Brian Chesky, fundador y alma mater de Airbanb, se las prometía felices con su plan de salir a bolsa este año, sobre la base de una valoración estimada en 35.000 millones de dólares. De eso nada: llegó el coronavirus y echó por tierra no sólo la intención de Chesky sino la estabilidad de la empresa. El brusco parón de los vuelos, las restricciones al tráfico y el miedo han cortado de raíz el modelo de ingresos de Airbnb, provocando además una oleada de demandas de anfitriones que reclaman el dinero al que creen tener derecho por las reservas canceladas. Por consiguiente, en lugar de tocar la campana de Wall Street, Chesky ha tenido que buscar auxilio financiero de sus inversores.
De las muchas empresas que se han arrogado la insufrible etiqueta de la economía “colaborativa”, Airbnb es probablemente la única que ha hecho méritos para merecerla. Había pasado hace años la fase de unicornio y su modelo no recibía los reproches que han empañado la existencia de otras con las que nunca ha querido compararse. Al menos en sus comienzos, se basaba en facilitar a muchos propietarios la oportunidad de ceder el disfrute temporal de sus inmuebles a cambio de un ingreso muy bienvenido. Claro está que mucho de aquel espíritu original se diluyó al entrar en juego los inversores inmobiliarios, pero esta mercantilización no hizo mella en su imagen.
De golpe, en marzo, con la extensión de la pandemia y las consiguientes restricciones, se multiplicaron la cancelaciones masivas de los huéspedes y la economía del turismo se vino abajo. En condiciones normales, Airbnb deja a los anfitriones la decisión acerca de sus políticas de cancelación, pero tuvo que asumir reembolsos masivos de reservas. La bomba de relojería pasó a manos de los anfitriones.
Varían las estimaciones independientes, pero coinciden en que la tasa de cancelaciones es altísima, hasta el 85% de caída de reservas para la primera semana de abril, comparada con el mismo período de 2019. Y todavía no ha llegado el buen tiempo al hemisferio norte. El sitio AirDNA, especializado en el análisis del sector, calcula descensos muy acusados en las ciudades más solicitadas. Las que más – es imaginable – han sido Pekín y Shanghai, seguidas por Roma y Nueva York. Obviamente también Madrid, donde la ocupación cayó del 47% a sólo un 5% de reservas para agosto; en Barcelona, del 34% al 8%.
A estas alturas, la salida a bolsa de Airbnd es una ficción. La valoración privada de Airbnb ha caído de golpe un 16% hasta 26.000 millones de dólares – si es que tiene validez en las nuevas circunstancias – comparada con la última ronda de financiación, de septiembre de 2017. El retroceso es doblemente doloroso, porque Chesky y sus socios habían renunciado a una OPV en 2018 calculando que si mantenían por más tiempo su carácter privado podrían recaudar bastante más de los 50.000 millones estimados por sus asesores bancarios. Desde luego, las perspectivas actuales son malas: Booking.com, que rivaliza con Airbnb en ciertas áreas del negocio, ha sufrido una caída en bolsa del 45% desde comienzos del año.
Pillada a contrapié, Airbnb ha tenido que remodelar con urgencia su política de cancelaciones: toda reserva hecha antes del 14 de marzo con vigencia hasta el 31 de mayo, será reembolsada, a la vez que se compromete a compensar parcialmente a los anfitriones que ya daban por ciertos esos ingresos. Para hacer frente a estas obligaciones, ha obtenido financiación por 1.000 millones de dólares a un interés del 11% (¡) que, asimismo, faculta a los acreedores – los fondos Silver Lake y Sixth Street – para convertir la deuda en acciones por el 1,25% de la compañía, si lo vieran oportuno. Estas condiciones draconianas reflejan lo apurado de la situación para Chesky que le ha obligado a negociar otros 1.000 millones. Por si sirviera de comparación, Booking.com, más expuesta a los avatares del negocio hotelero, ha recaudado 3.000 millones al 4%.
Cuando el problema se traslada a los anfitriones, el impacto se multiplica. La empresa ha dado a conocer una encuesta propia según la cual la mitad de los usuarios consultados afirma que los ingresos procurados por su plataforma son esenciales para mantener sus casas o apartamentos. No hay duda de que en muchos casos lo son, pero la proporción hay que tomarla con cautela: es lógico que a Airbnb le interese subrayar el valor social de su plataforma. De hecho, sus lobistas han conseguido que el Congreso de Estados Unidos incluya a los propietarios vinculados a Airbnb entre los beneficiarios del paquete de estímulos federales.
