14/06/2018

14Jun

El «incidente ZTE» (así lo llama la prensa china) ya tiene otro desenlace. Patético y no se sabe si definitivo. Da grima ver la imagen de Yin Yimin, chairman de la compañía, asumiendo que no tiene otra salida que aceptar el trato por el que se anula la prohibición de mantener relaciones comerciales con Estados Unidos. La administración Trump ha vinculado expresamente la suerte de ZTE a las negociaciones con China, al extremo de describir la medida como un gesto de buena voluntad hacia  el presidente Xi Jinping .

Esta «segunda oportunidad» (es la versión norteamericana) consiste en la imposición de una multa de 1.000 millones de dólares – adicional a la de 1.200 millones en marzo de 2017 – además de la destitución de toda la alta dirección de la compañía y la supervisión durante 10 años a cargo de un equipo de interventores – designados por Estados Unidos y pagados por ZTE – que controlarán las exportaciones de la compañía durante diez años. A cambio, podrá volver a comprar componentes a empresas estadounidenses. El escarmiento, que de eso se trata, incorpora una cláusula según la cual una nueva infracción costaría a ZTE otros 400 millones y otros diez años de proscripción.

Estos detalles han sido desvelados, pero no publicados oficialmente por el departamento de Comercio. La compañía china ha sido advertida de que el veto no será levantado formalmente mientras los 1.000 millones de multa – más los 400 millones de caución – no hayan sido ingresados en un banco de Estados Unidos.

Queda un asunto pendiente. A instancias de los legisladores republicanos que durante 500 días han consentido todas las tropelías de Trump, podría producirse un giro que haría decaer el acuerdo: han presentado un proyecto de enmienda a una ley genérica de autorización por el que se prohibiría a toda empresa estadounidense vender componentes a ZTE y eventualmente a otras empresas chinas.

Empieza uno a comprender la sagacidad de Huawei al basar su estrategia en el diseño de componentes propios.  Lo cierto es que al proyecto de enmienda – que la rama ejecutiva trata de paralizar – no le faltarían votos de la oposición, para que el contencioso con ZTE no es otra fanfarronada de Donald Trump sino un asunto de seguridad nacional.

Naturalmente, en China ven las cosas con un cristal de otro color. No hay defensa posible de la actuación de ZTE puesto que la empresa ha reconocido su culpa. Entre 2010 y 2014 vendió productos a Irán y Corea del Norte por valor de 600 millones de dólares [el 1% de sus ingresos de esos años] violando el embargo internacional que pesaba sobre ambos países. Y tras firmar un acuerdo y pagar la multa, reincidió.

Para las autoridades chinas, «el incidente ZTE» es inoportuno por coincidir con un trasfondo estratégico que trasciende incluso las negociaciones comerciales entre ambos países. Pero salvar la continuidad de la empresa es prioritario. Emplea más de 80.000 personas y antes del derrumbe facturaba 17.000 millones de dólares, la mayor parte en exportaciones.

La semana pasada, el South China Morning Post publicaba estas palabras de un catedrático de la universidad Tsinghua: «bruscamente, el colapso de ZTE nos ha hecho ver que nuestra prosperidad está construída sobre arena». Venía a decir que si ZTE se ha visto abocada al cierre, se debe a su dependencia de una cadena de suministros controlada en origen por empresas estadounidenses. O de otras nacionalidades pero que no querrían exponerse.

Pony Ma, el mediático CEO de Tencent, ha definido así el problema de fondo al que se enfrenta su país: «si algo nos enseña el incidente ZTE es que, por muy avanzados que sean nuestros sistemas de pago móvil de los que estamos tan orgullosos, no seremos realmente competitivos mientras no controlemos los microchips y los sistemas operativos».

Es la línea oficial. Xi Jinping se ha prodigado en discursos en los que proclama la urgente necesidad de autosuficiencia tecnológica asentada sobre la base de una industria propia de semiconductores.

Alentada por las circunstancias, ha asomado esta autocrítica: en China se ha dedicado demasiado capital a financiar startups con la intención de sacarlas cuanto antes a bolsa y se han descuidado otras inversiones de maduración lenta pero mucho más relevantes. Allen Zhu, respetado por haber sido el ángel inversor tras la creación de Didi Chuxing, ha comentado que cada vez que puso dinero en alguna prometedora empresa de semiconductores, acabó perdiéndolo.

Zhu fue más allá: «el público está convencido de que los inversores somos unos bastardos mientras muchos de los inversores, la mayoría, creen tener derecho a unos retornos desproporcionado por su dinero».


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