Dos viajes a Pekín, en abril y julio, de Pat Gelsinger, CEO de Intel, no lograron convencer a las autoridades chinas de aprobar la adquisición de la empresa Tower Semiconductor, que ya tenía luz verde de los demás países donde ambas operan. Ni siquiera hizo falta que se rechazara la solicitud: bastó con dar la callada por respuesta y dejar que el 15 de agosto se cumplieran los dieciocho meses contractuales obligando a cancelar la compraventa. Asì fue: a la vista de la situación, las partes dieron por terminada la oferta e Intel tendrá que pagar a Tower 353 millones de dólares de penalización. La israelí mantendrá su independencia y, para salvar la cara, prometen explorar “otras fórmulas de colaboración”.
Hasta aquí, la noticia no tendría un interés excepcional, si no fuera porque el bloqueo regulatorio es una evidente represalia contra las sanciones de la administración Biden, que restringen el acceso chino a la tecnología estadounidense de fabricación de semiconductores con el fin de dilatar todo lo posible el día en que la industria electrónica china iguale a Estados Unidos en capacidades avanzadas que – he aquí el temor de Washington -le permitan reforzar su potencial militar del régimen de Pekín.
En este caso concreto, Tower no dispone de unas tecnologías críticas que impliquen ese riesgo, pero se trata de una política deliberada de las autoridades chinas de frenar toda operación que tenga como contraparte una empresa tecnológica estadounidense. Ojo por ojo: también Estados Unidos tiene en el punto de mira de la seguridad nacional a empresas chinas.
Fundada en 1993 y con instalaciones en Israel, California, Texas e Italia, Tower Semiconductor aceptó en febrero del año pasado una oferta de compra de Intel por favor de 5.400 millones de dólares, que ha quedado sin efecto. Su especialidad es la fabricación de circuitos integrados analógicos – radio frecuencia, potencia y sensores – para terceros: unos 300 clientes en sectores como la automoción, el equipamiento médico, la automatización industrial y la aeronáutica. El año pasado, sus ingresos alcanzaron los 1.680 millones de dólares, con un incremento del 11% sobre 2021.
La importancia de la adquisición no radicaba en el volumen de negocio, sino en la asimilación de Tower por la división Intel Foundry Services (IFS) una iniciativa de Gelsinger a su regreso a Intel y con la que pretende competir con TSMC, Samsung y otros, fabricando para terceros, estrategia que se conoce como IDM 2.0. Además de añadir esa cifra de negocio para triplicar los 895 millones facturados en 2022 por IFS [en cualquier caso, una fracción marginal de sus ingresos], Intel buscaba incorporar la experiencia de Tower a una casuística que nunca ha necesitado, la gestión de contratos para fabricar diseños ajenos de generaciones anteriores.
Tras el colapso de la transacción, la compañía tendrá que montar por sí misma esa capacidad. Una complicación que se añade a otras que IFS ha ido encontrando por el camino. El experimentado Randhir Takhur, escogido de entrada para dirigir esta división, ha optado por marcharse a dirigir la rama electrónica del conglomerado indio Tata. Su sustituto, Stuart Pram, ha tenido el acierto de aumentar en un año de 57 a 232 millones la cifra de negocio de la división; claro está que esas cantidades quedan borradas con el pago de 353 millones de penalización a Tower.
No ha podido ser, porque el organismo regulador chino tiene derecho a aprobar o rechazar cualquier fusión en la que una de las empresas facture al 117 millones de dólares en el país. Tower cumpliría esta condición, ya que en 2022 facturó 436 millones en Asia (excluyendo Japón). Por su lado, Intel, la facturación de Intel en China fue el año pasado de 17.000 millones en China, un 27% de su total mundial en un país donde cuenta allí con una importante de su cadena de suministro. Esto explica la circunspección con la que Gelsinger ha manejado esta cuestión: su comunicado ni siquiera nombra el país que ha frustrado la adquisición.
En esa tesitura, el CEO de Intel ha preferido destacar los avances de IFS en la ejecución de un plan que requiere tiempo: Intel espera recuperar su liderazgo en el rendimiento de sus chips en 2025. Como consecuencia de estas noticias negativas, las acciones de ambas compañías bajaron su cotización. En realidad, Tower nunca llegó a beneficiarse del tirón que podía esperar de la oferta: como advirtieron en su día, los analistas de Wall Street, la acción de Tower ha estado durante dieciocho meses por debajo del precio acordado con Intel: de hecho, su actual valor bursátil es de 3.200 millones de dólares, un 59% de lo que hubieran recibido sus accionistas si las cosas no se hubieran torcido.
No es la primera vez que las autoridades chinas bloquean una fusión en la industria de semiconductores. En 2017, denegaron la autorización para que Qualcomm comprara NXP. Y este mismo año, aduciendo su preocupación por la seguridad, prohibieron que empresas chinas sigan comprando chips de memoria producidos por la estadounidense Micron, un negocio que para esta puede representar hasta 3.000 millones de dólares.
Ni será la última vez, con toda probabilidad. Precisamente en estos días, al anunciarse la próxima salida a bolsa de ARM, las advertencias de los analistas han sido casi unánimes: China representa una cuarta parte de los ingresos de la empresa británica y distintas circunstancias conspiran contra la valoración imaginada por el grupo Softbank, su actual propietario: entre 60.000 y 70.000 millones de dólares. Un inversor institucional citado por el Financial Times protesta: “nos están pidiendo que paguemos el mútiplo de Nvidia (la estrella actual de la bolsa) por una empresa lastrada por su dependencia en China”.
En el caso de ARM – sobre el que este blog volverá – no se trata de que la salida a bolsa tenga que ser aprobada por Pekín sino de algo más tortuoso: tras una prolongada rebelión de su CEO en China (aparentemente protegido por las autoridades), ARM no ha recuperado del todo el control de su filial en el país.