11/01/2016

11Ene

La primera semana del 2016, las bolsas europeas sufrieron la mayor caída en casi cinco años. En Estados Unidos, las empresas cotizadas perdieron de lunes a viernes 1,3 billones de dólares de capitalización bursátil, y de esta no se salvaron siquiera las estrellas del firmamento tecnológico. Hay una explicación inmediata: fueron arrastradas por el pánico provocado por el colapso de las bolsas chinas. Algunos recordaron que en febrero de 2007 una caída del 9% en Shanghai precipitó una corrida bursáril en Nueva York a los pocos segundos. La economía china no se inmutó: siguió creciendo, y la burbuja siguió inflándose hasta que, al final del año, llegó el rebote de la crisis financiera occidental.

La incertumbre ha vuelto – y no sólo a España, conviene no mirarse demasiado el ombligo – por una combinación de circunstancias que amenazan los muy débiles signos de recuperación de la economía mundial. Afortunadamente (?) el abaratamiento del petróleo equivale a una subvención temporal de nuestras economías, por no hablar de la lluvia de billetes que arrojan los bancos centrales. Las acciones que más influyen en los índices de EEUU y Europa han gozado de una liquidez que no encuentra mejor destino que el atesoramiento y la especulación, porque inversión se ve muy poquita. Así hemos arrancado este año en el que quisiéramos ser felices, por fin.

Vale, aceptemos la simpleza de que China ha sido el disparador. Las bolsas de Shanghai y Shenzhen sufrieron sucesivos batacazos, interrumpidos por las autoridades mediante el mecanismo de ´corto circuito`, que suspende las cotizaciones cuando los índices descienden un 7%. Una solución que es forzosamente transitoria, por dos razones: 1) su repetición acentuaría la desconfianza y 2) al gobierno chino no les disgustaría que las exageradas valoraciones en bolsa se enfriaran, siempre que fuera gradualmente para dar sensación de que controlan.

Tres analistas (chinos) de Bank of America/Merrill Lynch firman un paper según el cual la inestabilidad del sistema financiero chino será este año la regla, no la excepción, y aconsejan acostumbrarse sin dramatizar. Al fin y al cabo, incluso tras lo ocurrido, el Shanghai Composite Index está un 40% más alto que hace dos años, cuando empezó su carrera alcista. Por lo tanto, deberían producirse nuevos descensos, quizá no tan bruscos, y sus correspondientes paliativos.

El principal problema, dice el documento, es el elevado nivel alcanzado por la deuda del sector privado, que entre 2009 y 2014 ha subido hasta un 75% del PIB. «Históricamente, cualquier país en circunstancias similares se vería abocado a una dislocación de su sistema financiero, a recapitalzar los bancos, y a una o más devaluaciones, además de una inflación más allá de lo razonable».

Lo específico del caso chino es que el gobierno ha estimulado el fenómeno durante años, con garantías explícitas o implícitas, parte de una política de reconversión del modelo. Se buscaba que el consumo tomara el relevo (parcial) de la exportación como principal motor económico, Así ha sido: más que «fábrica del mundo», China pasó a ser el principal mercado en el que todo el mundo quería vender. Hasta que el genio escapó de la botella y la estrategia dejó de ser sostenible: la deuda acumulada tropezó con la disminución del retorno financiero.

Lógicamente, esta evolución está teniendo consecuencias sobre el negocio de las empresas tecnológicas occidentales en China, y pronto se verá de qué magnitud, cuando presenten sus resultados. La primera reacción del gobierno de Pekín ha sido depreciar otra vez su moneda, por segunda vez desde noviembre. En lugar de vincular el renminbi (o yuan, como se prefiera) al dólar, la referencia pasa a ser una cesta de trece monedas, una manera sibilina de devaluación con finalidades competitivas. En este contexto, incluso los analistas que elucubraban acerca de las cifras publicadas por Pekín han comenzado a decir que las estadísticas chinas no son verosímiles. No hay mayor incertidumbre que volar a ciegas; por cierto, ¿qué tal por casa?


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