En 2005, Thomas Friedman, celebrado columnista del New York Times, publicó un libro de título provocador, La Tierra es plana. Daba por enterrada la bipolaridad de la Guerra Fría y sentaba la tesis del advenimiento de una globalización liberadora, cuyas fuerzas motrices serían las redes digitales, los flujos financieros y las cadenas de suministro a escala planetaria. Llegaba a sugerir que dos países en los que hubiera un McDonalds no se sentirían tentados de declararse la guerra. Pero los estados pugnarían por posiciones hegemónicas en cada rama de la economía, más preocupadas por controlar las fuerzas del mercado que por revivir viejos antagonismos. Releído hoy, qué iluso suena Friedman.
Mucha gente durante estos años ha compartido la idea básica de que la globalización era una extensión natural (sic) de la libertad de mercado. Hasta que la propagación del coronavirus la ha sometido a un estrés insoportable. Un tercio de la humanidad vive estos días confinada y angustiada. En boca de connotados responsables políticos y económicos han reaparecido estos días las metáforas bélicas.
Tampoco es eso. La ruptura de las cadenas de suministro, ejemplificada en los smartphones y ordenadores personales ha obligado a revisar las múltiples interconexiones de la economía globalizada. Agravada por la máxima urgencia de la crisis sanitaria también global; no solamente por la extensión geográfica del contagio, sino por el súbito descubrimiento de que la interdependencia ha ido demasiado lejos. Es una lección que exige reflexión: señalar la fragilidad de la globalización no implica renegar de los beneficios que han ocupado en exclusiva el centro de la escena.
La eliminación de redundancias productivas ha generado una riqueza tan desconocida como desigual. Una contrapartida ha sido que las economías nacionales han quedado subsumidas en una red global de proveedores. Con gran placer de las empresas, que ahora descubren los inconvenientes, y gran provecho de los demagogos patrioteros, con su oxidado argumento de la autosuficiencia.
Una visión complaciente muy extendida ha simplificado la globalización como expansión sin pausa de un mercado mundial en el que las empresas tendrían la mayor flexibilidad para sustituir un proveedor (o un componente) por otro fabricado en otro país. A algunas les ha funcionado, como Apple: ha conseguido, gracias a una logística admirable, reducir sus inventarios a la mínima expresión; en la versión más sofisticada del régimen just-in-time. Lo ha dicho Tim Cook, arquitecto de esa proeza y hoy CEO de la compañía: “tener inventario es esencialmente maligno”.
La crisis extrema de suministro de mascarillas, un producto de casi nula complejidad, ilustra ese canon: el mundo entero ha dejado de facto su fabricación masiva en manos de la industria china. Siendo este país el origen de la pandemia, tiene lógica que el gobierno de Pekín tomara el control absoluto de la capacidad de producción para cubrir ante todo su emergencia interior. Ahora, cuando ha pasado el peligro en casa, asume el papel de suministrador al resto del mundo. No ha sido muy distinta la actitud de Alemania, que restringió radicalmente la exportación de este material, saltándose las reglas de su pertenencia a la UE, ni la de Francia, que optó por requisar todas las existencias para proteger su sistema hospitalario.
En Estados Unidos, está legalmente establecido que las mascarillas forman parte del stockpile de materias que el gobierno está obligado a mantener para situaciones de emergencia. Pues bien, el inventario de mascarillas no se ha renovado desde 2009, de manera que las existentes sólo cubren una mínima parte de las necesidades actuales. Peter Navarro, ideólogo de la guerra comercial de Donald Trump, se escandaliza ante la posibilidad de tener que comprar a China un producto en el que la industria nacional es gravemente deficitaria.
