Durante años, estaba mal visto en ciertos círculos poner en duda algún aspecto de la estrategia de Apple. Curiosamente, ciertos admiradores incondicionales se han montado últimamente al escepticismo, tan pueril con su postura anterior. De pronto, han descubierto que también Apple puede equivocarse. Hoy, martes 26, Tim Cook presentará los resultados del segundo trimestre del año fiscal 2016, primero natural y la impresión general es que serán mediocres tirando a malos: la diferencia entre uno y otro adjetivo dependerá de cuántos iPhone haya vendido, así de simple. Nadie supone que pueda haber sido un buen trimestre.
Llama poderosamente la atención que la horquilla de los pronósticos publicados sea inusualmente amplia: entre 44 y 53 millones de unidades, en la mejor de las hipótesis un retroceso del 14% sobre el trimestre equivalente de 2015. Lo grave está en que el iPhone aporta el 68% de los ingresos de la compañía y, por tanto, debería reflejarse en una caída no inferior al 10% en la cuenta de resultados. Eso dicen los analistas, y la verdad es que estaban avisados: ya en su guidance de enero, Apple sugirió que los ingresos del segundo trimestre oscilarían entre 50.000 y 53.000 millones de dólares, mucho menos de los 58.000 millones con los que hay que compararlos.
Por esto mismo, más que en los datos del trimestre enero-marzo, habría que fijarse en la previsión sobre el próximo, ya iniciado, que probablemente será también baja debido al impacto negativo que siempre tiene la espera del siguiente modelo flagship. Además, ya se han encargado los proveedores asiáticos de airear que Apple les ha recortado los pedidos de componentes, porque también ellos deben explicaciones a sus accionistas.
No quiero enredar con algo que sabremos dentro de unas horas. Lo que ahora me interesa es comentar una extendida presunción de que el iPhone habría alcanzado su techo de ventas. Con discreción, la compañía va dejando caer que todo se explica porque la comparación se hace con períodos excepcionalmente altos. Cierto, pero ni por esas cuela.
Ahora bien ¿y si se trata de un problema estructural? Decir que Apple depende en demasía de un solo producto es quedarse cortos. Más allá de esta evidencia, el problema es asombrosamente sencillo: se trata de una empresa de dispositivos. Serán todo lo icónicos que se quiera, podrán fijar precios altos acordes con su condición de producto premium que confiere a los usuarios un estatus. Pero también esto tiene límites.
Entonces, la cuestión pasa a ser esta: ¿podría Apple diversificar su negocio con otros dispositivos que reúnan, siquiera parcialmente, atributos parecidos a los que caracterizan al iPhone. Veamos: el agotamiento del iPod y el declive inexorable del iPad indicarían que ningún otro dispositivo de la marca ha podido desempeñar ese papel: sin el iPhone, Apple no sería lo que es. Ahora mismo, la experiencia del Watch lo está ilustrando de manera casi dramática: se desconoce cuántos se han vendido [y si Apple no lo dice, por algo será] pero, en la práctica, ni siquiera es un dispositivo, sino un accesorio subordinado al iPhone. Con independencia de que el ciclo de vida de cualquier smartphone se va estirando gradualmente, no hay indicios de cuánto tiempo debería pasar antes de que un usuario de este o cualquier smartwatch crea necesario cambiarlo por otro.
El enorme éxito del iPhone ha sido un fenómeno único, fundado en la intuición sociológica de Steve Jobs acerca de cuál sería el comportamiento de los consumidores frente a un dispositivo dotado de características singulares. Sobre esa piedra construyó su iglesia. Nadie sabe si Jobs dejó trazada una hoja de ruta [y tampoco importa, francamente], pero Tim Cook sigue creyendo en el progreso lineal, que consistiría en vender más iPhone cada año, añadiéndoles funciones para justificar el reemplazo del anterior y para captar usuarios de Android. Entretanto, qué remedio, seguirá buscando otro dispositivo que reduzca el peso relativo del iPhone: ¿del 68% al 60%? Sería noticia, pero no mucho dinero.
Cuando aparece en el mercado una nueva categoría de dispositivo, define su territorio gracias a unas características funcionales que lo diferencia de lo existente. Es lo que pasó con el iPhone – e inicialmente con el iPad – pero esa diferenciación se va haciendo trivial con el tiempo: esto es lo que llamamos ´comoditización`, que generalmente se acompaña de una caída de los precios y – dependiendo de la competencia – de los márgenes. Las diferencias pasan a ser una propiedad marginal [ejemplo: la historia de los televisores].
Este proceso de trivialización implica que afloren competidores en cada rincón de Asia y que alguno o algunos se te suban a la chepa. Si a esto agregamos la saturación de los mercados maduros [China ya es uno de ellos, no una esperanza] más los factores puramente económicos, la consecuencia es que no hay diferenciación que valga: el mercado mundial se desacelera y, tal vez en cuatro o cinco años, se contraiga y haga casi imposible ganar dinero fabricando solamente smartphones.
El año pasado, cenando en Cupertino, tuve una conversación con dos empleados de Apple. Discreparon de mi visión, pero la suya era que la compañía debería crecer por el lado de los servicios. Lo recuerdo porque este ´relato` posiblemente aparezca en los próximos meses, si el descenso del iPhone se confirmara. Ahí tenemos otra debilidad de Apple derivada de ser una empresa de dispositivos: los servicios [iTunes, iCloud, etc], representan el 9% de su negocio. ¿Cuánto y a qué ritmo deberían crecer para tapar las grietas que aparezcan en las ventas del iPhone? Por otra parte, el crecimiento de los servicios está vinculado a la base instalada del iPhone. Volveré sobre el tema, ténganlo por seguro.