Este viernes, al recoger el diario del día, la noticia de portada en la edición de papel era la «irresistible» (sic) adicción a Pokémon Go. A esa horas, ya había leído en la edición digital del mismo diario la primera crónica del tremendo atentado de Niza. Un contraste brutal entre la cruda realidad, que no necesita lente de aumento para ser terrible, y la falsa realidad – llamada aumentada o virtual – otra superchería de la era de Internet.
Claro que no pretendo poner en el mismo plano el infantilismo de los buscadores de ´pokeparadas` con la insensata locura del terrorista. Entre otras cosas, aquéllos se aburrirán pronto y pasarán a otra tontería, pero el terrorismo nos perseguirá por mucho tiempo. Sociólogos y psicólogos andan interpretando la adicción ¿irresistible? a las criaturas virtuales; en lo que es mi terreno, me van a permitir unos apuntes más coherentes con la naturaleza económica de este newsletter.
No sé yo cuántos millones de individuos se han precipitado a descargar Pokémon Go, un juego integrado en el mundo real, basado en unos personajes creados en 1995 y luego caídos en el olvido. Ha sido una auténtica avalancha de usuarios sobre las tiendas de apps para móviles iOS y Android, una locura colectiva que a los escépticos nos recuerda la vida efímera de SecondLife, cuyo anzuelo picaron celebridades varias, o la estrella fugaz de Farmville, aquel juego que hizo pensar al fundador de Zynga que podría escapar de la tutela inicial de Facebook.
Puede decirse, a esta altura del partido, que la tecnología de realidad aumentada [que inserta objetos virtuales en el entorno real del usuario] le ha metido un gol a la realidad virtual [que traslada visualmente al usuario a un mundo creado artificialmente], moda desatada por Facebook el pasado febrero con la complicidad de Samsung.
A priori, encuentro dos posibles explicaciones: a) la AR sólo requiere descargar una aplicación gratuita a un dispositivo móvil que el usuario ya lleva encima; la VR, en cambio, necesita un hardware específico para la inmersión subjetiva del usuario, y b) la AR es particularmente propicia para una experiencia lúdica directa; la VR requiere el desarrollo de contenidos ad hoc que – según los neurólogos, sólo son soportables unos minutos. Resumo: la AR puede ser divertida, mientras la VR tiende a ser alucinógena. Fútiles aunque al parecer «irresistibles».
En mi opinión, una y otra llevan infaliblemente al hartazgo. Lo que no impide que puedan reproducirse. Entretanto, y esto es lo que importa, permiten a la industria alimentar la ilusión de que ha dado con una «cuarta ola» de crecimiento del mercado, que combinaría las virtudes de las tres anteriores (PC, Internet, smartphones). Desde este punto de vista, AR/VR estarían en el arranque de esa supuesta cuarta ola del ciclo de adopción.
En la práctica, esta moda añadirá funciones superfluas a un dispositivo ya sobrecargado como el smartphone [salvando las distancias, lo mismo pasó con la 3D en la televisión] sin añadirle valor intrínseco. Analistas de los que me fío (aunque no mucho) han calculado que el mercado AR/VR alcanzaría su punto de inflexión en 2018, para decaer rápidamente después; ninguno se atreve a dar cifras, lo que ya es síntoma de frívola provisionalidad.
En todo caso, tomemos nota de que la fiebre es alta por el momento. En los últimos doce meses se contabilizan inversiones de capital por unos 2.000 millones de dólares en proyectos de AR/VR. Este monto no incluye los desembolsos de Facebook (Oculus Rift), Microsoft (HoloLens) y HTC (Vive), pero sí los millones que Google ha dedicado a Magic Leap, startup especializada en el desarrollo de contenidos virtuales, y a Niantic, que está tras el boom de Pokémon Go.
El papel de Google es interesante, porque de sus entrañas nació Niantic, la empresa que se ha aliado con Nintendo para este lanzamiento sensacional. La startup fue creada por John Henkes, miembro del equipo original de Google Earth, pero empezó a volar por su cuenta en octubre de 2015 con el consentimiento y el apoyo financiero del holding Alphabet.
Según la página web de Niantic, Ingress – su primer producto – llegó a registrar 14 millones de descargas: «nuestro sistema utiliza técnicas de búsqueda geoespacial en tiempo real y de indexación para procesar 200 millones de acciones por día, que permiten al usuario interactuar con objetos reales y virtuales en el mundo físico». Con estas premisas, la combinación de GPS y cloud va a estimular la insana costumbre de mantener activada permanentemente la función que permite localizar el paradero del usuario, lo que podría facilitar nuevas fórmulas de publicidad de proximidad. O eso dicen los gurús de andar por casa.
La tecnología de Niantic ha facilitado la explosión de Pokémon Go, y ha servido de rampa para que Nintendo volviera desde la irrelevancia en la que había caído, superada por Sony y Microsoft en el mercado de videojuegos. En pocos días desde el lanzamiento, sus acciones han dado un salto espectacular, pese a que nadie es capaz de describir qué modelo de negocio persigue ni cómo se reparte el dinero con la startup de Henkes.
Lo que sí se sabe, porque salta a la vista, es que la fiebre de la AR no sería posible sin la elasticidad que permite Google Cloud Platform. No sin sufrir perturbaciones, según informa Datacenter Dynamics. La sobrecarga de la nube de Google y los cortes de conexión han estado entre los motivos por los que Niantic ha tenido que contener el alcance geográfico de su experimento. Curiosamente, Werner Vogels, CTO de Amazon Web Services, ha publicado un tuit en el que invita a «nuestros queridos amigos de Niantic» a ponerse en contacto con él si AWS pudiera ser de ayuda para ampliar su capacidad. Visiblemente, Vogels no olvida que Google le robó este año el contrato para alojar Snapchat.
La invitación seguramente caerá en saco roto, porque Pokémon Go tiene otra dependencia de la infraestructura de Google para recoger los datos de los usuarios: las cuentas de estos, su localización y sus movimientos. Si, como se predica, este fenómeno llegara a convertirse en una fuente de publicidad, el beneficiario no sería otro que Alphabet.
Me queda por tratar otro asunto. Pokémon Go también puede verse como un test de cómo una aplicación pequeña puede comprometer el rendimiento de la infraestructura que la soporta. Siempre atento a la jugada, el amigo Mario me ha hecho llegar un análisis de Procera Networks [desconocida para mí, empresa especializada en soluciones para la congestión de las redes de datos]. Se refiere al tráfico que estas criaturas virtuales han generado en la red de «un operador europeo de tamaño medio» al que no identifica: en sólo tres horas, el 7% de sus 2 millones de usuarios. Lo llamativo es que las sesiones han usado una fracción muy pequeña del ancho de banda si se las compara con Facebook o Spotify, pero el alto número de usuarios simultàneos ha provocado un «descenso dramático del rendimiento de su red».
El ancho de banda – explican los autores del análisis – es sólo uno de los parámetros a considerar: una pequeña pieza de software, como es el caso, puede generar un gran número de sesiones que activan otros parámetros vitales: señalización, carga, análisis y seguridad perturbadoras para el equilibrio de la red. Un argumento que, no sin fundamento, podría añadirse a los términos en los que ahora mismo está planteada la discusión recurrente sobre la neutralidad de las redes.
Creo haber entendido que fenómenos como Pokémon Go – y los que vendrán tras él – obligan a sobredimensionar las infraestructuras de los operadores, mientras los ingresos que su uso intensivo podría generar (si es que los genera, que está por verse) no redundarán en los resultados de esos operadores. Este asunto lo dejaré para otro día.