Cuando Donald Trump llegó a la Casa Blanca, las compañias tecnológicas adoptaron una actitud comedida. La democracia prescribía suavizar recelos y darle tiempo a cumplir sus promesas de reforma fiscal favorable a sus intereses. Ocho meses después, Silicon Valley – epítome del sector más poderoso de la economía estadounidense – se siente en la incómida obligación de tomar partido. La escalada de Trump ha ido del veto inicial a ciudadanos de países musulmanes a la revocación de la norma que permite a los dreamers quedarse en Estados Unidos. Entre medias, no ha escondido sus simpatías por la ultraderecha. A los paladines californianos de «un mundo mejor», se les hace Imposible no reaccionar.
Salvo excepciones como el ´libertario` Peter Thiel, es sabido que Trump no era el candidato preferido por las luminarias del Silicon Valley . Incluso Meg Whitman y John Chambers, conspicuos republicanos moderados, admiten que no han votado por él. Qué decir de un Eric Schmidt, amigo de Obama, o un Mark Zuckerberg, que ha evitado acudir a la Casa Blanca delegando el trago en su mano derecha, la todoterreno Sheryl Sandberg.
Un estudio elaborado por profesores de ciencias políticas de Stanford es muy revelador. Concluye que los multimillonarios miembros de esta élite actúan como progresistas si se trata de materias sociales y ambientales, pero a la vez enfatizan su liberalismo cuando rechazan el papel de los sindicatos y se declaran reticentes a las medidas regulatorias. Combinan así, paradójicamente, propuestas de redistribución de la riqueza con una reducción drástica de la influencia gubernamental en la economía.
No es sólo una cuestión ideológica. Tenidos generalmente por liberales – adjetivo que en Estados Unidos los equipara al centroizquierda – son cosmopolitas, partidarios de la globalización y están abiertos ante la inmigración; por consiguiente, son crìticos con el discurso aislacionista, mientras ponen sus esperanzas en el equipo económico, trufado de ex directivos de Goldman Sachs.
Si se rasca un poco en sus fuentes de inspiración, no se encontrará ningún teórico sino la literatura de Ayn Rand, novelista con pretensiones filosóficas cuya obra – según las malas lenguas El Manantial es uno de los escasos libros que Trump haya leído – giran en torno a un extremo egoísmo social [ejemplo: «nadie debe sacrificarse por los demás ni debe esperar que otros se sacrifiquen por él»] que sirve de principio moral a no pocos emprendedores, como Thiel o el fundador de Uber, Travis Kalanick.
La huella del pensamiento de Rand (1905-1982) se puede rastrear en el activismo techie subproducto de la ´economía web`. En A declaration of Independence of Cyberspace, documento liminar de la Electronic Frontier Foundation [escrito por el letrista de Grateful Dead, por cierto] se postula una tesis ´soberanista`: ningún gobierno debería meter las narices en Internet. Bajo esta expresión radical subyace un recuelo de la contracultura de los 70: el Estado sólo debería garantizar la defensa nacional, dejando casi todo lo demás a los individuos y las comunidades en red.
En fin, que no estamos ante un rifirrafe circunstancial entre un presidente extravagante y unos multimillonarios engreídos. El germen de la situación actual está en esa recurrente bobada – que repiten visitantes ocasionales – según la cual «en el Silicon Valley siempre te darán una segunda oportunidad de fracasar».
Al final, no ha habido más remedio que mojarse en los charcos de la política. Un caso sintomático es Reddit, web autodefinida como «bastión de la libre expresión», que a finales del año pasado optó por eliminar enlaces a contenidos racistas publicados por fans de Trump. Un problema que también está sufriendo Twitter, convertida en vertedero de mensajes de odio contra personas en base a su raza o género. Las fake news multiplicadas por la «derecha alternativa» y jaleadas como veraces por Trump, han forzado la adopción de medidas no deseadas: Google ha tenido que eliminar de su programa de publicidad a algunos de esos sitios, y Facebook ha suspendido cuentas asociadas al fenómeno, además de contratar personal encargado de filtrar los contenidos publicados en su red. En consecuencia, ambas se han expuesto a la crítica de practicar una «censura» que siempre habían rechazado como cuestión de principios.
Con las secuelas de los incidentes de Charlottesville, el Silicon Valley se ha implicado aún más. Los dominios de webs de organizaciones convocantes han sido cancelados. Cloudflare, un popular servicio de seguridad, rompió su tradicional neutralidad pàra desterrar al portal neonazi Daily Stormer. Google, Twitter y LinkedIn han suspendido cuentas vinculadas al mismo sitio. Mark Zuckerberg, antes criticado por la ineficacia de Facebook en la detección de mensajes de incitación a la violencia, reaccionó presto. Tim Cook – nacido en Alabama – declaró expresamente su desacuerdo con Donald Trump por poner en el mismo plano a los supremacistas blancos y a los defensores de los derechos civiles. Apple Pay, como PayPal, rehusan que los grupos neonazis se valgan de sus plataformas.
El último episodio de la secuencia, por ahora, ha sido la revocación – que todavía podría rechazar el Congreso – de un legado de Barack Obama, quien ante el bloqueo de su política migratoria firmó una orden ejecutiva conocida como DACA (Deferred Action for Childhood Arrivals) que protege de ser expulsados a los ´soñadores`, personas que en su infancia llegaron como inmigrantes ilegales y están integradas desde hace décadas en la sociedad estadounidense.
Apple – que tiene en nómina más de 250 dreamers – les ha ofrecido toda la ayuda legal que necesiten; lo mismo ha hecho Microsoft, que junto con Amazon apoya la demanda presentada por 15 estados de la Unión contra la decisión trumpiana. Por su parte, Zuckerberg impulsa la plataforma FWD.us, a la que se han sumado unos 500 altos directivos para pedir al Congreso que no ratifique la orden de Trump.
Uno de los primeros gestos del nuevo CEO de Uber, Dara Khosrowshahi – nacido en Irán – ha sido expresar públicamente su respaldo a la vigencia de DACA. Contraste con su antecesor: entre los reproches que ha merecido Kalanick está su silencio ante el veto a los inmigrantes de países musulmanes y sus familias, pese a que muchos de sus conductores son de ese origen.
Los autores del estudio de Stanford antes mencionado sugieren que hay un cambio de tendencia en la élite tecnológica: están dispuestos a dedicar su poder económico más allá del lobby corporativo, hasta ejercer infuencia sobre el pensamiento político. Tras entrevistar a más de 600 directivos (una cuarta parte en California) se concluye que lo más sensato es acercarse a los demócratas con propuestas redistributivas que, al mismo tiempo, contrarresten la vocación intervencionista de ese partido.
Un caso singular es Reid Hoffman, fundador de LinkedIn. Una parte del dinero que ha recibido tras vender su empresa a Microsoft, va a destinarla a financiar iniciativas que contrarresten las políticas de la actual Casa Blanca. Hoffman no oculta su filiación demócrata, por lo que respalda Win the Future, cuya finalidad es que el partido hoy en la oposición recupere la relevancia perdida. Sin embargo, el inversor no confía en los think tanks convencionales, sino en aplicar a la política el modelo de startup: crear estructuras ligeras y eficaces, como Vote.org, que procura convencer a la población desfavorecida de inscribirse para votar en las próximas elecciones. Luego hay quien dice que Zuckerberg (33 años) sueña con ser presidente; ¿a alguien le sorprende?