Que un partido comunista centenario germine una clase social multimillonaria suena como desafío a la lógica política. Pero ya ocurrió cuando el colapso de la Unión Soviética dio cancha al saqueo de recursos estatales y a la proliferación de oligarcas al principio todopoderosos, algunos de los cuales caerían en desgracia ante el omnipotente Vladimir Putin. En China, cuyo régimen no ha colapsado sino todo lo contrario, una emergente clase capitalista fue incubada por las reformas de Deng Xiaoping (1978). Su epígono Xi Jinping no quiere que le pase lo que a Putin: el “socialismo con características chinas” diseñado por Deng no puede admitir que los oligarcas se libren del control del partido.
Esta descripción explica mucho de los acontecimientos en China y del estado de sus relaciones con el mundo. Aunque los primeros ruidos no dejaban presagiar una tormenta generalizada: hace un año, el fundador de Alibaba, Jack Ma se había pasado de la raya al afirmar públicamente que una casta de burócratas anacrónicos frenaba la innovación económica. El empresario, tan cortejado en Occidente [su grupo, Alibaba, salió a bolsa en Wall Street antes que en Hong Kong y Shanghai] se vio obligado a cancelar la cotización de Ant Financial, con la que esperaba completar su expansión. Desde entonces, no se había vuelto a ver a Ma hasta los últimos días, cuando ha reaparecido – eso dice el South China Morning Post, del que es propietario – navegando en aguas de Mallorca.
A partir del varapalo a Ant, las autoridades chinas han lanzado medidas y declaraciones encaminadas a que sus millonarios vuelvan al redil. De paso, o quizá sea este el objetivo primario, se aseguran el control sobre una población cada vez más enganchada a las herramientas digitales que les proporcionan aquéllos. Sea por prevención o por desconfianza ante la influencia creciente de un puñado de compañías, el presidente chino se ha enfrascado en una campaña que debilita el poder de estas en el mercado y, consiguientemente, su cotización.
Un caso significativo es Meituan, compañía de entrega de comida a domicilio, a la que se ha sancionado con el equivalente a 3.000 millones de dólares por abuso de posición dominante. Otro, Didi Global, servicio de transporte según el modelo Uber, forzada a retrasar su salida a bolsa por no haber seguido las objeciones gubernamentales acerca de la seguridad de datos. Algo parecido ocurrió con Tencent, cuya cotización se resintió cuando los medios oficiales descubrieron súbitamente que los videojuegos son “opio para el espíritu”.
No son anécdotas. Las empresas chinas que deben su prosperidad a Internet han perdido valor en el mercado. Los inversores extranjeros son forzosamente cautelosos, porque saben que el Estado puede cambiar las reglas de la noche a la mañana sin temor a ser criticado por “inseguridad jurídica” ni demandado ante un tribunal de arbitraje. En los últimos meses se han sucedido las medidas antimonopolio, las multas y las llamadas a capítulo. A las dos compañías de mayor envergadura – Alibaba y Tencent – se les instiga a abrir sus imperios digitales a la competencia. A partir de ahora, deberán garantizar la interoperabilidad con los sistemas de pago del rival y evitar los ecosistemas cerrados. Estos cambios se anunciaron en una reunión a la que asistieron ByteDance (propietaria de TikTok) y Baidu.
Este es sólo uno de los frentes de la ofensiva puesta en marcha por Xi. Los reguladores gubernamentales han ordenado al grupo Ant Financial que parte en dos su aplicación de pagos Alipay, con más de 1.000 millones de usuarios en el país. Una de las unidades resultantes mantendrá el sistema de pagos y la otra se ocupará de los pequeños préstamos sin garantía. El gobierno también exige que Ant le entregue los datos en los que apoya sus decisiones de concesión de préstamos. Esta información en su poder, basada en los registros de compras y de la actividad de los usuarios, será controlada por una empresa pública de nueva creación.
