las industrias – se pongan de acuerdo en estándares compartidos. Pero la experiencia del software es difícilmente trasladable a la electrónica de altas prestaciones. No sólo por un supuesto egoísmo de las marcas, sino porque la seguridad y el miedo a que los hackers puedan tomar a distancia el control de un vehículo conectado, sigue proyectándose como el gran fantasma. Pero la innovación no se detiene por ello.
[informe de Lluís Alonso]