17/03/2020

17 de marzo, 2020

Ya es tiempo de dedicar un newsletter a uno de esos comentarios económicos que me permito de vez en cuando y en estos días de aislamiento se me acumulan. Economistas de todas las procedencias e ideologías coinciden en valorar el comienzo de una recesión global. No hay necesidad de esperar estadísticas para corroborarlo. Sólo los que  tienen responsabilidades institucionales se muestran más reservados en sus juicios. Gita Gopinath, economista jefe del FMI se ha atrevido un poco más: no estamos ante una recesión convencional  – ha dicho – ni existen precedentes sobre cómo combatirla; “sólo una respuesta política adecuada podrá impedir que se transforme en una crisis financiera generalizada”.

Es natural preguntarse si su causa ha sido el coronavirus, porque si lo  fuera la recesión resultante sería corregible cuando pase la fase crítica de la pandemia y la actividad económica retome la normalidad. Ya a inicios de 2020 se discutía la proximidad de una caída brusca que, por decirlo corto, tendría como origen directo la guerra comercial (y sus efectos colaterales). En la práctica, la ruptura de las cadenas de valor globales han impactado sobre casi cualquier industria, tanto más grave cuanto más globalizada. Esa situación se ha combinado con una década de relajación monetaria que ha agigantado la deuda global. Cargar toda la culpa sobre el coronavirus seria enmascarar las responsabilidades colectivas e individuales.

Nadie duda, por tanto, de que el primer semestre de 2020 está condenado y probablemente también el segundo, dependiendo del alcance de la infección pico y de que se consiga encontrar una vacuna que hoy por hoy no existe. Un segundo problema es que una masa de trabajadores van a perder ingresos por lo que quedarán apartados de la demanda de bienes y servicios.

Nuevamente, es imposible calcular cuánto tiempo tardará en resolverse el impacto social y su proyección económica negativa. En los países como España, con una grave precariedad laboral [ya veremos si se atreven a pedir disculpas los venales defensores de la gig economy]. La confianza de los consumidores tardará en recuperarse del shock, y lo mismo puede decirse del flujo de turistas, que nutre varios sectores de actividad.

La comparación con 2008 puede ser engañosa, no sólo porque entonces no hubo virus sino porque las correcciones aplicadas  – básicamente instrumentos de política monetaria, sin acompañamiento fiscal – han perdido eficacia desde entonces. Los lectores habituales saben de mi aversión por la bolsa, así que para no ser sospechoso, transcribiré a Gillian Tett, quien la semana pasada escribía en el Financial Times: “hasta 2009, los inversores vivieron  colgados de la heroína monetaria, creando una burbuja de deuda privada. Cuando la burbuja explotó, se hicieron adictos al equivalente financiero de la morfina, proporcionada por billones de dólares de soporte de los bancos centrales”.

En 2016, cuando consideró que ya era suficiente, la Reserva Federal intentó desintoxicar gradualmente al mercado recortando la inyección de liquidez y elevando poco a poco los tipos de interés. La complicidad entre los especuladores y la Casa Blanca [para Donald Trump, la bolsa es una  medida del éxito de su presidencia] ha atormentado a Jerome Powell, presidente de la Fed, más allá de lo tolerable.

Al final,  la debilidad política de la Fed ha contribuido a que la valoración de las empresas se alejara de los fundamentos racionales. Y si una cotización flaqueaba, siempre se podría reforzar el “valor al accionista” comprando para acumular autocartera, tirando de caja (o de deuda). Así se reconstruyó la perversión de un mercado permanentemente alcista y se engendró la confrontación entre los rendimientos de acciones y de bonos de deuda, indicador de que la carrera desbocada se acercaba a su fin.