En la plataforma de Airbnb están registrados 7 millones de propiedades y 2,7 millones de anfitriones. Durante más de una década – Airbnb nació en 2008 – ha atraído a personas que ofrecen una habitación libre, que reformaban su garaje o incluso se animaban a comprar un inmueble para alquilarlo con su intermediación. Una parte de estos propietarios cargan ahora con hipotecas que pagar con ingresos desvanecidos. Para aliviar su situación, Airbnb destinará un presupuesto de 250 millones de dólares a compensarlos con el 25% de la cuantía de reservas canceladas. En paralelo, ha creado un fondo con 10 millones para ayudarles al pago de sus hipotecas.
Otro resultado que podría dejar huella es que muchos anfitriones han bajado sus precios con la expectativa de atraer a huéspedes para estancias más largas. Parece azaroso que las reservas de cualquier duración crezcan en ciudades y países donde la población está confinada, por lo que el modelo de Airbnb tardará en reactivarse. La semana pasada, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von Leyen, preguntada por el periódico Bild acerca de cuándo podrán volver los turistas alemanes a Mallorca o Canarias, respondió explícitamente: “yo que ellos no haría ningún plan para julio y agosto”.
Chesky, al timón de Airbnb, ya ha tomado medidas: la mayor parte de los 800 millones de presupuesto de marketing para este año ha sido congelada y los sueldos de sus directivos recortados a la mitad. De seguir así las cosas, no descarta despidos y cierres de oficinas.
Algunos inversores atrapados por la suspensión de la OPV piensan que estas medidas no serán suficientes. En el fondo, no se fían demasiado del joven Chesky por su inconmovible optimismo. A finales de noviembre, al tiempo que anunciaba la salida a bolsa, se jactaba de no necesitar el dinero; en las últimas semanas, cuando el desastre era evidente para todos, aún deslizaba a analistas de su confianza que en la segunda mitad del año espera un rebote del negocio y cerrar 2020 con 5.500 millones de dólares de facturación, un 15% de crecimiento sobre 2019.
A lo largo de los años, el CEO ha sostenido que Airbnb podría alcanzar con facilidad los 100.000 millones de capitalización bursátil, un propósito que tal vez fuera asumible en tiempos de euforia pero descabellado ahora mismo. Entre algunos inversores que le han acompañado en la aventura se extiende la idea de que Chesky y los cofundadores – Joe Gebbia y Nate Blecharczyk – deberían ceder parte de sus acciones: entre los tres controlan un tercio del capital y la mayoría de votos en el consejo.
Bien vistos, los problemas de Airbnb no son nuevos. Su crecimiento de Airbnb se ha ralentizado a medida que un buen número de ciudades han puesto trabas al alquiler de corta duración porque contribuye a elevar los precios de la vivienda. Días atrás, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea emitió una opinión (no una sentencia) según la cual la escasez de opciones de alquiler de largo plazo sería razón suficiente para que los estados miembros marquen límites al uso vacacional del stock de viviendas en alquiler.
En parte por esta deriva, que acarrea gastos jurídicos y de marketing, el año pasado Airbnb perdió 674 millones de dólares. Han aumentado sus costes administrativos y el presupuesto destinado a prevención de fraude. Por otra parte, la iniciativa Experiences, en marcha desde 2016 como negocio alternativo al alquiler (tours y actividades para los viajeros) ha dado muy escasos frutos: menos del 1% de los ingresos.
Ahora mismo, lo prioritario es lidiar con el impacto económico de la pandemia. La compañía intentará recentrarse en el alquiler a largo plazo y asegura que en marzo las reservas por más de 28 días crecieron un 20% (lamentablemente no dice dónde). Para cuando se supere la actual crisis sanitaria, se propone impulsar la contratación de estancias más largas entre estudiantes que necesitan alojamiento o directivos que viajan con frecuencia a un mismo destino. Son – argumenta – personas menos expuestas a restricciones; al mismo tiempo, sería un recurso para aquellos propietarios que deseen reconvertir su relación con Airbnb con el fin de regularizar ingresos estables, quizá menos suculentos. En teoría, esto debería repercutir en una mayor oferta de alquiler urbano combinada con una bajada de precios.
En el imaginado escenario poscoronavirus, algunos analistas creen que Airbnb saldrá beneficiada porque la gente evitará los hoteles masificados, mientras otra corriente opina que los turistas van a preferir alojarse en establecimientos convencionales por la suposición de que garantizan mejor limpieza. Son puntos de vista opinables, pero nadie duda de que el turismo dará un vuelco y tardará en recuperarse. Hipótesis: 1) los viajes nacionales ganarían popularidad frente a los internacionales; 2) lugares menos frecuentados arrebatarían una parte de la clientela a los grandes focos de atracción; 3) a corto plazo saldrán con ventaja los alojamientos rurales, más propicios por su aire limpio y la ausencia de aglomeraciones. Vaya uno a saber.