Vodafone ha sido el primer operador de telecomunicaciones en admitir que sus redes han sido «pinchadas» por servicios de inteligencia en al menos seis de los 29 países en los que presta sus servicios. Otros podrían decir lo mismo, pero no lo han hecho, y puede que lo hagan en las próximas semanas y meses.
A diferencia de las grandes empresas de Internet, que han reconocido su condición de víctimas o instrumentos involuntarios del espionaje de la NSA, y han reaccionado en defensa de su reputación, Vodafone no acusa a ningún organismo ni gobierno en concreto. Algún tuitero que yo me sé ha llegado a la rapidísima conclusión de que «todos son iguales», pero no es lo que yo he leído en el exhaustivo Disclosure Report de Vodafone. El documento identifica a Albania, Egipto, Hungría, Irlanda, Qatar y Turquía como países en los que «no hemos recibido ninguna demanda de intercepción legal, pero las autoridades tienen acceso directo a las comunicaciones de los usuarios». Acerca de otros países, se señalan ambigüedades de la legislación; por cierto, en la página 76 se explica que en España se requiere expresamente autorización judicial para acceder a las comunicaciones de los usuarios.
Con este gesto inusual, Vodafone ha marcado distancias con respecto a ciertos episodios en los que se ha visto envuelta (como en Egipto, durante la revuelta de Tahir), pero sobre todo ha tomado la iniciativa de propiciar un debate acerca de los límites entre privacidad y seguridad: por primera vez, un operador reconoce que forma parte de su responsabilidad social el reconocer la existencia de un problema que hasta ahora sólo parecía inquietar a organizaciones y activistas de los derechos civiles.
La ola levantada – hace justamente un año – por la publicación en The Guardian de las primeras revelaciones de Edward Snowden, ha reventado los parapetos, y todavía se sospecha que puede haber un goteo de nuevas sorpresas. Los vínculos diplomáticos entre Estados Unidos y Europa se han debilitado [en Alemania, una encuesta ha desvelado que sólo el 35% de los ciudadanos creen que el aliado transatlántico es de fiar], por no hablar de las relaciones con China y Rusia. En esta situación endiablada han quedado atrapadas las compañías de TIC.
Por un lado, aquellas que viven de la confianza que millones de usuarios en todo el mundo depositan en Internet, han reaccionado para advertir a Washington que su credibilidad está en el aire, y han desvelado el número de peticiones recibidas para dar información sobre usuarios de sus servicios. Por otro, una compañía tan notoria como Cisco ha escrito una carta al presidente Obama para pedirle contención y transparencia, tras la publicación de fotos [desmentidas por la NSA] en las que se veía la instalación clandestina de dispositivos espía en algunos de sus equipos de exportación. Al presentar sus resultados trimestrales, la compañía atribuyó a este factor la caída de sus ventas en los mercados emergentes, específicamente el chino.
China, en concreto, se ha convertido en la madre de todas las controversias. Durante años, en EEUU se han aireado sospechas de espionaje sobre Huawei, para vetar sus negociaciones con los operadores norteamericanos. El rebote de esas acusaciones puede ser dañino: las autoridades de Pekin han hecho saber que están «revisando» los ordenadores de IBM instalados en los grandes bancos del país, y estudiando la posibilidad de recomendar su reemplazo por suministradores alternativos. Que se sepa, no han tomado ninguna medida, pero la prensa oficial insinuaba que los sistemas de IBM podrían contener «puertas traseras». Días después, se publicaba la noticia de un presunto veto al uso de Windows 8 en los organismos y empresas públicas, sin dar motivos para medida tan extrema.
Bryan Wang, analista de Forrester, ha escrito en su blog que «compañías locales como Huawei, Lenovo e Inspur están sacando ventaja del caso Snowden, y ganando cuota como proveedores de servidores, equipos de almacenamiento y de networking«. Parece improbable que China pueda reemplazar por completo y a corto plazo la tecnología que adquiere en Occidente, pero para las empresas estadounidenses el golpe puede ser duro. A lo largo de años han invertido en ese país, convencidas de que el crecimiento prometido compensaría la decadencia de otros mercados. Y a la inversa: la semana pasada se ha sabido que Lenovo e IBM han pedido al CFIUS (comité que supervisa las inversiones extranjeras en EEUU) más tiempo para presentar documentación adicional sobre la operación pactada en enero, por la que la empresa china compraría activos de la división de servidores de la americana. Se puede suponer que ambas han querido evitarse un disgusto que hace pocas semanas descartaban [vean el viernes próximo mi entrevista con Gerry Smith].