No es corriente que una ´no-noticia` alcance tanta repercusión. Quiero decir que por el momento, la única información cierta es que la Federal Trade Commission (FTC) y el departamento de Justicia (en adelante DOJ) de Estados Unidos se han puesto de acuerdo para no pisarse mutuamente, en caso de investigar infracciones de Amazon y Google a la legislación antitrust.
Según ese acuerdo, ventilado sin entrar en detalles, la FTC se ocupará de investigar a Amazon, mientras el DOJ se reserva esa atribución en relación con Google. Por ahora, eso es todo, lo suficiente para alimentar la idea de que se avecinan sendos procesos que, acorde con la experiencia, deberían durar años y tener a los inversores sobre ascuas.
Igual no pasa nada y esto se queda en aviso para navegantes. O es una reacción política ante el auge que ha tomado la crítica a los excesos de lo que se conoce como Big Tech. De entrada, el reparto de tareas podría explicarse porque en 2013, tras dos años investigando a Google, la FTC desistió de acusarla formalmente. Daría lugar a suspicacias que cinco años después de dejar que se fuera de rositas ahora volviera a la carga (qué papelón si tuviera que plegar velas por segunda vez).
Excepto el episodio de 2011 a 2013, ambas compañías han prosperado a placer, sin que los reguladores de su país encontraran objeciones. Lo que ha cambiado es que el poder de que disfrutan ha crecido tanto que está escrito en la agenda política. Las críticas a Google son conocidas: abuso de posición dominante en la publicidad online y en las búsquedas de Internet. En cuanto a Amazon, distintos grupos ciudadanos la acusan de valerse de su control sobre el comercio electrónico para, además de destruir el tradicional, invadir cada espacio de mercado que le apetezca tragarse.
Hay quienes ven reminiscencias del proceso contra Microsoft en los años 90: al cabo de años de batalla, la compañía se salvó de la escisión exigida por las autoridades, tuvo que tomar medidas y pagó 2.200 millones de dólares de multa En realidad, el peor coste no fue el económico: Microsoft gastó unos años preciosos en los tribunales y no supo reaccionar ante la llegada de un competidor que, mira por dónde, ¡era Google!
El argumento que ahora se esgrime difiere sólo formalmente: se denuncia la actuación de Google como propia de un “supermonopolio” que opera en cada espacio de Internet y goza de una posición dominante en varias áreas con la aspiración de extenderla. Sería una postura consustancial a su modelo de negocio (igual que Amazon no se conforma con ser ´sólo` un gigante del comercio electrónico y de los servicios cloud).
Estados Unidos tiene una larga tradición antitrust (la ley Sherman data de 1890) y no puede decirse que haya conseguido triunfos. Así, por ejemplo, un proceso federal contra IBM, iniciado en 1956, se extinguiría muchos años después por abandono del gobierno (que la compañía aprendiera la lección es otra historia). Otro caso célebre, contra AT&T, liberalizó las telecomunicaciones al escindirla en siete babies regionales, pero con el tiempo volvieron a concentrarse en dos megaoperadores (Verizon y la ´nueva´ AT&T).
El episodio actual tiene otra inspiración, que viene de Europa. Muchos de quienes se burlan del “intervencionismo” europeo, admiten que la UE ha sido eficaz en la aplicación de las reglas de competencia. Google ha sido sancionada en tres expedientes distintos con multas que suman 8.200 millones de euros. A cualquier mortal le parece mucho, hasta que cae en la cuenta: son apenas 22 días de los ingresos que Google obtuvo en el primer trimestre de 2019.
Es altamente posible que sea demasiado tarde para que cualquier medida regulatoria produzca un cambio de comportamiento en estas empresas. Es la opinión de Nicholas Economides, profesor de la New York University: “Google ha llegado a ser demasiado prominente, por lo que ningún correctivo podría restaurar la competencia. Creo que se debe a un fallo estructural de un modelo de regulación que si en Europa actúa con lentitud, en Estados Unidos ni siquiera funciona”.
Queda claro, además, que los adversarios que potencialmente podrían beneficiarse de un debilitamiento de Google no son angelitos: se llaman Facebook y Amazon. Los temores que despierta Amazon tienen otra raíz: que pueda valerse (lo está haciendo, de hecho) de su control sobre el comercio online para extender sus tentáculos a otros negocios, contribuyendo a destruir franjas sensibles de la “vieja” economía.
Comoquiera que sea, la opinión pública está perdiendo la ingenuidad con la que acogió a unas compañías que venían a mejorar el mundo y la vida cotidiana. Una decepción colectiva que la está sufriendo Facebook. Algo tiene de insólito el hecho de que el departamento de Justicia invitara a dar una conferencia a Franklin Foer, autor de un libro cuyo título e ya una tesis: World Without Mind: The Existential Threat of Big Tech. O a Roger McNamee, que ha pasado de mentor de Mark Zuckerberg a duro crítico de Facebook.
Mientras las compañías involucradas – y las que no – lubrican su maquinaria de influencia, los medios académicos intentan centrar la discusión. Según unos, los principios de la ley antitrust han perdido sustancia en nuestra era. El segundo argumento no es tan vulgar: se pregunta qué interés público debería proteger prioritariamente la regulación. Veamos: ¿es mejor para los consumidores la multiplicación de la competencia? ¿o acaso es preferible que bajen los precios gracias a que un ¿presunto? monopolio saca ventaja económica de explotar los datos de aquellos consumidores.
Ya quisiera yo ser capaz de entrar en los matices. La hipótesis más conservadora (pero favorable a las investigadas) sostiene que si el poder gubernamental protege a los competidores más débiles, en realidad está favoreciendo la ineficiencia y así ayuda a elevar los precios. La otra es más elaborada: la gratuidad que ofrecen Google y Facebook – o las rebajas y conveniencia de Amazon – son atractivas sólo si no se considera el coste no monetario para los consumidores, que a cambio renuncia a su intimidad y, en el fondo, sacrifican su identidad.