No todo es cosa de Donald Trump. La pandemia ha provocado una reflexión en la industria occidental, arrepentida de haber impulsado la concentración de su producción en China. Aunque la guerra comercial haya sido el detonante. Pese al interés intelectual que presentan los análisis acerca de esta variante de guerra fría, lo que subyace es una carrera por hacerse con el control de la futura cadena de suministros. Ya que traer las fábricas a Estados Unidos o a Europa no sería práctico ni rentable, ganan protagonismo los países del sudeste asiático, que pugnan por ocupar posiciones que durante décadas habían sido monopolizadas por China. Tampoco será fácil ni rápido desmontarlas y dispersarlas.
Estados Unidos – por cierto: no sólo su presidente – se ha marcado como objetivo desplazar a China del centro del tablero. Las elecciones del 3 de noviembre pueden cambiar el tono pero difícilmente regalarán al régimen chino un cambio sustancial de posición. Aun así, lo que para Trump es una obsesión, para las empresas se centra en calcular oportunidades. Un ejemplo es la táctica de Hewlett Packard Enterprise, que después de mil maniobras para tener asegurada la fabricación en China de servidores que vende bajo su marca, ha anunciado un plan para reinstalarla (sólo parcialmente) en territorio estadounidense.
Desde la llegada de Trump a la Casa Blanca, las reglas de control del comercio exterior con China se han ido endureciendo, pero la estrategia apunta más allá de las sanciones, al establecimiento de una cadena de suministro alternativa que debería acabar debilitando su capacidad industrial. Entre tantas cosas que ha demostrado la pandemia, ha quedado patente que concentrar la producción en una única fuente no ha sido buena idea de la muy celebrada globalización. Tras el espejismo patriótico alimentado por la narrativa trumpiana, el desequilibrio de costes laborales persiste y las paridades cambiarias tienen su papel en la ecuación.
Algunos pasos han abierto camino. Apple y sus contratistas han dispersado la producción de dispositivos entre Vietnam, Tailandia, Malasia e India, según los casos. Pero el desafío de una cadena de suministro alternativa no es baladí, dado que tiene que competir en eficiencia y precio con la establecida en China, capaz de fabricar 200 millones de iPhones al año. La mano de obra china se caracteriza por su extrema especialización y después de haber sido durante años la “factoría del mundo” dispone de una infraestructura con la que resulta complicado competir. Los tiempos de entrega de Tailandia, por ejemplo, pueden llegar a duplicar el de las chinas.
Por infraestructura no debe entenderse sólo la cuestión logística, sino que afecta a decenas de procesos que intervienen en la fabricación de un mismo producto. La dependencia de Occidente con respecto a Oriente se replica en el propio Oriente: las economías asiáticas dependen de China para sus insumos, aunque el ensamblado final se haga fuera y por tanto lleve otro etiquetado de origen. Dicho de otro modo: no se trata de cambiar de planta de fabricación sino del impacto sobre un complejo entramado de empresas.
Taiwán se presenta como el primer beneficiario de las dificultades de China continental, que en cierto modo también son las suyas, porque la industria de la isla ha desplegado una fructífera relación económica que contrasta con la animosidad entre ambos, vigente desde 1949. El protagonismo que puede asumir Taiwán viene dado por contar con empresas tecnológicas de envergadura, entre ellas Foxconn, con cientos de miles de trabajadores en China o TSMC primer fabricante mundial de semiconductores, con plantas en el continente.
Esta dependencia recíproca ha puesto en una encrucijada a los clientes estadounidenses como Apple, Microsoft, Google, Amazon, Qualcomm, HP y Dell, sino también a las marcas chinas que lideran los mercados asiáticos (Huawei, Lenovo, Xiaomi y Oppo). Quisieran no tener que elegir, lo que inevitablemente supondrá perder negocio.
Por su lado, las empresas estadounidenses temen que las puertas del mercado chino, que les costó años abrir, se les cierren si el gobierno de Pekín tomase represalias. Aunque en tal caso la primera en que se piensa es Apple, se trata de un mercado que supone el 20% de las ventas para Intel y nada menos que el 60% de las de Qualcomm.
¿Podrán jugar a dos bandas las compañías estadounidenses? Es lo que están intentando: trasladar producción y órdenes de pedido fuera de China al mismo tiempo que protegen su canal de distribución en ese país. Según un informe de la cámara de comercio de Estados Unidos en China, sólo el 28% de las empresas miembros piensa aumentar su inversión en el país este año, frente al 48% que declaraba esa intención en 2019 y al 81% de hace cuatro años.
