Que el diccionario Collins haya designado la sigla NFT (non-fungible token) como “palabra del año 2021” puede sonar a broma, pero es un síntoma. Conmociones como la subasta de un collage de imágenes en jpg de un espabilado artista digital, Mike Winkelman, quien firma Beeple, que alcanzó en Christies los 69 millones de dólares han puesto en el candelero extendiendo la falsa impresión de que es un nuevo modo de invertir en obras de arte. La cifra impresiona tanto o más que las anécdotas en torno al asunto: el semanario británico The Economist ha ilustrado con imágenes de Alicia en el País de las Maravillas un reportaje sobre los peligros de las finanzas descentralizadas.
Hay que reconocer que el tal Beeple se lo ha trabajado. Su obra en cuestión, “Everydays: The First 5000 Days” recopila 5.000 imágenes que ha creado y subido a Instagran entre mayo de 2017 y enero de 2021. Sin hacer un esfuerzo ni remotamente comparable, el ex CEO de Twitter, Jack Dorsey, ha amasado 2,9 millones de dólares vendiendo un NFT a partir del primer tuit con el que lanzó su invento: @jack. just setting up my twttr. Aunque Dorsey es persona extravagante, no puede decirse lo mismo del científico Tim Berners-Lee, que ha recaudado 5,4 millones de dólares por el código original de la WWW.
Más excusable resulta el que la conversión en NFT de una columna del cronista tecnológico Kevin Roose en The New York Times se vendiera en 560.000 dólares a beneficio de una ONG. En cuanto a la portada del Economist, obra de Justin Metz, fue subastada en favor de su fundación educativa y recaudó 99,90 ETH (378.036 dólares).
Entonces, ¿qué diablos es un NFT que tanto vale para una payasada como para un gesto filantrópico? Es una pieza única de datos – el adjetivo es aquí lo importante – cuya autenticidad está certificada por la tecnología blockchain, lo que significa que alguien está en posesión exclusiva de ese archivo y así puede demostrarlo.
No es, por lo tanto, una obra de arte – cualquiera sea la naturaleza de esta – ni lo pretende, por mucho que la leyenda le atribuya calidad de coleccionismo. Tampoco otorga a su titular el derecho a copiar, diseminar o exponer la obra representada en ese archivo.
La asimilación entre NFT y piezas de intención estética, impulsada por los medios, ha dado lugar a la confusión de que aquéllos pueden actuar como activos digitales separados de la obra, puesto que no se discute la autoría ni el propietario pierde esta condición por la que ha desembolsado dinero. Al mismo tiempo, se supone que los autores pueden obtener un beneficio monetario subyacente si optan por generar un NFT basado en su creación. Se ha dado como ejemplo – torticeramente – que de la misma forma que un libro autografiado por el autor adquiere más valor debido a la firma, un NFT ´acuñado` por un artista puede atraer a coleccionistas.
Este razonamiento ha llevado a pensar que los NFT podrían ser una fuente de ingresos adicional para los museos. De hecho, algunos como el Hermitage de San Petersburgo han hecho tímidos intentos, pero la mayoría prefiere esperar por temor a la volatilidad. Los de arte contemporáneo admiten que podrían ser una fórmula de mecenazgo para los creadores digitales que se sumen a la corriente.
Bajo este paraguas, se han vendido ediciones limitadas de mangas, trajes para avatares (la intersección entre NFT y el naciente metaverso es infalible para los cazadores de tendencias) así como archivos digitales de todo tipo. Con menos pretensiones, se está utilizando el mecanismo para tokenizar elementos físicos como tarjetas de esports, videoclips e inmuebles virtuales en juegos de mesa, informa NonFungible.com, un sitio web especializado en el seguimiento de proyectos de NFT.
No han faltado celebridades prestas a saltar sobre la novedad. La banda Kings of Leon ha generado tokens sobre su último álbum, que incorpora una edición limitada en vinilo sólo para copropietarios del NFT. El cineasta Quentin Tarantino ha anunciado que se propone vender por este mecanismo escenas inéditas de su película Pulp Fiction, pero se ha encontrado con la oposición de la productora Miramax.
El principio de este capricho colectivo es simple: cualquier pieza de información digital es susceptible de monetizarse a través de un NFT y, presuntamente, un modo eficiente de asignar valor a bienes intangibles que en la economía real serían difícilmente objeto de comercio.