Este requerimiento está alineado con la ambición notoria del gobierno chino por controlar los datos personales. Una de las normas aprobadas estipula que antes de mover datos de usuarios fuera de China, han de pasar una evaluación de seguridad a cargo de la Administración del Ciberespacio. En consecuencia, las compañías extranjeras autorizadas a operar en el país deberán establecer centros de datos para almacenar la información sobre los usuarios locales: quedarán así sometidas a la legislación china, que permite a las autoridades el acceso discrecional a esos datos privados. De momento, Tesla ha anunciado que abrirá cuanto antes un datacenter en China; Apple ya lo hizo en 2017.
Capítulo aparte merece el ataque contra el sector de los videojuegos con fundamento ideológico. En realidad, ha estado bajo la lupa desde la década anterior, cuando se llegó al extremo de prohibir las consolas debido a las (¿presuntas?) consecuencias negativas sobre el comportamiento de los jugadores. En los últimos años se han endurecido las normas sobre la práctica del gaming, justificadas como de protección de la salud mental de los menores de edad. Las personas de menos de 18 años – dice la legislación – sólo pueden jugar tres horas entre viernes y domingo, una prohibición que, a falta de aplicarse masivamente, no ha provocado las protestas que hubieran sido imaginables en cualquier otro país.
En China, los videojuegos son una industria que mueve enormes cantidades de dinero. En Honor of Kings (de Tencent), lanzado en 2015, los jugadores han gastado una media de 3,7 millones de dólares al día, unos 15 dólares por usuario, según la firma de análisis de mercado Sensor Tower. Incluso marcas como Nike o Burberrys comercializan trajes virtuales para este juego.
A partir de ahora, los grandes grupos de este sector lo tendrán más difícil para atraer y retener usuarios nuevos. Tencent y NetEase – creador del muy popular juego Overwatch – tendrán que pensarse dos veces antes de lanzar nuevos títulos al mercado. Según la prensa china, estas compañías se verán presionadas para desarrollar herramientas de reconocimiento facial que impidan a los menores saltarse la norma.
En una primera visión, parecen medidas que frenan la capacidad china de competir en áreas de mercado donde sus compañías han mostrado una pujanza difícil de contrarrestar. Por consiguiente, limitan los avances de una economía digital. Pero, por encima de los daños económicos, lo buscado por Xi Jinping es asegurar el acceso del gobierno a los datos personales. Se le atribuye haber dicho en 2013, año en que asumió la presidencia, “quien controle los datos adquiere una ventaja”. Aunque la frase fuese apócrifa, cosa probable, vale como resumen de su política.
Una de las jugadas maestras del poder chino está a punto de llegar, el yuan digital ya está en pruebas en varias ciudades. Esta moneda virtual – todo indica que aparecerá antes que el dólar y el euro digitales – permitirá que todas las transacciones sean trazables en tiempo real. De tal forma, el Estado tendrá capacidad latente de auscultar cualquier gasto, ingreso o intercambio practicado con esa divisa. Una razón más por la que han sido prohibidas las criptomonedas y su ´minería`.
Otra inquietud gubernamental era la propensión de las empresas chinas a salir a bolsa en mercados extranjeros para capital indócil y potencialmente volátil. La nueva regla prevé que las compañías con más de un millón de usuarios [cifra fácil de alcanzar con la demografía china] que aspiren a cotizar fuera del país deberán pasar por una auditoría de seguridad previa. Asimismo, está contemplada la prohibición de ceder la gestión de datos almacenados cuando esas compañías intentan vender acciones en Estados Unidos.
En definitiva, todas estas medidas se compaginan con otras en la búsqueda de una llamada “prosperidad común”, que no sólo busca la redistribución de la riqueza sino también la mejora de los derechos de trabajadores y consumidores. Con esta premisa programática, el régimen comunista ha implementado medidas sociales, entre ellas la prohibición de la política 996, bajo la que trabajan muchos empleados del sector tecnológico [de nueve de la mañana a nueve de la noche, seis días por semana]. La promoción de los valores familiares y de la natalidad son argumentos para limitar las horas de videojuego.
Además de sus aspectos punitivos, el cumplimiento de este programa exige cuantiosas inversiones por parte del Estado. Aunque, según lo publicado por la prensa china, las grandes tecnológicas se han comprometido a soportar financieramente la agenda gubernamental – en nombre de la prosperidad común, naturalmente – supuestamente a cambio de algunas indulgencias.
[informe de Pablo G. Bejerano]