Esta actitud no puede sorprende, a la luz del cariz que ha tomado la confrontación entre Estados Unidos y China,pero ilustra muy bien el por qué Apple espera trasladar fuera de China entre el 15% y el 30% de su fabricación, porcentaje que aproximadamente equivale a los despachos de mercancía que embarca hacia puertos norteamericanos. Por lo pronto, sus AirPods inalámbricos ya se fabrican en Vietnam y está negociando con ensambladores – Foxconn y Wistron – y proveedores como Pegatron que estos se instalen en India, un mercado potencialmente tan grande como el chino.
¿Cómo se vive esta evolución dentro de China? De la postura oficial no ha trascendido mucho, en cumplimiento de la opacidad del régimen. La administración Trump castiga con una lista negra a unas cuantas empresas chinas, mientras la de Xi Jinping tiene a punto su contraparte como amenaza para el momento oportuno. A nadie escapa que Pekín maniobra para evitar un éxodo masivo de fábricas: la prensa de los países vecinos estima que casi dos millares de empresas taiwanesas, japonesas y coreanas han iniciado o planean su diversificación geográfica.
El año pasado, Samsung cerró sus plantas de ensamblado de smartphones en China – algo tuvo que ver en ello la estrepitosa caída de ventas de la marca en ese mercado – para llevarlas a Vietnam e India. Los servidores que hacen funcionar los servicios cloud de AWS, Google y Facebook han pasado a producirse en la vecina Taiwán. No se trata de casos aislados, puesto que fabricantes de menor renombre pero con peso en la economía han movido ficha: Compal Electronics – que produce los Apple Watch – está pensando migrar esa línea de producción a Vietnam. Wistron, que ensambla iPhones y portátiles para varias marcas, ha ampliado su presencia en Filipinas. Inventec ha reactivado su planta en Malasia, que ampliará capacidad.
Hasta aquí los apasionantes movimientos entre Estados Unidos y China. Trump quiere sabotear la ambición china de independencia tecnológica, pero no todo se reduce a esto. Y la revisión de las cadenas de suministro no se limita a estos dos contrincantes. Es el caso de Japón, Australia e India, que, junto con Estados Unidos, forman el discutido diálogo cuadrilateral más conocido como Quad. Los tres socios han encontrado un objetivo común: crear una alternativa en la región Indo-Pacífico, lo que llaman “un entorno comercial libre, justo y predecible” [es decir, sin China] abierto a otros países que quieran participar de la iniciativa. En el pasado, Japón e India intentaron algo parecido y apenas hicieron rasguños en el abrumador dominio chino.
Consciente del reto que tiene ante sí, el gobierno japonés trabaja con los países del sudeste asiático para extender su alianza con Australia e India. No es su único movimiento de lo que la prensa nipona ha bautizado China Exit: el anterior primer ministro Abe había puesto en marcha programas de ayuda por 2.000 millones de dólares a las empresas que quieran traer de vuelta a casa sus capacidades de producción que en el pasado se mudaron a China. Al parecer, unas 1.600 empresas se presentaron a la convocatoria, que sigue la pauta de un programa de exenciones fiscales y créditos a bajo interés que viene aplicando Taiwán desde hace dos años.
Indonesia es otro país cuyo gobierno está gritando a los cuatro vientos sus ganas de acoger industrias que desertan de China. Y no sólo de China: también de Japón, Corea del Sur y Taiwán o por qué no Estados Unidos, ya que su presidente presume de amistad con Trump. Este verano ha inaugurado un parque industrial en la isla de Java y promete que antes de 2024 espera crear otras 19 instalaciones similares. Su objetivo: bajar drásticamente los costes de inversión primero, los de producción luego.
Malasia se apunta a la subasta ofreciendo exenciones fiscales de hasta 15 años a las compañías que inviertan en el país. Todo vale en un panorama económico tal que la ONU pronostica un desplome de hasta el 45% de la inversión extranjera en las economías emergentes de Asia.
En este repaso a las cadenas de suministro alternativas, hay quien mira a México por su proximidad a Estados Unidos y una larga tradición de fábricas que producen para el mercado vecino. Pero el país que realmente gana enteros por el tamaño de su mercado interior es India, que el pasado año fabricó cerca de 330 millones de teléfonos móviles. Frente a competidores regionales, India cuenta no sólo con su demografía, pero no suficiente especialización en la fabricación electrónica.
Hace más de cinco años que Nueva Delhi lanzó su iniciativa Made in India, que no ha obtenido los resultados esperados: se están exportando muchas materias primas y productos intermedios, pero el comercio interior se nutre principalmente de mercancías chinas que desequilibran la balance entre los dos países. Tanta agitación en el Lejano Oriente induce a echar en falta algún papel para Europa, que se mueve con espasmos y ausencia de iniciativa.
[informe de David Bollero]