Como cada año, en Davos estaban líderes de importantes compañías tecnológicas, aunque si uno lee las crónicas podría pensar que sólo había banqueros y periodistas. En realidad, los primeros no añadieron mucho al repetitivo discurso sobre las enormes ventajas que supuestamente la tecnología aporta a los individuos y las sociedades. Aparte de Bill Gates, que adelantó el contenido del manifiesto anual de su fundación filantrópica, el único que se apartó del tópico fue Eric Schmidt, chairman ejecutivo de Google y protagonista de un fireside chat al que asistieron algunos millonarios – Marissa Mayer, la única reconocible del sector, que trabajó con él – y una veintena de cronistas. El moderador fue el editor de The Economist, y Schmidt se despachó con un mensaje rompedor, en el que puede rastrearse la influencia del gurú económico de Google, Hal Varian.
No sé si es justo decir que Eric Schmidt entonó una autocrítica; no es algo que esté en su estilo, me consta, pero desde luego dejó materia para la reflexión. Básicamente, vino a decir que el empleo es un reto para las sociedades contemporáneas, y lo seguirá siendo durante las próximas dos décadas. Curiosamente, el mismo plazo de que habló Gates: cómo será el mundo en 2035. Pero Schmidt fue más incisivo: reprochó a los líderes europeos – a los que calificó como no-líderes – de haberse resignado a una situación de paro estructural que va a afectar al 12% de la población. De los políticos estadounidenses – incluído su amigo Obama – dijo que están aquejados de parálisis de ideas.
La tecnología – dijo – «ha creado una carrera entre los ordenadores y las personas, y tenemos que hacer lo necesario para que las personas ganen esa carrera […] lo realmente importante es que encontremos la manera de que se ocupen de aquello que realmente saben hacer». Por abstracta que parezca la frase, ha levantado una discusión acerca de los límites y las consecuencias de la automatización. No se trata del viejo asunto de la sustitución de trabajadores por robots. Predicaba Schmidt el peligro de que la eficiencia de los ordenadores y el software destruyan la cualificación de otras categorías, que se creían al abrigo de ese fenómeno. La destrucción de empleo no ha hecho más que empezar, la desigualdad irá a peor, y no se puede dejar en manos de la población la tarea de educarse por sí misma para sobrevivir en la nueva era.
Hasta aquí, sorprendente, ¿no es cierto? Un cronista del New York Times le preguntó por la distribución de la riqueza y por qué compañías como Google han acumulado fortunas que no invierten. La respuesta no fue sorprendente: «los impuestos al capital frenan la innovación».
Pero también dijo Schmidt que el estancamiento de los salarios de la clase media no es sólo un problema para la clase media. Es un problema económico – aquí está la huella de Varian – porque es precisamente ese grupo de población el que tiene más disposición a gastar e invertir en los productos nacidos de la innovación. El sagaz analista Henry Blodget lo interpretó libremente: «las compañías están tan obsesionadas por bajar sus costes salariales, pagando a los empleados lo menos posible y, cuando es posible, reemplazándolos por tecnología, que los salarios como porcentaje del PIB están cerca de su mínimo histórico; esta debilidad de los ingresos es una de las razones por las que la demanda es tan débil». Lo extraordinario del caso es que el blog de Blodget está financiado por Jeff Bezos, cuyas prácticas salariales en Amazon son motivo de conflicto.
Me hubiera gustado leer en las crónicas de mis colegas españoles que acudieron a Davos una crónica de esta discusión, que ayer recogía en su editorial el Financial Times. Todavía están a tiempo.