19/12/2019

19 de diciembre 2019

¿Por qué se insiste en definir el pacto de última hora entre Estados Unidos y China como ´phase one deal`? Primero, porque es sólo una tregua en una confrontación política de largo alcance, y porque unos y otros quieren acabar el año sin más sobresaltos. Lamentablemente, las hostilidades van a continuar: se ha suspendido provisionalmente la aplicación de nuevos aranceles sobre mercancías chinas por valor de unos 160.000 millones de dólares que debían haber entrado en vigor el domingo 15. Tranquilizador, pero insuficiente; amenazas en el aire. Puro Trump.

Al mismo tiempo – y no es menos relevante – Estados Unidos reduce los  gravámenes que ya se venían aplicando sobre otros 100.000 millones. El gesto se ha interpretado, demasiado pronto, como un giro en la línea proteccionista que sigue la administración actual, a que “si las cosas no tomaran la dirección marcada por el presidente, los aranceles estarán otra vez sobre la mesa”, advirtió Larry Kudlow, principal consejero económico de Donald Trump.

Más allá de las relaciones con China, el proteccionismo es una impronta definitiva en la política exterior. Lo confirmaba el martes a la cadena Fox Robert Lighthizer, jefe de los negociadores comerciales al referirse a las relaciones con la Unión Europea: “el desequilibrio de la balanza comercial de Estados Unidos no se arreglará si no corregimos el déficit en nuestro intercambio con Europa […] ya hemos instaurado aranceles sobre ciertas importaciones críticas y puedo garantizar que el presidente está muy atento a la cuestión”. Aviso a navegantes: las restricciones al queso italiano o al vino francés son anécdotas menores; una pieza de caza mayor podrían ser los coches europeos, acusados por la pérdida de empleos estadounidenses (sic).

Ni siquiera se ha fijado plazo para un acuerdo formal con China, que en cualquier caso quedaría limitado a la phase one y luego se verá. Por lo menos, la fórmula sirve de alivio a los consumidores estadounidenses: una extensa gama de productos importados desde China, entre ellos los electrónicos, no sufrirán de momento las previsibles subidas de precio.

Diligentes, los amanuenses de la Casa Blanca han presentado la noticia como un triunfo de Donald Trump en su empeño de que China se comprometa a comprar productos agrícolas estadounidenses por valor de 50.000 millones de dólares. La verdad es que los chinos se cuidaron de que la cifra no aparezca en ningún documento, pero esto no impedirá que el candidato Trump sostenga que ha cumplido una promesa a sus bases electorales.

Muy diferente es la imagen que se transmite desde Pekín: se trataría ni más ni menos que de un éxito de la intransigencia de Xi Jinping tras el fiasco de las negociaciones de abril, cuando unas prematuras concesiones chinas fueron despreciadas por la otra parte y criticadas por una supuesta ala dura del régimen. Tras año y medio de ´guerra comercial`, atenuada con cuatro prórrogas temporales y vuelta a negociar, los delegados chinos han conseguido que todo vuelva (casi) al punto de partida.

Todos los informes disponibles confirman que el conflicto con Estados Unidos es una causa principal de la desaceleración económica china. Con algunas consecuencias no pasajeras.

Una: la cadena de suministros de varias industrias occidentales ha tomado nota del peligro que implica depender en demasía de China y está desplazando pedidos y producción a otros países asiáticos (dicho sea de paso: difícilmente favorecerá una reindustrialización estadounidense).

Otra: China seguirá desoyendo las quejas contra las subvenciones estatales que ayudan a sus empresas a competir en el mercado mundial (el contrargumento es conocido: los subsidios son necesarios para sentar las bases de un desarrollo nacional sostenible por décadas).

Esta cuestión fue esgrimida en los inicios del litigio, quedó eclipsada por el capítulo arancelario y ahora puede resurgir junto a una engorrosa discusión sobre reciprocidad en la legislación de patentes.   En síntesis, el apaciguamiento provisional vale para una franja de asuntos incómodos para ambas partes. Y la bolsa ha querido entenderlo como desescalada porque aleja las temidas perturbaciones económicas.

Trump entra en año electoral y esta será su prioridad. Pero este trato limitado no resuelve las disputas de larga data acerca de las prácticas comerciales chinas: es sólo una transacción para ganar tiempo. Demasiado poco para sofocar las ganas – que comparten republicanos y demócratas – de mano dura contra China en asuntos no económicos como la seguridad nacional y los derechos humanos.

Aunque las partes han convenido excluir el asunto de sus conversaciones, es evidente que Huawei sigue siendo el principal foco de fricción. Ahora mismo están en trámite sendas iniciativas parlamentarias bipartidistas que tratan de impedir que Huawei sea eventualmente moneda de cambio en la confrontación con China. Según estos proyectos de ley, la lista negra del departamento de Comercio que obliga a las compañías estadounidenses a obtener licencia previa para vender productos y servicios a esta compañía china pase a ser una prohibición permanente no revisable o, en su defecto, se traduzca en un purgatorio de cinco años. El departamento de Comercio las ha objetado porque así se privaría al presidente de usar esa prerrogativa como carta de negociación con China.

Lo que, a su vez, levanta temores en las compañías tecnológicas ante los riesgos de ahondar en la “guerra fría tecnológica”. Gary Shapiro   , presidente de la Consumer Technology Association (CTA), ha lamentado que el pacto anunciado la semana pasada “no resuelve las incertidumbres del mercado ni devuelve a los consumidores los miles de millones de dólares que están pagando de más” por los aranceles a la importación.


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