Con lo que la distinción más importante pasa a ser si se trata de una inversión razonable, ya que – a diferencia de otros activos digitales como las criptomonedas – un NFT no es intercambiable. Rasgos que han llevado a Alex Stamos, ahora profesor de Stanford y anteriormente director de seguridad en Yahoo y Facebook, a decir en voz alta que “la mayor parte de los llamados NFT no son más que estafas. Quien los compre tendrá muchas posibilidades de ser víctima de un engaño”. No hay leyes que protejan al comprador, entre otras cosas porque las transacciones se hacen con criptomonedas, una galaxia oscura no regulada.
Volviendo a las cifras que dan ínfulas a sus propagandistas, entre junio y septiembre de este año, las ventas de NFT habrían generado casi 11.000 millones de dólares en ingresos, ocho veces la cifra de los cuatro meses precedentes, según la ignota empresa DappRadar, que conjetura más de 15.000 millones totales en 2021. Los analistas de Jefferies – esta sí, una acreditada firma de bolsa – se han tomado las cosas tan en serio como para calcular 80.000 millones de dólares en 2025.
La euforia que corre por las redes contribuye diligentemente a dar apariencia mercantil al fenómeno. Casi no pasa día sin que algún cronista transcriba trivialidades sobre los NFT asociándolos a una pieza de arte digital, ya se trate de imágenes, música, texto, vídeo o casi cualquier cosa que pueda tener expresión binaria.
Por definición, un bien fungible, según el DRAE, se consume con el uso. Por tanto, no fungible significa que no se consume ni se gasta. El identificador digital se registra en la red blockchain, que garantiza su autenticidad y lo hace inviolable [modificar un solo pixel lo transformaría en algo diferente].
Aunque su valor suele expresarse en la equivalencia en dólares, estos tokens [traducible por vale o ficha, con función simbólica] no se pagan con ellos sino con la criptomoneda Ethereum, cuya ´billetera` captura toda la información sobre el artefacto digital y la almacena en una cadena de bloques. La verdad es que hasta ahora, los compradores, al menos en los casos más disparatados, son individuos que se han hecho multimillonarios invirtiendo tempranamente en criptomonedas y han acumulado fortunas que tratan de mantener a cubierto de lo que ellos consideran voracidad fiscal.
A primera vista, los NFT pueden servir como llamada de atención para clarificar conceptos que nunca han estado bien definidos en el universo de Internet, como la propiedad, la originalidad y el control de acceso. A falta de una teoría consistente, se predica que son otra forma de multiplicar el valor de las “cosas digitales”. Las barreras de entrada son bajas, así que en teoría cualquiera podría crear o imaginar un token y ponerlo en venta. Su valor no responde a ningún baremo objetivo: un NFT vale lo que alguien esté dispuesto a pagar por él. La superabundancia de oferta recuerda la fiebre en 2017 en torno a los ICO (initial coin offering) que contemplaba la cotización pública de las criptomonedas, que nunca alcanzaron legitimidad en ausencia de convertibilidad a monedas fiduciarias.
Con todo, no se puede obviar que esta corriente ha contado con una base de apoyo por parte de Softbank, que a través de sus iniciativas Vision Fund 2 y Latin America Fund, ha liderado una ronda de 680 millones de la francesa Sorare, que ha alcanzado una valoración privada de 4.300 millones. Su propuesta es un videojuego online que permite a los fans formar su equipo ideal con futbolistas reales y ganar puntos por partido. Los usuarios pueden intercambiar jugadores a su vez representados por un NFT como nueva encarnación de los cromos clásicos de colección. Entre otros inversores en Sorare se encuentra el barcelonista Gerard Piqué].
Como bagatela promocional, no se discute la oportunidad de los NFT, pero otra cosa es su uso como piedra fundacional de un nuevo arte digital. No eliminan el problema de la copia en sí: cualquiera puede replicar el contenido de uno de estos archivos e infringir el copyright: algunos artistas han denunciado la difusión de NFT basados en su trabajo apropiado indebidamente.
Quedan preguntas existenciales por responder. ¿Qué ocurrirá con los NFT de una red blockchain si esta se extingue? Un problema aún más acuciante es la posible burbuja especulativa y su contracara, la aparición de la delincuencia en un ´mercado` que, ideológicamente, rehúsa la regulación.
Porque, como era previsible, el crecimiento meteórico atrae la atención de los reguladores. El debate que ha trascendido gira en torno a si los NFT deben ser considerados como valores, lo que les obligaría a atenerse a una normativa. De otra manera, sería difícil probar actividades delictivas, como el blanqueo de capitales, nada descabellado.
[informe de Pablo G. Bejerano]