9/02/2015

9Feb

El consejo asesor designado por Google para encontrar fundamentos de defensa en el delicado asunto del «derecho al olvido» se ha pronunciado recomendando que la compañía establezca tres categorías de reclamaciones, según la relevancia social de los peticionarios: si son figuras públicas, debería ser muy exigente antes de acceder al borrado de enlaces a una información «inadecuada, irrelevante, ya no relevante o excesiva» [terminología de la UE]; sólo quienes no revistan esa relevancia deberían ver atendida sin reticencia la solicitud si se diera alguna de esas circunstancias; en la tercera categoría, que abarca a personas que tengan «un rol público en contextos específicos o profesionales» el borrado debería depender de la naturaleza de la información de que se trate.

Aunque el fallo del tribunal superior de justicia europeo no es recurrible, su aplicación deja zonas grises que la compañía quisiera esgrimir ante los órganos competentes, para ser ella misma quien trace el deslinde y se autoregule. Porque, más allá de las 212.673 peticiones que dice haber recibido hasta ahora, que afectarían a más de 750.000 URL, lo que Google ve venir es una ofensiva más profunda en nombre de la directiva europea de protección de datos.

La tipología que propone el consejo asesor no elimina el subjetivismo, pero podría ser aceptable para las autoridades europeas encargadas de revisar las respuestas de Google a los reclamantes. En lo que probablemente van a chocar las partes es en la soberanía de esos órganos competentes en Europa, pero no al otro lado del Atlántico. ¿Obliga el ´derecho al olvido` a limpiar los enlaces sólo en dominios como google.es y otros sufijos de alcance local o debe extenderse al genérico google.com, es decir al mundo entero? ¿Cómo garantizar la protección de los datos y la privacidad de los sujetos, si una información (inadecuada, etc) puede ser vista mediante el simple recurso de evitar los dominios locales y acceder al buscador global?

El consejo asesor ha salido del paso con una recomendación que rehuye el problema más arduo, el de la jurisdicción: ¿la definida por el lugar donde el navegador interactúa con el navegador?, ¿la de residencia del reclamante?, ¿la ubicación del servidor donde está alojado el contenido litigioso? Es una materia jurídica suficientemente explosiva como para que hayan salido a piarla los sospechosos de costumbre, para proclamar que, si la UE prosigue con su «hostilidad» hacia Google [y por extensión hacia las empresas estadounidenses, escriben los más exaltados] el desenlace no podría ser otro que la fragmentación de Internet.

Es una visión extrema, pero de hacerla circular se ocupan algunos medios empeñados en cocer en el mismo caldo el ´derecho al olvido` con el expediente de infracción antitrust que la CE mantiene abierto contra Google desde hace cuatro años y que la comisaria Margrethe Vestager ha heredado de Joaquín Almunia, que no consiguió desatascarlo. El asunto, dramatiza Tom Fairless en el Wall Street Journal, que «desde Berlín a Madrid, de Londres a París, las compañías tecnológicas de EEUU están siendo atacadas por los estados europeos en nombre de la soberanía […] Este choque enfrenta a gobiernos contra nuevos titanes, a industrias estalecidas contra empresas ascendentes, es el choque entre una cultura americana de hacer negocios sin cortapisas y un contexto europeo sometido a regulación».

La lluvia fina penetra. Entre otras pruebas, un informe del analista Justin Post (Bank of America Merrill Lynch) que baja de nivel su calificación de Google porque, según él, «está expuesta a un serio riesgo regulatorio en Europa». Es altamente llamativo que un ente llamado ICOMP – inspirado y financiado por Microsoft como lobby contra Google – considere necesario advertir que sería irresponsable sacar de quicio estas cuestiones: «no vemos en Europa un ánimo de vendetta ni discriminación contra las compañías estadounidenses».


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