Un lema idealista de los orígenes de Internet, la desintermediación, se ha convertido con el tiempo en su contrario: la proliferación de empresas de intermediación – digital, claro – entre el productor y/o distribuidor y el cliente final. El criterio de “conveniencia” ha alentado el fenómeno, inicialmente jaleado por los medios con el equívoco nombre de “economía colaborativa”, o presentado como un modelo de negocio capaz de transformar un mercado laboral en crisis por otras razones. Llega oportunamente un estudio publicado por el BBVA, El trabajo en la era de los datos. Es una recopilación de textos en los que se desmitifican algunas teorías y se reflexiona sobre sus consecuencias.
La Gig Economy es uno de los temas del libro, que forma parte de la colección Open Mind, editada por el BBVA. Abarca desde distintas perspectivas un conjunto de actividades mercantiles que, individualmente, son de pequeña cuantía pero, una vez optimizadas por aplicaciones basadas en algoritmos se ejecutan mediante el trabajo intermitente, remunerado pero raramente asalariado de una legión desguarnecida. La expresión viene de la jerga musical: gig es lo que en España se conoce como ´bolo`, una actuación ocasional y de breve duración, un trabajo discontinuo por definición. Si Gig Economy ha hecho fortuna en el lenguaje se debe, ante todo, a que era hipócrita seguir aplicando a estas prácticas adjetivos falaces como ´colaborativa` o ´compartida`.
Jamie Woodcock, investigador del Oxford Internet Institute, de la universidad homónima, enuncia los nueve requisitos que a su juicio se han conjugado para extender el modelo a través del mundo. La tendencia habla por sí misma: en 2017, unos 70 millones de personas habían encontrado trabajo a través de estas plataformas, mientras un estudio de McKinsey estima que en 2025 serán 540 millones las que trabajen para estas empresas que llama pomposamente “plataformas de talento online”.
Sólo dos de los nueve requisitos de Woodcock tienen que ver con la tecnología. La infraestructura de que se han dotado estas plataformas y la conectividad masiva a costes decrecientes. Ambos factores, una órbita en la que giran 4G, 5G, la nube y los smartphones, son esenciales para llegar a un mayor número de usuarios y aumentar su capilaridad. A medida que se consolida esta expansión, van quedando por el camino otro tipo de consideraciones de naturaleza social. Entre ellas las medioambientales.
Quizás el análisis más interesante de este autor sea el que dedica a los actores implicados, apoyándose básicamente en dos modalidades de la Gig Economy: 1) el reparto de comida a domicilio, un trabajo físico y callejero, que nació localmente y acabó asumiendo la lobalización y la externalización como bases del modelo [Uber Eats, Deliveroo y Glovo, son tres de sus exponentes] o 2) otros que se hacen en Internet, entre bastidores y difícilmente controlables, evolución del clásico freelance.
Contribuye al libro Phoebe V. Moore, profesora y autora de varios ensayos sobre el trabajo digital, quien alerta de cómo los seres humanos corren el riesgo de mutar en servicios despersonalizados, por el potencial que este modelo de negocio tiene para deshumanizar y depreciar la mano de obra. La precarización, viene a decir, no es sólo un modelo de negocio para determinadas empresas sino que ayuda a desvirtuar las raíces mismas de una economía productiva.
Moore va un paso más allá: advierte cómo los microempleos online [da como ejemplo Amazon Mechanical Turk] abren posibilidades a la explotación infantil, el trabajo forzado y la discriminación. No necesariamente en el mundo desarrollado, pero se van abriendo paso. A esta visión se suma Woodcock cuando incorpora otro requisito a su lista: las relaciones laborales y su vínculo con el género y la raza. Recuerda el académico de Oxford que muchos de estos trabajadores no encuentran amparo en la legislación laboral de sus países y a la vez son vulnerables a la marginación social y el racismo.
Descendiendo al terreno de la relación material entre las plataformas y los trabajadores, Woodcock analiza el sambenito de la flexibilidad laboral, a la que durante años se han conferido virtudes discutibles. Es otro de los requisitos por los que la Gig Economy ha prosperado contando con el beneplácito de los capitalistas de riesgo. Desde la óptica del empleador – dice Woodcock – hay tendencia a buscar trabajadores que presten servicios a corto plazo, con escasa garantía de continuidad. Por su lado, los trabajadores suelen creer que esa flexibilidad les permitirá trabajar a la carta, para encajar mejor los horarios en su vida cotidiana.
Durante bastante tiempo se ha difundido la idea de que esta clase de ocupación era ideal para estudiantes o personas interesadas en gestionar por sí mismas su uso del tiempo. El autor de este capítulo pone de relieve que la realidad desmiente esa visión: por distintas razones, la Gig Economy ha llegado a ser la principal fuente de ingresos en muchos hogares. Ante el avance de una crisis que ha disparado el desempleo, muchos trabajadores optan por aceptar trabajos en condiciones cuestionables.
Ahondando en cómo la Gig Economy está cambiando el empleo y las estructuras de la renta, el libro apunta las prácticas abusivas en el régimen de los trabajadores autónomos: elevados niveles de precariedad, bajas remuneraciones y, en la mayor parte de los casos, imprevisibilidad de horarios. Tres elementos bien conocidos que contradicen el espejismo de la flexibilidad.
