Queda dicho que la edición del CES de este año en Las Vegas ha sido, en muchos sentidos de la palabra, diferente a las precedentes. El extendido y fundado temor de la industria a un frenazo en sus cuentas de resultados, explicable por la madurez de los productos y la deflación de precios, junto con la notable ausencia de innovaciones trascendentes, han contribuido a desviar la atención hacia la introducción de servicios afines, de los que se espera que generen facturación adicional para aminorar la caída de ingresos por la venta de dispositivos. Por otro lado, aunque no es una sorpresa, menguan las aspiraciones globales de la feria, que vuelve a girar en torno al consumidor estadounidense.
En consecuencia, ha vuelto a ganar protagonismo el televisor, cada vez más grande en tamaño y con mayor resolución. Los 8K de 65 pulgadas y más han primado en las nuevas gamas expuestas en Las Vegas. Pero el rasgo más notable de los televisores que no se limitan a estar conectados a una red de banda ancha sino que vienen preparados para conectarse al resto de los aparatos electrónicos del hogar, desde la lavadora a la aspiradora (sic) o, más plausible, una cámara de videovigilancia o un servidor remoto de información. Todo ello gobernado desde su mando a distancia, una tableta o un smartphone si se tercia.
Estos televisores que vienen pueden alertar al usuario sobre incidencias diversas, poner en marcha aparatos programables y, gracias a algoritmos sofisticados, son capaces de adelantarse a satisfacer las necesidades de los distintos miembros del hogar. Al menos, es lo que proclama el marketing.
En lo inmediato, los televisores 4K, tras varios años de mejora, ya ofrecen una calidad de imagen superlativa; es muy difícil distinguir la diferencia con los nuevos 8K cuando su tamaño es inferior a las 65 pulgadas en diagonal. Por esto, los 8K que se exhibían en el CES eran de 65, 75 y 85 pulgadas. Por otro lado, fabricar un 8K de 32 pulgadas sería extremadamente complejo: exigiría un tamaño de pixel diminuto y una resolución abrumadora, con el agravante de que, a simple vista, no se diferenciaría de otro de 4K del mismo tamaño. Por tanto, lo razonable es que los 8K sean como mínimo de 64 pulgadas, que al final equivale a unir en una sola pantalla cuatro de 32 pulgadas 4K.
El tamaño desmesurado de los televisores 8K hará que su mercado potencial sea limitado, porque pocos hogares pueden permitírselos, sea por su precio o por el espacio de su sala de estar. Por esta razón, los fabricantes han optado por afinar más la tecnología de imagen en los 4K. Samsung, haciendo gala de su liderazgo del mercado mundial, encabeza el desfile. Se apoya en la nueva tecnología microLED para mejorar el contraste y la luminosidad en todos los tamaños de pantalla. Su compatriota LG sigue adelante con el desarrollo de pantallas OLED. Dos marcas chinas – Hisense y TCL – no pierden ripio y juegan la baza de un precio ajustado para ganar cuota con una calidad de imagen que, siendo inferior, igual resulta impresionante. Estas cuatro marcas representan un porcentaje dominante del mercado mundial.
Cada marca persigue la estrategia que considera más adecuada para seguir aumentando sus ventas. El problema de todas reside en que en los tamaños más demandados, de entre 47 a 55 pulgadas, la calidad de imagen ya está por las nubes y su precio por los suelos. Echando cuentas, resulta que el 99% de los televisores que se venden en Estados Unidos cuestan menos de 2.000 dólares, mientras que los mostrados en el CES se dirigen a sólo el 1% del mercado, al superar de lejos ese listón de precio.
Al ser tan planos los televisores actuales, no hay forma de integrarle un sistema de sonido decente, entendiendo por tal que se equiparen a la calidad de la imagen. Simplemente, no caben los altavoces capaces de ofrecer el sonido deseable, por falta de espacio para que se mueva el aire que lo produce. De ahí surge una oportunidad para los fabricantes de vender equipos de sonido separados pero asociados al televisor. Hace años que la industria le da vueltas a la idea y, de hecho, ya existen en el mercado barras de sonido y muebles emparejados con el televisor. Pero en esta edición del CES han refinado el concepto: Samsung ha expuesto altavoces inalámbricos distribuidos por el salón cuyo sonido se equipara en calidad a la imagen.
Todas las marcas aspiran a construir ecosistemas propios. El objetivo sería más sencillo si los aparatos conectados fueran del mismo fabricante o respondieran a normas estandarizadas, obviamente, con la finalidad de fidelizar al consumidor. Un ejemplo paradigmático es el sistema Bixby de Samsung: cada vez más dispositivos de la marca coreana, una mayoría aplastante, pueden conectarse entre sí a través de Bixby haciéndolos – proclama la documentación – “más autónomos e inteligentes”.
En vísperas de iniciarse el CES, se produjo un anuncio que podría ayudar a que el televisor se convierta en el centro tecnológico del hogar. Apple ha llegado a un acuerdo para que los televisores de Samsung, LG y otras marcas se puedan conectar al servicio iTunes y Airplay 2 de la marca. Con ello, esta renuncia en la práctica a lanzar su propio televisor inteligente (un bulo periódicamente agitado por los enamorados de Apple) abre sus servicios a la competencia.
Para Apple, el acuerdo contribuye al objetivo de reforzar sus ingresos por servicios, ahora que el iPhone está de capa caída. Pero también implica una dosis de hipocresía. Si Apple TV se abre a múltiples marcas de televisores conectados, difícilmente podrá proteger el servicio contra accesos no autorizados o información confidencial. En Europa, con la vigencia del RGPD y las multas interpuestas a Google y otros, esta visión del hogar conectado no podría salir adelante sin garantías de confidencialidad de los datos del usuario, un requisito no fácil de cumplir. En Estados Unidos, la situación es distinta: hace cosa de un mes, Apple acordó que los usuarios del Echo (Amazon) puedan acceder a sus servicios de música, de modo que las vías de entrada no autorizadas se multiplican.
La distinta visión entre Europa y Estados Unidos en cuanto a la privacidad parece estar mudando en favor de la primera, pero tardará un tiempo en imponerse la idea de elaborar un reglamento similar. Este es otro factor por el que la oferta exhibida en el CES, no necesariamente exportable a Europa.
Como está mandado, las marcas de primera línea – lo que esencialmente quiere decir las dos coreanas – hicieron gala de innovaciones que están muy bien para el CES aunque no tendrán impacto real en el mercado durante años. Pantallas flexibles (asombrosas) o, el culmen, un televisor de 219 pulgadas presentado por Samsung. Aplausos y hasta el año que viene.
El otro gran protagonista del CES 2019 ha sido el asistente personal, que también se presenta como epicentro del “hogar inteligente”. Al parecer, al consumidor estadounidense le chiflan estos dispositivos, y es cuestión de tiempo que la manía se extienda a Europa, lo que dará lugar a otra crónica. La industria de electrónica de consumo está encantada: confía en que la combinación de televisores más interactivos e “inteligentes”, con los asistentes personales mejorados, acabará por ampliar el mercado de servicios asociados y compense la caída de ingresos por saturación de los smartphones. Por lo menos, esta es la expectativa que se ha querido subrayar en esta edición.
[informe de Lluís Alonso]