13/06/2016

13Jun

Durante años, Larry Page y Sergey Brin, cofundadores de Google, dieron de sí mismos una imagen: Brin era el chico de los caprichos tecnológicos (un visionario, en la jerga al uso) y Page el sacrificado gestor de los negocios comunes a ambos. Suele identificarse a Sergey con aquello que la compañía ha llamado moonshots, mal considerados por los accionistas [minoritarios en función de una estructura que privilegia a los fundadores] y a Larry con la sensata creación del holding Alphabet, en el que las aventuras deberán pasar por el aro de la disciplina financiera.

Este aparente reparto de roles explica la sorpresa al saberse que Larry Page también tiene fantasías. Se ha publicado que financia con 100 millones de dólares de su bolsillo dos empresas dedicadas a desarrollar un coche volador. Se insiste: no con dinero de Alphabet sino ´a título personal`. Ahí se puede leer la razón por la que fue creada Alphabet y por la que fue fichada Ruth Porat, antigua directiva de Morgan Stanley, para ser la CFO del holding: para que las ideas ´visionarias` no carguen sobre las espaldas de los accionistas.

Las dos empresas subvencionadas por Page están en Mountain View, a corta distancia del campus de Google. El por qué son dos y no una, parece tener que ver con la incompatibilidad personal entre Ilan Kroo, catedrático de astronáutica en Stanford, fundador de Zee Aero, y Sebastian Thrun, quien tras dirigir el proyecto de coche autónomo de Google, tiene ahora su empresa propia, Kitty Hawk.

Page habría dicho que esta rivalidad no me preocupa, mientras satisfaga sus fantasías de la infancia. Esta frase me ha conmovido: yo también recuerdo aquellos tebeos en los que batallones de coches volaban sobre ciudades irreales, e incluso vi alguna vez una película en la que un profesor distraído (cómo no) llevaba de paseo a su sobrina en un coche que se elevaba sobre el tráfico urbano.

Quiero decir que, fantasías a un lado, proyectos de coches voladores ha habido muchos, desde el fallido Ford Flivver de los años 40 hasta los tenaces intentos del profesor Paul Moller, que desde 1966 ha desarrollado un prototipo tras otro, hasta que, octogenario, tuvo que declararse en quiebra en 2009, tras dilapidar 100 millones de dólares de sus inversores.

Las experiencias europeas, como el prototipo Pegase Mk2 [con capacidad de aproximación silenciosa], de la empresa francesa Vaylon, el PAL-V One, holandés concebido como ambulancia, o el llamado ´volocóptero` alemán, revelan la vigencia del concepto de vehículo de transporte personal VTOL [capaz de despegar y posarse verticalmente] y, en ciertos casos, recorrer un tramo en la superficie. Lo que nadie ha inventado – afortunadamente – es un coche capaz de levantar vuelo al encontrarse con un atasco. Hasta Airbus ha construído un prototipo biplaza en sus laboratorios californianos. A juzgar por lo que dicen haber visto vecinos de un aeródromo cercano donde se han hecho las pruebas, los ´coches voladores` de Larry Page merecerían más bien el nombre de drones tripulados y plantean no pocas incógnitas.

El tiempo dirá como evolucionan estas atractivas aventuras. En sí mismas, no son ni más ni menos peregrinas que lo que pudo parecer en su día la aeronave de los hermanos Wright [que, por cierto, voló brevemente sobre un paraje llamado Kitty Hawk]. Desde un punto de vista tecnológico, la idea corresponde a la intersección de tres disciplinas: aerodinámica, fabricación avanzada y propulsión electrónica. En teoría, no debería ser difícil construir un ´coche volador` gracias a los avances en los tres campos citados.

Pero, antes de ser operativo, debería pasar la prueba decisiva: volar a baja altitud teniendo «consciencia» de las limitaciones estáticas y dinámicas del entorno, las condiciones climáticas y los obstáculos dentro de su trayectoria (edificios, antenas y, eventualmente, congéneres). Aun entonces, tendría que afrontar complicados requisitos regulatorios que deberían redactarse ad hoc.

Larry Page, que fundó Google a los 25 años, se suma a su modo a la curiosa obsesión de otros ´visionarios` – léase Jeff Bezos, Elon Musk y Paul Allen, entre otros – cada uno con su propio proyecto espacial. Pero no es por eso que traigo este asunto a colación, sino porque la noticia del Wall Street Journal insiste sospechosamente en la naturaleza personal de la inversión de Page. No sería de recibo que el holding invirtiera en un proyecto como este precisamente cuando la CFO Porat ha cerrado el grifo a la iniciativa Replicant, promovida por Andy Rubin [ya saben, el fundador de Android, que dejó su alto cargo en Google] y a los pocos días de abandonar la compañía Tony Fadell, celebrado como innovador pero inhábil para montar una división de smart home.

No puede ser casual que la noticia sobre las inversiones de Page salieran a la luz la misma semana en que Alphabet celebraba su junta de accionistas. El mensaje que se desprende es que no hay espacio en el holding para proyectos fantasiosos. Si se asume la hipótesis de que Alphabet fue creada como reverso de la resistencia de Page y Brin a dejarse guiar por Wall Street, el límite de la paciencia de los inversores resulta diáfano: toda iniciativa – desde el coche autónomo hasta la prolongación de la vida humana – tiene que responder a un plan de negocio. Eric Schmidt, ahora chairman de Alphabet, sugirió un plazo de tres años para decidir cuáles podrían convertirse en empresas sostenibles y cuáles no.

Paradójicamente, el primer año de funcionamiento de Alphabet ha tenido un efecto hasta cierto punto inesperado. Al separarse los resultados de Google y los de ese cajón de sastre llamado ´other bets`, los analistas e inversores han preferido poner la lupa sobre el negocio de Internet, que representa el 99,2% de los ingresos de Alphabet. Las preguntas más incisivas no apuntaron al 0,8% sino a los detalles de cada parámetro que mide el rendimiento de las actividades que giran bajo la marca Google.


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