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  6/07/2016

6Jun

No hay por qué suponer cambios en la regulación británica de las telecomunicaciones como consecuencia del Brexit. Históricamente, lejos de seguir las directrices de Bruselas, los reguladores de Reino Unido han inspirado a Bruselas, como lo prueba el rechazo de la comisaria Margrethe Vestager a la compra de O2 por el grupo Hutchinson Whampoa, pedido expresamente por la autoridad británica de la competencia que, si no me equivoco, hubiera podido tomar esa determinación sin recurrir a la Comisión, pero esta aceptó el encargo con la idea de no influir (sic) en la campaña. El sentido de tal coincidencia ha quedado meridianamente claro: el numerus clausus de cuatro operadores por país, como idóneo para proteger a los consumidores, ha quedado establecido como dogma europeo, aunque los operadores prefieran la consolidación.

Creo que los efectos del referendo son otros y de más calado. Para empezar, las acciones de los operadores británicos han caído en los últimos días, pero cada caso tiene su explicación propia. La incertidumbre tras el voto del 23 de junio, no es propicia, desde luego. BT, fortalecido tras la absorción de EE, no ha perdido cotización por ese motivo, sino por el miedo a la pérdida de valor de los activos financieros que respaldan su cuantioso fondo de pensiones. Indirectamente, afecta a Deutsche Telekom y Orange, antiguos propietarios de EE, que tras venderla se quedaron con un 12% y un 4% de BT, respectivamente. Para los alemanes es «una inversión estratégica»; para los franceses, «circunstancial».

También Vodafone podría ser víctima del desorden financiero que se prevé, porque necesita acelerar sus inversiones en infraestructura si quiere corregir la inferioridad en la que ha quedado su red frente a la de BT. De momento, ha dejado de hablarse de un supuesto intercambio de activos con Liberty Global, entre otras cosas porque estos no son buenos tiempos para fijar el valor de cualquier activo.

La situación es aún más complicada, por ser Vodafone una multinacional domiciliada en Reino Unido que tiene más intereses fuera que dentro. Su sede fiscal está en Newbury y sus oficinas centrales en Londres, pero la compañía reconoce estar contemplando la opción de trasladar su domicilio al continente si las negociaciones de salida de la UE no le garantizaran continuidad en la libertad de movimiento transfronterizo de sus empleados. No es poca cosa: Vodafone emplea actualmente a 44.000 personas en Europa continental y 13.000 en Reino Unido. «No tenemos en este momento – dice literalmente la declaración – visibilidad suficiente para asegurar que nuestro cuartel general seguirá en este país».

El impacto más difícil de digerir lo está experimentando Telefónica, a la que el resultado del referendo ha pillado en una rara combinación de circunstancias: por un lado, la frustración de la venta de su filial O2 y por otro, el cambio en su presidencia con la promoción de José María Álvarez Pallete. A esto habría que añadir el peso de una abultada deuda que César Alierta, antes de dimitir, confiaba enjugar en parte con la venta.

La primera reacción tras el veto de la comisaria Vestager fue considerar la posibilidad de sacar O2 a bolsa, o de venderla parcialmente a un equity fund, pero este no es el mejor momento para intentarlo. De manera que Álvarez Pallete ha tenido que hacer de tripas corazón y transmitir el mensaje de que «O2 ya no está en venta», afirmación que contradice las gestiones que estaría haciendo el avezado CEO de la filial, Ronan Dunne. El último rumor recogido por la prensa londinense relata que Dunne habría sugerido la posibilidad de ofrecer a los clientes de O2 la compra de acciones dentro de su esquema de fidelidad, como parte de una OPV que hoy sería inoportuna.

Si no consiguiera concretar a corto plazo una operación en torno a O2, Telefónica podría resignarse a otras desinversiones. Una de ellas: en lugar de sacar a bolsa su filial de infraestructuras Telxius – creada con ese objetivo – en el Distrito C habría ganado puntos la alternativa de venderla directamente a algún fondo especializado o a la española Cellnet. El listón de la venta no tendría por qué ser distinto al valor esperado en bolsa – unos 5.000 millones de euros – pero sería más rápido si de lo que se trata es de aliviar el pasivo del grupo.

Otra posibilidad, ciertamente dolorosa, sería la renuncia a competir en el mercado mexicano, en el que Telefónica se enfrenta al que tal vez sea su rival más intratable, el grupo de Carlos Slim. Los dolores de cabeza en ese mercado se agravaron cuando la empresa local Iusacell dio la espalda a una oferta de compra de Telefónica y aceptó otra de la estadounidense AT&T [un mal de amores que tendría un calco en Reino Unido cuando BT dejó a Telefónica al pie del altar cuando todos daban por descontada la boda con O2].

Un cronista de cotilleos empresariales que yo me sé, anda contando que AT&T estaría dispuesta a ceder los activos latinoamericanos de Direct TV a cambio de quedarse con la filial mexicana de Telefónica. En principio, este gambito no aliviaría el endeudamiento, pero sería coherente con la estrategia – iniciada por Álvarez Pallete en su gestión como consejero delegado – de convertir a Telefónica en una ´video company`. Sorpresas que da la vida: esta pirueta habría sido precipitada por el mal humor de la mitad del electorado británico. Quedan otras cartas en el mazo.


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