Joe Biden un mes en la Casa Blanca y hay que compadecerse de sus problemas. Su agenda legislativa arranca con un paquete de gasto por 1,9 billones de dólares para aliviar los desastres de la pandemia, a punto de proponer de inversiones en infraestructura por otros 2 billones. En cuatro años, su antecesor no sólo ha puesto patas arriba buena parte de los cimientos democráticos del país, sino que el descabezamiento de las defensas de ciberseguridad ha provocado el mayor ataque cibernético del que se tenga memoria. La reparación de daños será cuantiosa, entre otras razones porque Donald Trump carecía de una estrategia tecnológica, al confundirla deliberadamente con una guerra no declarada contra China.
La superioridad tecnológica que solía atribuirse a Estados Unidos flaquea, por decirlo suavemente. El nuevo presidente ha tenido que convocar a los directivos de la industria automovilística para discutir maneras de corregir el desabastecimiento de semiconductores, cuyo impacto en General Motors y Ford han estimado en al menos 1.000 millones de dólares este año por el cierre temporal de fábricas. Se ha llegado al extremo de que General Motors ha optado por despachar vehículos sin sus componentes electrónicos, con la promesa de instalarlos más adelante, cuando los tenga disponibles.
La vulnerabilidad de la cadena de suministros de la industria estadounidense no es iniciativa de China, sino de quien apostó fuerte por el conflicto sin medir todas las consecuencias. Biden ha sido muy crítico con la guerra de aranceles de Trump [dos rondas sucesivas y una tercera suspendida in extremis] pero no puede ahora rebajarlos sin antes crear un ambiente compatible con la protesta por el expansionismo militar chino y la ley de seguridad en Hong Kong, dos asuntos que no puede dejar pasar sin comprometer toda su política exterior. Lo que no excluye gestos que se esperan en las próximas semanas.
Aun dejando a un lado el envenenado capítulo chino, que requerirá tiempo y mano izquierda, son numerosas las asignaturas tecnológicas que esperan a Biden. Todas ellas delicadas y alguna en estado calamitoso. Urgente, lo que se dice urgente, es la ciberseguridad: buena parte de la estructura federal ha sido afectado por el ataque conocido como Solar Winds y quizá no se sepa todavía su alcance.
La nueva administración ha formado un equipo con experiencia tanto pública como privada, que se encargará de diseñar políticas y programas de actuación para protegerse de ciberataques y, llegado el caso, tomar represalias.
Es un cambio de actitud que empieza por reconocer que dos gobiernos a los que Trump quería tener en el bote (Rusia y Corea del Norte) le han pillado la delantera a Estados Unidos por tener defensas desguarnecidas o mirando sólo a China. El plan de destinar 10.000 millones a ese objetivo es un gran salto adelante sobre el descuido anterior, ya se verá si es cuestión de dinero.
Hay otro gran asunto – tecnológico a la vez que político – que ha cobrado relevancia y parte de un voluminoso informe del Congreso, publicado en octubre, que propone una hoja de ruta para cortar el dominio que en sus respectivas esferas han alcanzado cuatro grandes compañías: Google, Facebook, Apple y Amazon. Aplicarles una envejecida legislación antitrust presenta riesgos; intentar actualizarla para después perseguirles, también los tiene.
Para empezar, no está todavía claro que el nuevo equipo al frente del departamento de Justicia tenga voluntad de meterse en ese jardín, pese a la insistencia del ala izquierda del partido de gobierno. Durante la campaña, Biden se dijo contrario a proponer una fragmentación de esas empresas y partidario de enmendar las regulaciones que faciliten resultados a corto plazo. Pero este planteamiento timorato puede no ser sostenible: una de las pocas cosas que unen a demócratas y republicanos es la preocupación ante el poder que han acumulado las llamadas Big Tech.
El escándalo de la desinformación – que ha puesto en cuestión la dudosa conducta de Facebook y Twitter – seguirá coleando, porque no es viable mantener un veto permanente contra Trump y sus epígonos en estas redes sociales. Aquí entra en juego una discusión que está muy lejos de ser abstracta: la vigencia o reforma de la Sección 230 de una ley de 1996, que protege a estas redes de ser tenidas por responsables de los contenidos publicados por los usuarios.
También en este caso, Biden dijo durante la campaña que la inmunidad debería ser revocada – tal vez su única coincidencia con Trump, aunque por muy distintas razones – y en su lugar debería aprobarse una legislación más próxima a las normas europeas. Ahora que se sienta en el despacho oval, tendrá que decidir si mantiene lo dicho o cambia de opinión.
De paso, ha reaparecido una polémica que se creía apagada, la neutralidad de Internet. A diferencia de otros precandidatos demócratas – incluida la actual vicepresidenta Harris – Biden ha tratado de sortear un asunto cuyo origen se remonta a la administración Obama, en la que era número dos. Se trata de un principio que, simplificado, proclama que todo tráfico deberá ser tratado sin discriminación y que fue recortado por la FCC (Federal Communications Commission) de los últimos cuatro años. Los líderes demócratas de ambas cámaras son notorios partidarios de restablecer ese principio que tiene defensores y detractores dentro de la industria.
Se hace difícil discutir sobre neutralidad de las redes en un país que arrastra un severo atraso en el despliegue de banda ancha: según un estudio de Microsoft, 169 millones de americanos están al margen de ese atributo de las sociedades modernas. Desde un enfoque político, revitalizar la clase media que vive en la “América profunda” es una obligación moral impostergable, dijo en 2020 el candidato Biden. Bajar del discurso a la realidad y llevar la banda ancha a todos los hogares supondría – según un cálculo de la FCC – invertir 80.000 millones de dólares. El programa de Biden se conforma con 20.000 millones para desplegar en las comunidades rurales y poblaciones pequeñas una conectividad equivalente a la que disponen las ciudades de ambas costas.
Esta rémora tiene explicación. Los proveedores de Internet han sido reacios a construir la infraestructura para dar cobertura a esas zonas del territorio, donde no hay muchos clientes potenciales para ellos y sus anunciantes. La administración Trump desvió miles de millones que debían destinarse a este propósito para financiar la construcción del muro en la frontera mexicana. La reparación de esta brecha digital fue una de las promesas incumplidas de Donald Trump, por las que ahora se juzgará la credibilidad de su sucesor.
Un capítulo que merece atención es la perspectiva de la administración entrante con relación a la inteligencia artificial. No es que el equipo de Trump ignorara la cuestión, pero la consideraba como un asunto geopolítico – una visión más militar que científica – mientras que Joe Biden ha hablado del asunto en términos muy distintos. A tenor de los nuevos responsables nombrados en la OSTP (Office of Science of Technology Policy) se tendrán en cuenta las implicaciones sociales y éticas de esta línea de investigación, lo que no es contradictorio con seguir buscando la hegemonía frente a otras potencias que buscan lo mismo.