Algunas coincidencias son poco afortunadas: días atrás, en el Moscone Center de San Francisco, acababa de hablar Satoru Iwata, presidente de Nintendo, ante la Game Developers Conference. Al otro lado de Howard Street, en el Yerba Buena Center, se iniciaba otro evento, la presentación del iPad 2. En fin, Iwata es un comunicador competente, pero nunca dará tanto juego como Steve Jobs. En consecuencia, su mensaje pasó sin pena ni gloria, a pesar de tener un meollo interesante para su audiencia: la denuncia de que los smartphones (y por extensión las tabletas) contribuyen a degradar la calidad de los videojuegos y a hacer que su desarrollo sea una actividad económicamente insostenible.
El éxito del iPhone y familia ha provocado alarma entre la industria establecida de videojuegos para consolas, y esta preocupación era el fundamento del discurso de Iwata. Es fácil de entender: Angry Birds, un juego simple pero adictivo que ha sido el mayor éxito del 2010 en las tiendas de aplicaciones, se vende a 99 centavos en su versión para el iPhone y a 4,99 para el iPad. En contraste, los juegos para la nueva Nintendo 3DS tendrán un precio de 39,99 en la mayoría de los casos. Surgen dos preguntas: 1) ¿son estos juegos/aplicaciones un factor que estimulará el crecimiento del mercado en beneficio de todos? , y 2) ¿son, al menos, el embrión de un nuevo modelo de negocio, aunque los actores convencionales acaben pagando el pato?
Los juegos móviles han captado un público tan amplio que el crecimiento de la masa crítica de smartphones es más que irresistible para los desarrolladores, pese al trato económico poco favorable que reciben. Algunos analistas opinan que Apple ha sobredimensionado la oferta de aplicaciones: más de 350.000 en la actualidad, con tres atributos negativos: la mayoría son mediocres, tienen una vida efímera y muy pocos son rentables para sus autores. Los dos primeros rasgos son opinables, pero es un hecho que la compañía cobra al desarrollador 99 dólares por año y retiene el 30% de cada transacción. Se ha calculado que un juego para iPhone puede facturar, en promedio, unos 4.000 dólares, cifra que a menudo no cubre los costes y, desde luego, no permite hacer un producto de calidad comparable a los juegos de consola.
Hay otro fenómeno conexo, los juegos `sociales´. Farmville, por ejemplo, que apasiona a 300 millones de usuarios (la mayoría procedentes de Facebook); es una audiencia fuera de proporción con la de las tres plataformas tradicionales (Play Station, Nintendo y Xbox). El efecto es el mismo, con el agravante de una baja probabilidad de convertir esa audiencia en usuarios de juegos de calidad.
Esta evolución desbarata el fundamento económico de desarrollar juegos de alta inversión para una audiencia restringida pero dispuesta a pagar un precio más alto. En realidad, el discurso “antimóviles” de Iwata defiende su concepción de una industria que ha sido pillada en falso por unos competidores recién llegados, que escapan a su resistido sistema de licencias.
La nueva consola 3DS, que Nintendo ya vende en Japón y se lanzará en los próximos días en España, es una pieza de esa contraofensiva: en tres dimensiones pero sin necesidad de gafas, tendrá versiones de los juegos más célebres de la marca (Super Mario, Legend of Zelda, Donkey Kong) y una función que permite el streaming de películas (en los países donde funciona Netflix). Pero Nintendo tiene una debilidad empresarial: sólo produce consolas y videojuegos; Microsoft y Sony tienen menos temores. La primera, porque el Windows Phone 7 ha asimilado los juegos de Xbox y la segunda porque algunos juegos de Play Station serán “certificados” para que puedan jugarse en ciertos dispositivos Android.