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  20/11/2012

20Nov

Paul Otellini (62) dejará el mando de Intel en mayo, tres años antes de lo previsto, y el anuncio abre un sinfín de interrogantes. Para empezar, no hay un sucesor in pectore como lo hubo cuando Craig Barrett dejó paso a Otellini o, antes, cuando aquel sustituyó a Andy Grove. Cosa extraña para una empresa tan endogámica, el comunicado dice que se abrirá una selección entre candidatos internos y externos. Sea quien sea, al elegido le espera una tarea muy complicada.

Intel, una potencia industrial y financiera, ha vivido décadas aferrada a la arquitectura x86 y dedicada a prolongar el mito de la ley de Moore. Pero los nuevos usos de la tecnología piden nuevos diseños y favorecen otros procesos de producción. No me refiero sólo a la increíble dificultad de Intel para penetrar en el mercado de los móviles, que ha conducido a la no menos increíble peripecia de que Qualcomm vale hoy más que Intel en bolsa. Me refiero a que las prioridades tecnológicas sobre las que se ha construido el éxito de Intel han cambiado, y la compañía ha tomado nota pero no con suficiente cintura. La célebre cadencia tick-tock podría llegar a ser una rémora, más que una ventaja.

Sin tracción en los móviles y con las relaciones con Microsoft enfriadas, Intel descubre tarde que depende demasiado del PC, es decir de Windows; si Apple decidiera, como se dice, desarrollar su propio procesador, sería un golpe muy duro. En los servidores, la otra joya de la corona, empieza a hablarse de la amenaza de ARM, pero la batalla puede no ser de fulano contra mengano (según la pauta Intel vs. AMD) porque los fabricantes – y los grandes usuarios del momento, las empresas de cloud – plantean exigencias distintas, que pueden satisfacer con diseños diferentes, y así está naciendo un nuevo tipo de competición.

Desde luego, Otellini lo sabe mucho mejor que este cronista. Las causas profundas de su decisión no se conocen, y no seré yo quien se ponga a especular sobre ellas. Intel tiene recursos de sobra para las batallas que le esperan y, aparentemente, Otellini no ha querido arrogarse el mando durante tres años más; la compañía ha abierto sin cortapisas una delicada sucesión en la que el nombre será importante, pero más lo será la estrategia.


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