2/03/2010

Google en el banquillo (1)

El juez Oscar Magi, de la magistratura de Milán, ha adquirido súbita celebridad mundial con su veredicto de culpabilidad contra tres ex directivos de Google por un delito que ellos no cometieron pero del que los considera responsables: el acto de colgar en la web un vídeo en el que unos adolescentes acosan a un compañero de clase con síndrome de Down. El juez tiene ahora 90 días para razonar la sentencia, que se supone será ejemplar. Entretanto, el debate se ha calentado e Internet se satura de opiniones simplistas de gente que ignora tanto acerca del derecho, como el juez parece ignorar acerca de Internet. El asunto merece un tratamiento más sereno.

Si la decisión judicial saliera intacta de la previsible cascada de recursos, sentaría un precedente. Según la ley italiana – coincidente con la doctrina europea – los proveedores de servicio de Internet (ISP) no son responsables por los contenidos que sus clientes suben a la web; en cambio sí lo son los proveedores de contenidos. Google sostiene que su actividad se limita a facilitar un medio automatizado para que los usuarios generen sus propios contenidos y los suban a Internet, lo que es asimilable a la primera categoría. Se presume que el juez fundamentará la sentencia con el argumento contrario. Pero, si como se prevé, se sucedieran los recursos, la resolución final del caso tardaría años (para empezar, los hechos se remontan a 2006) con la consiguiente inseguridad jurídica prolongada.

Un asunto delicado es la jurisdicción: en principio, sería la primera vez que un tribunal de ámbito nacional se arroga capacidad para juzgar a la empresa más global que pueda imaginarse, y aunque el delito se cometió en Italia, los alcances del precedente se extienden por el planeta. Por eso resulta especialmente chocante la iniciativa del embajador estadounidense de mezclar confusamente este caso con el contencioso que Google mantiene con las autoridades chinas. Si las cosas se reducen a su exacta proporción, lo que el juez reprocha a los condenados es el no haber impedido – delito pasivo, por tanto – que un vídeo infame estuviera durante dos meses en una web – Google Vídeo Italia, luego desaparecida tras la compra de YouTube – por mucho que alegaran en su descargo el haberlo desactivado en menos de 48 horas tras ser informados por la policía.

El tercer elemento en juego sería la duplicidad del criterio aplicado por un juez que goza de intachables credenciales democráticas. Podría resumirse así: hay violación de la intimidad cuando se divulga una escena privada sin consentimiento del afectado (de ahí la condena) pero no habría delito de difamación (del que los imputados fueron absueltos), ya que Google no está obligada por las reglas que rigen para la prensa y otros medios de comunicación. Así las cosas, el caso Vividown [por el nombre de la entidad que interpuso la denuncia] se sale de su marco jurídico original: una web no necesariamente es un periódico o un canal de TV, y desde luego Google no tiene esos atributos. Es una plataforma en la que los internautas pueden colgar (¿publicar?) sus contenidos, sin que importe mucho si son originales, copias o mashups.

Algunos paladines espontáneos han sostenido estos días que por su naturaleza intrínseca, Internet no puede estar sujeta a ninguna limitación que no venga determinada por el estado de la técnica en cada momento. Google, desde luego, se ha tomado las cosas con más seriedad argumental. Tal vez no quepa hablar de limitaciones, sino de reglas. Es conocida la deriva ´libertaria´ [con el matiz reaccionario que el adjetivo tiene en la sociedad estadounidense] que mueve a muchos en la cultura digital, pero a ninguno se le ha ocurrido definir un nuevo principio de responsabilidad que valga también en Internet. Por eso conviene esperar la sentencia más que alarmarse por el veredicto.

Se puede dar otra vuelta de tuerca a lo anterior, y preguntarse qué es eso que en inglés se llama privacy y que debería traducirse como intimidad. Con admirable precisión, la abogada general adjunta de Google, Nicole Wong, ha escrito que “para los europeos, el marco de privacy es un derecho fundamental de dignidad, mientras que en Estados Unidos lo vemos más bien como un derecho del consumidor”. Mientras el intelecto va por su camino, los negocios siguen a lo suyo: una posible consecuencia del enredo sería el alejamiento del horizonte de rentabilidad de YouTube – sus pérdidas no son abrumadoras, pero aun así se estiman en casi 500 millones de dólares/año – al asustar a muchos anunciantes con la posibilidad de verse mezclados en asuntos tan feos como este.


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