Para cualquier gobierno responsable, la crisis sanitaria y la económica sobrevenida están planteando la aceptación de que la economía global no funciona como se esperaba. Porque el principio base de especialización del trabajo, a la vez que genera eficiencias crea vulnerabilidades. En estos días, la pandemia del Covid-19 impide explotar las eficiencias y exacerba la vulnerabilidad. Así pues, las economías de Estados Unidos y China – países donde sí que existe McDonalds – están tan atadas una a la otra que no sería posible separarlas sin provocar el caos. A este temor respondía la endeble tregua de enero entre las dos potencias, una exigencia aireada por empresas estadounidenses que durante años han prosperado gracias a esa atadura.
En algo tenía razón Friedman: a los halcones en Washington y Pekin les place sacar de paseo el espectro de la Guerra Fría, pero hoy en día no hay ninguna manera indolora de escindir el mundo en dos bloques antagónicos. La amenaza de sanciones y vetos resulta estéril porque sólo estimula represalias proporcionales. La globalización ha encadenado a las potencias que en su día decidieron que era lo que les convenía.
Un ejemplo diáfano y de actualidad es el documento National Strategy to Secure 5G presentado esta semana en Washington. Con seis páginas de vaguedades (más otra ocupada por un autógrafo presidencial) se pretende articular una ofensiva decisiva contra Huawei. A propósito, no es ocioso recordar que la carencia de estrategia permitió que Estados Unidos se quedara sin un solo competidor [recuérdese que fue la patria de los Bell Laboratories] dejando un ancho campo libre a Huawei para liderar el mercado de las redes 5G.
Otro caso de conflicto reciente, creado por llevar al extremo la especialización, es el de Samsung, que ha sufrido la restricción de suministro por Japón – en este caso con argumentos “patrióticos”, no económicos – de tres materias primas que necesita para su fabricación de semiconductores.
Por mucho que el mencionado Navarro insista en la necesidad de repatriar a Estados Unidos la fabricación de bienes que el país ha renunciado a producir, no parece muy viable. Salvo en situaciones de guerra [no de retórica belicista] cualquier gobierno tendría muy difícil recomponer su economía nacional a su estatus anterior a la globalización: mal que le pese a los nacionalistas de aluvión, los estados modernos son interdependientes en sus sistemas financieros, en sus redes de información [véase la torpe pretensión de crear un Internet “ruso”] y en sus estructuras industriales. Estados Unidos está en condiciones de estrechar el control sobre sus industrias de interés militar, pero tendría muchas dificultades para restablecer una electrónica de consumo porque sus costes de producción serían no competitivos con la industria china.
Lo que sí ocurrirá, con casi total seguridad, será un reforzamiento de las regulaciones – más intervencionismo y menos lexibilidad – una línea que se puede ver en el nuevo estatus del comité sobre inversiones extranjeras en Estados Unidos (CFIUS), encargado de analizar las implicaciones de seguridad de todo flujo de capital entrante. Este será un argumento habitual, con un riesgo conexo: la agresividad de Estados Unidos será interpretada por los demás países como un aviso para corregir sus propias deficiencias. El ejemplo más a mano es la decisión china de invertir masivamente en una industria propia de semiconductores para protegerse del bloqueo americano.
Robert Kaplan, director de la consultora estratégica Eurasia Group escribe: “desde el fin de la Guerra Fría, la globalización ha seguido una pauta de acuerdos de libre comercio que han favorecido la floración de cadenas de suministro globales [al tiempo que] comportaban llevar el desarrollo económico a áreas rezagadas” y – al menos en teoría – debía promover la democracia. A esto, Kaplan lo llama Globalización 1.0. Las grandes potencias económicas parecen tener ganas de una fase 2.0, cuyo desenlace seria la partición de la economía mundial en dos bloques, cada uno con su propia esfera de influencia y su particular cadena de suministro.
Pasado lo peor en China, levantadas las restricciones, sus fábricas reanudan estos días su producción a la vez que restauran su logística. En teoría, las mercancías y componentes chinos no deberían tardar mucho en arribar con fluidez a unos mercados occidentales paralizados. Pero, ay, si la recesión que es fácil prever se apoderase de la atmósfera, la demanda va a tardar en reaccionar y la acumulación de inventarios se convertiría en el siguiente factor de crisis.