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  3/02/2014

El Año del Caballo empieza al trote

En pocos días, dos adquisiciones de empresas norteamericanas por Lenovo, que suman 5.200 millones de dólares – sacando a IBM y Google de sus inciertos callejones – han puesto los focos sobre China y su peso en la economía mundial. Sin sorpresa alguna, tras varios asaltos a la cumbre, Huawei ha conquistado el primer puesto en el ranking de proveedores de equipos de telecomunicaciones. Son sólo dos noticias en una semana, previa al inicio del nuevo año lunar. No es extraño que resurgieran viejos tópicos sobre la perspectiva de una industria china dominando por completo las industrias tecnológicas. Ha sido un tema de las sobremesas con directivos del sector en los últimos días.

Algunos autores han recordado que el anterior Año del Caballo (de madera), 2002, fue también de cambio en la cúpula dirigente, con el ascenso de Hu Jintao (presidente hasta el año pasado) y coincidente con el pinchazo en occidente de una burbuja financiera, mal llamada tecnológica. Pura superstición a falta de objetividad. Quien más quien menos, todos creen tener una opinión sobre la economía china: unos expresan sus temores acerca de la imparable ambición del gigante asiático, a punto de controlar el mundo; para otros, los menos, el gigante está tocado, víctima de sus excesos, y a punto de entrar en decadencia.

Desde 2008, China ha vivido una burbuja inmobiliaria que ha permitido financiar (con crédito) la inversión en activos físicos. Todo tiene un origen: a finales de los 90, China tenía un exceso de mano de obra desempleada y un bajo porcentaje de exportaciones. Hoy, por el contrario, los mercados de exportación están saturados de mercancías chinas, y hay un exceso de capacidad en prácticamente todas las industrias del país. Como la teoría dice que el fiel de la balanza debería moverse de la inversión al consumo, no hay urgencia por expandir la capacidad, sino por alentar la propensión de los ciudadanos a consumir.

¿Y cómo se hace? La operación tiene complejidad política. Está en juego un triángulo al que hay que tratar con cuidado: los ayuntamientos (núcleos básicos en la estructura del partido único), los promotores inmobiliarios (muy endeudados) y la banca (sobrecargada de activos «tóxicos»). Además, el proceso de urbanización, inseparable del auge del consumo, ha desequilibrado el territorio, y ahora se trataría de frenar el boom de la costa meridional y descentralizar en favor de las ciudades del interior. Una suma de problemas explosivos.

Durante años, ha habido consenso entre los economistas – incluídos los chinos, por supuesto – en la necesidad de transformar un modelo de crecimiento que se caracterizaba por un crecimiento desequilibrado, descoordinado e insostenible. Pero, en medio de una crisis mundial de raíz financiera, nadie se atrevía a pedir a China que dejara de crecer y de comprar mercancías occidentales; como mucho, se veían con recelo sus prácticas comerciales, pero bien estaban si al menos servían para contener los efectos de la recesión a través de los flujos financieros hacia el resto del mundo. Con este telón de fondo, se dio luz verde a que capitales chinos compraran empresas emblemáticas (como la que fabrica los taxis de Londres, por citar un ejemplo).

Hay que acostumbrarse a la idea de que la economía china es un subconjunto de la economía mundial. La desaceleración que aparentemente se observa en la economía china es, en primer lugar, consecuencia de un descenso en sus exportaciones por culpa de la debilidad de los clientes occidentales, pero otro factor es la decisión del gobierno de mover el timón hacia un modelo más sostenible. Oficialmente, en 2014 debería recortarse el 7,5% en que se estima el crecimiento del PIB en 2013, y la intención parece ser que en 2014 baje al 6%.

El problema no es tanto reducir la velocidad de marcha, sino cómo evitar que el motor se gripe en la maniobra. El consumo privado representa (oficialmente) sólo el 36% del PIB chino, aproximadamente la mitad que en Estados Unidos y algunos países europeos. Por su lado, la inversión equivale al 54% del producto bruto, un porcentaje que sería enorme en cualquier país, y en China representa un valor monetario desorbitado.

La caída de la demanda externa, consecuencia de la crisis desatada en los países clientes a partir de 2008, pudo ser compensada en China por el gasto en infraestructura, aunque las prioridades fueran discutibles. El crecimiento se ha basado en una expansión alocada del crédito. La deuda interna, ahora fallida en gran medida, creció velozmente [del 125% del PIB, ha pasado a ser el 215% en sólo cuatro o cinco años], y a los bancos estatales no les quedaba más opción que aguantar, hasta que la situación llegó a ser insostenible.

El plan 2011-2015 pretende rebalancear el orden de prioridades, pero los indicadores publicados a principios de enero parecen indicar que el problema sigue casi intacto. Ya que no pueden forzar la realidad, los economistas han movido su punto de vista: China necesita, dicen, altos niveles de inversión pero con mecanismos distintos – eficiencia, es la palabra clave – en la asignación de recursos. El equilibrio entre los intentos de enfriar la demanda de crédito y evitar que la desaceleración sea brusca, hace difícil pronosticar qué va a pasar este año.

Formalmente, el nuevo equipo dirigente ha cambiado de política. Escribe David Pilling que mientras Hu Jintao [el anterior presidente] era «un yonqui del crecimiento», Xi Jimping [su sucesor] es un prescriptor de metadona. Está bien pensada la metáfora, porque el problema del nuevo equipo al frente del partido y del gobierno es cómo rebajar las dosis. Si el PIB creciera a un ritmo más bajo pero ordenado, sería la evidencia de una prosperidad posible en el resto de la década. Si no, más vale que China y el resto del mundo se abrochen los cinturones.

El crecimiento futuro de China depende del consumo interno, para que vaya ganando terreno a la inversión en la composición del PIB. El nuevo equipo dirigente pretende lograr ese objetivo mientras a la vez deprime la adicción por el crédito, lo que sólo sería verosímil si aumenta la renta per capita, a la vez que el eje de la inversión se desplaza del sector estatal a las empresas privadas. En otras palabras, siempre en teoría, China necesita una demanda más eficiente.

Las frases hechas sobre la competitividad china empiezan a ser puestas en cuestión. Por un lado, el coste del capital ha subido, y está afectando a las empresas privadas, pero el impacto se extenderá inevitablemente a las estatales, demasiado acostumbradas al bajo coste de los recursos, para que aprendan a operar en condiciones más eficientes. Muchas empresas, de ambos tipos, históricamente han competido en el exterior sobre la base de sus bajos costes de capital y de mano de obra, pero los dos factores están cambiando de dirección.

La disciplina en el uso del capital ha entrado, necesariamente, en los hábitos de los gestores chinos. Conviene dejarse de ideas adquiridas que ven a los directivos chinos como funcionarios obedientes: cuando son buenos, los gestores chinos son excelentes, o por lo menos tan buenos como sus colegas de occidente. En este sentido, y puesto que han estado en el candelero los últimos días, Lenovo y Huawei son dos casos de libro.

Muchos especialistas han escrito que la productividad del trabajo en China es comparable a la las economías desarrolladas, sólo que a una séptima parte del coste salarial. De lo que se deduce que habría margen para que los salarios suban sin perder competitividad. Lo que no quita que la corrección salarial preocupe con razón a las empresas extranjeras que se han apoyado en los bajos costes de fabricar en China – la relación entre Apple y Foxconn es la más conocida, pero hay muchísimos otros casos – y han comenzado a mover contratos a fábricas que sus proveedores chinos tienen en Vietnam u otros países asiáticos.


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