Buena parte del modelo – recuerda Woodcock – se sustenta en el hecho de que los trabajadores pagan de su bolsillo las cuotas de su régimen de seguridad social [hay infinidad de modelos, pero este es el denominador común] y los seguros de accidente. Son casos corrientes, no extremos, favorecidos por el pago a destajo, que se creía históricamente relegado a unas pocas situaciones. Asimismo, llama la atención sobre el hecho de que cotizan lo mínimo; cita un estudio de la aseguradora Zurich que calcula en 5 millones el número de personas que corren “voluntariamente” el riesgo de no tener previsión suficiente en el futuro.
Por su parte, Zia Quareshi, investigador de Brookings Institution, es tajante al afirmar que la desigualdad de renta ha aumentado en casi todas las economías avanzadas desde los años 80, período que coincide con el auge de las tecnologías digitales. Pone Quareshi el dedo en la llaga cuando sostiene que las consecuencias negativas de la digitalización van más allá de estos signos de desigualdad. El crecimiento de la productividad en las principales economías se ha ralentizado en vez de acelerarse como suele decirse [otro capítulo clave del libro del BBVA, que justificará dedicarle otra crónica próxima en este blog]. El análisis destaca que en todas las economías de países miembros de la OCDE, se observa correspondencia estadística clara entre pérdida de productividad y desigualdad en la renta del trabajo.
Haciendo honor a su título, este libro colectivo resalta que en la “nueva economía” de pequeños encargos, la situación de los trabajadores intermitentes está siendo agravada por la intervención de la Inteligencia Artificial, los algoritmos y el cruce de datos generados por las evaluaciones de los consumidores, una práctica facilitada por las aplicaciones a la que los usuarios. Estos – según Phoebe Moore – tienden a opinar frívolamente sobre la calidad del servicio recibido sin considerar variables (que desconocen) como la paga y la situación personal, laboral o familiar del trabajador que lo ha prestado.
Woodcock se remite a otros requisitos clave de su lista: el poder del trabajador y la regulación gubernamental. En el primer punto, se refiere tanto a los que ya formaban parte del sector de actividad de que se trate como a los que se incorporan reclutados por una plataforma digital. En la mente del autor están las movilizaciones de los taxistas en Londres [repetidas en otros países, sin excluir España] y cómo su presión obtuvo una regulación que ha mejorado la convivencia entre ambos modelos.
Cita asimismo las huelgas periódicas de conductores de Uber, empresa hoy caída en el desprestigio por sus propios errores pero que ha sido durante años emblema de lo que dio en llamarse “uberización” del empleo. Una de las circunstancias en las que se refugian estas plataformas, subraya Woodcock, es el rechazo a la sindicalización, que ha arraigado en muchos trabajadores autónomos.
Engarza esta cuestión con otra adyacente, la regulación. Durante un tiempo, las autoridades favorecieron por acción u omisión el crecimiento de estas plataformas, sin resolver las lagunas legales existentes, pero últimamente los gobiernos y la justicia se han puesto a la tarea de corregir desviaciones intolerables. Son notorios los incontables procesos que ha perdido Glovo por abusar de la contratación de falsos autónomos. No obstante, sigue gozando de la etiqueta mediática de “unicornio a la española” (sic).
Tal como indica Quareshi, las políticas tienen el papel crucial de garantizar que los beneficios potenciales se aprovechen de manera eficaz e inclusiva; los últimos años demuestran que las instituciones han tardado en afrontar este componente de la economía digital. Este autor apuesta por revisar a fondo el contrato social, poniendo las pensiones y la atención sanitaria en primer plano, ya que hasta ahora venían ligadas a relaciones formales y de largo plazo entre empleadores y empleados. En su opinión, sería oportuno hacerlas “más transferibles y adaptarlas a la evolución de las prácticas laborales”.
El último de los requisitos planteados por Woodcock se centra en las actitudes y preferencias de los consumidores. Porque, en esencia, estos servicios sólo pueden crecer si hay mercado para ellos y si los clientes están dispuestos a acceder mediante plataformas digitales en lugar de los modos tradicionales. Este autor – escogido en esta crónica como hilo conductor, aunque no lo es en el libro – pone el acento en el cambio de los hábitos de consumo dando lugar a restaurantes “en la sombra” que sólo cocinan para entregas a domicilio, con las múltiples implicaciones que tiene para el sector de la restauración. Aunque también podría señalar que este sector ha acogido la novedad como una fuente adicional de ingresos, sin hacerse preguntas incómodas.
Así las cosas, Woodcock no se muestra especialmente optimista de cara al futuro. El dibujo actual revela que aquella economía supuestamente colaborativa, en lugar de desarrollarse sobre el marco de relaciones existentes, lo que ha hecho es destruir manera previas de trabajar. Esta tendencia se encamina, incluso, a la segmentación de tareas de un mismo empleo para extraer de este múltiples minijobs (sic) que se incorporan a las plataformas.
El peligro que contempla Woodcock en el horizonte es que la Gig Economy actúe como laboratorio práctico de nuevas formas de gestión empresarial. Aunque en este momento resulta imposible medir su impacto real, es razonable pensar que podría modificar profundamenta la organización futura del trabajo.
[informe de David Bollero]