Los inversores no son ingenuos, pero les mueve el gusto por apostar mientras gire la ruleta. Empezaron a comprender que la morfina ya no surtía efecto para sus rendimientos ni como correctivo de la economía. Según Gillian Tett, “para los libros de historia, el 12 de marzo de 2020 será recordado como el día en que el banco central dejó de ser omnipotente”. En Europa, mientras tanto, la nueva presidenta del BCE, Christine Lagarde, ha dado pruebas de que los zapatos de su antecesor Mario Draghi le quedan grandes: su error de rebajar la recesión a sólo “un shock fuerte” ha sembrado desconfianza y alentado la imagen de que no habrá una política fiscal común europea para salir de esta crisis. Afortunadamente, esta vez Alemania se ha sentido tocada, por lo que ha adoptado una línea de acción completamente opuesta al conservadurismo fiscal de 2008.

Este domingo, la Fed dio por fin un golpe de autoridad. Mientras Trump se enredaba con su incapacidad para manejar la crisis sanitaria, Powell bajaba a cero los tipos de interés y anunciaba un programa de compra de activos financieros por valor de 700.000 millones y un acuerdo coordinado con otros cinco bancos centrales para reflotar la economía global. Será, ha quedado claro, la primera intervención colectiva a escala inédita.

Será suficiente. Con sólo 24 horas de distancia, se diría que no. Aunque las medidas se proponen atenuar la volatilidad, en la primera sesión de la semana no lo han conseguido. La ausencia de actitud homogénea de los países afectados por la pandemia – dicen los analistas – hace temer que las fuerzas centrífugas prevalecerán a la hora de arreglar la economía de cada cual.

En este momento, puede decirse que la crisis global se compone de tres ramas inconexas: por un lado, las dos originales, de oferta y demanda, que existían en el tránsito de 2019 a 2020; por otro, la crisis sanitaria. Cunde así el temor a que, mientras la tercera siga entre nosotros, las otras dos no  tendrán arreglo. Esto hace probable que Wall Street – y por simpatía el resto de las bolsas – viva en una sucesión de espasmos; por lo que algunos proponen una medida drástica, el cierre bursátil cuyo antecedente único es el 11/9. ¿Serviría de algo? John Authers – a quien he citado a menudo en este blog – piensa que sí porque “incertidumbre sobre todos los datos relevantes nunca ha sido mayor […] no conocemos el coste humano ni el alcance de las medidas que habrá que tomar mientras siga extendiéndose, ni cuánto durará ni tampoco la forma que adoptará la recuperación”. Los beneficios eventuales de las empresas – apunta Authers – serán un indicador inexistente. “Cualquier intento de poner precio a las acciones sólo producirá volatilidad”.

¿Y en Europa, qué?, se estará preguntando Ángel, mi polemista favorito. Pues que la economía europea está congelada, en un estado de guerra virtual aunque para la mayoría el sacrificio cotidiano no sea más que el aislamiento, la pérdida de interacción social. La pregunta que se hace Lionel Laurent (Bloomberg) es si Europa está colectivamente dispuesta a cumplir otra vez la promesa  de Mario Draghi [“whatever it takes”] que le permitió superar la recesión iniciada en 2008.

En ese plano, hay signos alentadores. La Comisión Europea ha dado una primera señal de flexibilidad fiscal, renunciando a la dureza empleada en 2008. Hoy, martes 17, el gobierno español habrá aprobado un paquete de medidas económicas que se prevén cuantiosas, aparentemente acogiéndose a esa premisa de manga ancha. Francia – según Les Echos – estaría  presta a dotar con 30.000 millones de euros un primer fondo para compensar por las pérdidas de empleo y garantizar crédito a las pymes. Y lo importante es que ocurre después de que Alemania ofreciera apoyo estatal a través de un banco público e Italia obtuviera la aprobación de Bruselas para dedicar los recursos que haga falta. Ayer mismo, una videoconferencia entre los líderes del G7 ha abierto la puerta a una coordinación que hasta ahora ha estado ausente. Pero no nos engañemos, la última palabra la tiene todavía el coronavirus, imbatible candidato a personaje del año. Hasta mañana,

Norberto


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