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  7/07/2014

7Jul

A estas alturas, millones de usuarios (o no) de Facebook conocen la noticia y se habrán formado opinión. La mía, por si a alguien le interesa, es que no veo motivo para extrañarse de que los científicos que trabajan para la empresa hayan investigado el «contagio emocional» en los feeds compartidos durante una semana por 689 millones de usuarios [no es una pequeña muestra sino más de la mitad del universo de la red social] y publicaran los resultados en los Proceedings de la National Academy of Science bajo el título Experimental evidence of massive-scale emotional contagion through social networks.

No ha sido un focus group para determinar qué sabor de yogur gusta más a un grupo representativo de consumidores. El formato del experimento confirma que los científicos de datos no son del todo conscientes de los límites de su disciplina. Reconfirma que la privacidad no es una prioridad para Mark Zuckerberg: su invento es un vehículo para que los usuarios expongan su intimidad bajo pretexto de compartirla con sus ´amigos`. Si los usuarios lo quieren así, no esperemos que Facebook les ponga cortapisas: todo lo más, les proveerá de instrumentos para acotar su visibilidad y, en ciertas circunstancias, hasta pueden arrepentirse.

Sheryl Sandberg, la cada vez más mediática COO de Facebook, se ha disculpado con aparente candor: «no queríamos molestar a nadie». La propia publicación donde aparece el paper lo hizo preceder de una advertencia: «estas prácticas no son del todo consistentes (sic) con el principio de consentimiento informado ni dejan a los participantes la posibilidad de no participar [del experimento]». Si cruzamos ambas reacciones – la disculpa mojigata y la crítica sociológica – encontramos una constante: cada vez que Facebook hace algo que a sus usuarios «no les gusta», se disculpa con la boca pequeña y da un paso atrás, pero con el tiempo vuelve a hacer lo mismo o algo parecido.

Al fin y al cabo, ya lo dijo el joven fundador: «a mi generación, la privacidad le preocupa muy poco». Me temo que, pese a las protestas, tenía razón: su generación seguirá ´compartiendo` cosas que la mía, originalmente analógica, se guarda para sí. Facebook almacena [ay, estas son las perversiones de Big Data] información suficiente para reconstruir la historia íntima de millones de personas. A diferencia de la sentencia europea contra Google en torno al llamado derecho al olvido, como Facebook no es un buscador, se supone que nadie ve ese caudal de datos – salvo con fines ´científicos` – que son la materia prima para unos algoritmos a los que creemos ciegos, sordos [y ojalá también mudos] como condición para que sean neutros. El objetivo es mejorar ´su` comprensión de ´nuestra` actitudes para así estimular ´nuestra´ actividad en la red y el crecimiento de ´su` empresa. ¿Aceptamos que las cosas sean así? Pues vale, sólo unos cuantos activistas se han quejado. Para no irme por las ramas: la opinión que he prometido en el primer párrafo tiene los dos elementos siguientes.

1) Me alarma que una empresa cuyo modelo de negocio se basa en la empatía, tenga en sí misma tan poca empatía hacia sus millones de usuarios como para manipular los datos que voluntariamente han puesto en sus servidores. Adam Kramer, que diseñó el experimento del Core Data Team de Facebook, ha explicado que sólo pretendían mejorar el servicio. El argumento oficial añade que los usuarios han aceptado los términos de uso mediante un clic. Edward Felten, catedrático de computer science en Princeton, califica esta práctica como «ficción legal de aprobación».

2) Veo el episodio como una excrecencia de las teorías circulantes sobre «la economía de la atención», que subyacen en todo modelo de negocio que, basado en la gratuidad de Internet, busca la maximización de la audiencia para su conversión en ingresos publicitarios. A la pregunta ¿qué producto venden las redes sociales?, la respuesta es que los usuarios somos el producto. Hay riesgo de alienación y cosificación [sociología antigua] pero en esto consiste el nuevo ´contrato social` en la era digital.


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